El hombre que desafió la corrupción de los 90′ (Parte I)
Por Esteban Viú para Brecha
Buenos Aires es una ciudad donde convive la estética de lo imponente con la miseria de la civilización, sub-producto de lo que llamamos desarrollo. Así, frente al fastuoso Teatro Colón, un matrimonio con sus dos hijos mendiga alguna limosna o alimento sobrante de los transeúntes. Sobre Diagonal Norte, cuna de los recaudadores del mundo, se alojan los derrotados del sistema y desde las espejadas torres de Puerto Madero se puede divisar, a escasos metros, la Villa 31, una de las más pobladas de la ciudad. Hace pocos años se instalaron, en distintos puntos de la ciudad, bancos de cemento que simulan ser terciopelo. Y por ahí anda la cosa, entre la dureza que sucede y una apariencia que seduce.
En esa lógica perversa se inscribe el Abasto y todo lo que contiene. El shopping de la Avenida Corrientes es una cáscara de lujo que almacena en sus entrañas almas desoladas y errantes, en algún punto sobrantes para este sistema que, como denunciaba Eduardo Galeano, vomita hombres. Dentro de la ostentosa edificación hay una lujosa fuente de agua hecha de granito negro que los visitantes utilizan como fuente de la buena suerte, donde arrojan monedas mientras esperan que el destino sea cortés y les abra puertas de gloria. Cuando el sol cae, la fuente se transforma en olla al final del arco iris para los olvidados. Brillantes y empapadas de pena, las monedas son extraídas por personas que buscan ayuda y dignidad en la estación de subte Carlos Gardel.
En el pasillo que conecta la salida del Abasto con los andenes, entre tentadoras promociones de las cadenas transnacionales de comida rápida, yacen personas desamparadas. Una de ellas es Santiago Pinetta. Todas las tardes, entre las 16 y las 17, Santiago llega a paso lento, algo encorvado, producto de sus 84 años, y con un banquito para encontrar algo de comodidad en la indecorosa tarea de pedir una contribución a las personas que transitan por el lugar. Siempre de camisa impecable, con pelo y barba blanca, pantalón cómodo y sus manos extendidas, repite en voz baja: «ayuda, ayuda».
Muchos de los que desfilan por ese pasillo, dominado por la cara de un Gardel multicolor, identifican a Santiago y balbucean: «Es ese, es ese el que mostraron en la tele». Santiago parece haber recobrado algo de la notoriedad que supo conquistar en los 90 como periodista, luego de destapar una escandalosa licitación que el Banco Nación del menemismo había armado a medida de IBM. Sin embargo, son recortes históricos bien diferentes: hace dos décadas él escribía un libro para desarticular un obsceno negocio valuado en 250 millones de dólares, hoy la pantalla convierte su miseria en morboso placer. En el mercado de la abundancia, la penuria cotiza en alza.
Sí, Santiago es ese, ese al que sus colegas se arriman para hacerle dos o tres preguntas de rutina y se esfuman tan rápido como llegaron.
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En 1945 comenzó a trabajar en Clarín aunque supo destacarse, a lo largo de los años, en La Razón, Crítica, El Mundo, la revista Primera Plana y en radio. Era un periodista que ponía cuerpo y alma en su trabajo, de los que preferían estar en el lugar de los hechos a leer cables de agencia. Presenció el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955 y fue secuestrado y detenido en Campo de Mayo entre noviembre de 1976 y febrero de 1977. Es autor de 14 libros entre investigación, ficción y poesía.
Santiago Pinetta merece un lugar en el altar del periodismo criollo: develó el primer caso de corrupción del menemismo que pudo esclarecerse, con personas que confesaron el cobro de suculentas coimas en dólares. Gracias a sus denuncias se recuperaron 7 millones de dólares que dormían en cuentas suizas de ex-funcionarios.
En 1993 el Banco Nación licitó la informatización de todas sus sucursales, que ganó IBM. El Plan Centenario fue un negocio de 240 millones de dólares que incluían 37 millones en coimas, de los cuales la empresa de informática pagó 21 millones a funcionarios.
De ese fraude, al que Santiago llegó por sindicalistas del banco que lo contactaron con autoridades de segunda línea, nació el libro “La Nación Robada”, publicado en febrero de 1994 y solventado con fondos que él mismo consiguió luego de tocar varias puertas. Sin embargo, en marzo de ese año el pacto IBM – Banco Nación es rubricado. La prensa no publicó línea alguna sobre la investigación. En la radio tampoco se mencionó su trabajo. La televisión distraía y alternaba imágenes de los pomposos preparativos para el Mundial 94 y de nuestro heterodoxo Presidente fashion y cool, que buscaba un segundo mandato.
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Transformo el suelo en asiento y me acomodo al lado de Santiago, que continúa con las manos extendidas para no importunar a las almas piadosas que buscan ayudarlo con algunos pesos, masitas o agua. Los billetes que recibe los lleva a no más de cinco centímetros de sus ojos para conocer su valor; las cataratas en la vista, junto a la artrosis en sus rodillas, son obstáculos que debe sortear diariamente para ubicarse en su banquito y mutar en una presencia-ausente, una de las tantas que habitan la calle.
Bebe un sorbo del café que le traje y me explica que regaló, a varios jueces federales, un ejemplar de “La Nación Robada”, con la esperanza de que la investigación adoptara la forma de litigio. Sin respuestas, decidió redactar una denuncia por cuenta propia y en mayo de 1994 se la llevó a un fiscal de Cámara que le respondió: “Retirala, este es tu pase al cementerio”. Santiago decidió no abandonar su investigación y entregó la denuncia. Que llegó al juez federal Adolfo Bragnasco que inmediatamente la congeló. Cuatro días después, la vida de Santiago inicia una lenta y tortuosa metamorfosis. En la esquina de Loria y Rivadavia tres personas lo interceptaron y lo golpearon brutalmente. Un mes más tarde, los medios que habitualmente compraban sus notas free-lance comenzaron a rechazarlas y los teléfonos del Sindicato de Periodistas le devolvían un tono agudo infinito.
Durante un año vivió asediado por el miedo de algunas amenazas aisladas pero con la esperanza de que la causa que entregó en algún momento reviviera. Sucedió la mañana del 16 septiembre de 1995, cuando el FBI allanó la sede de IBM, consecuencia de la ley norteamericana que prohíbe que sus empresas entreguen sobornos o coimas. Ese mismo día por la tarde, cerca de las 18 horas, Santiago sufrió un segundo atentado: caminando por Avenida Callao, entre Rivadavia y Mitre, un taxi lo pasó por encima. Con 14 fracturas distribuidas a lo largo y ancho de su cuerpo, pasó siete meses y medio internado en la Clínica Colegiales. Con el tiempo, se comprobó en la justicia que el taxi era, en realidad, un auto de la SIDE. Por las noches, sin poder conciliar el sueño, con un cuerpo cansado del reposo eterno, su mente se transformaba en un loop eterno que repetía: “Este es tu pase al cementerio”.
*Por Esteban Viú para Brecha