Femicidio y los límites de la formación jurídica

Femicidio y los límites de la formación jurídica
1 junio, 2017 por Redacción La tinta

La nota de Eugenio Raúl Zaffaroni publicada en Página 12 el 18  de mayo de 2017 sobre lo que llama la “epidemia de los femicidios” nos ha causado desaliento y consternación a las feministas que lo leemos, respetamos e incluimos en nuestros programas de enseñanza. Intentamos aquí, una vez más, hacernos entender por el eminente letrado.

Por Rita Segato para Página/12

Con esa finalidad, pasaré revista a las equivocaciones de su argumento, mientras hago votos para que el gran académico del Derecho, que nuestro país ha exportado a las grandes bibliotecas y salas de conferencia del mundo, se empape de lo que tratan los debates que él mismo parece no conocer, aunque dice considerar “ricas discusiones de todas sus variables teóricas”, refiriéndose al feminismo.

Enumeraré a seguir solamente algunos –ya que todos no caben  en este breve espacio-de los problemas del argumento del autor que critico.

Uno

La definición de feminicidio que ha elegido para, a partir de ella, referirse al problema: “entendiendo por tales los homicidios con base motivacional machista”, que “tienen en común que la resistencia de la mujer a continuar o iniciar una relación o a prestarse a un acto sexual, decide al “macho” (herido en su “hombría”) a dar muerte a ella o a un tercero por venganza. En la mente del criminal femicida domina la convicción de que la mujer no tiene derecho a resistirse a la voluntad del ‘alfa’”. ¡Vamos! Esta caracterización de lo que entendemos por feminicidio no es sino una aprehensión simplona de los sofisticados debates que hemos tenido, a lo largo de lo que va del siglo, sobre las razones por las cuales se hiere y se mata a una mujer (o también a un hombre) por medios sexuales en una dependencia policial, en una agresión callejera generalmente perpetrada por pares o grupos de varones, o en una escena bélica del nuevo tipo de guerras como las que se expanden hoy desde México continente abajo.

Para aventurarse a formular un análisis –a emitir una opinión, en realidad- sobre este tipo de crimen, Zaffaroni no se ha tomado el trabajo de hacer una mínima incursión en lo que hoy se conversa inclusive dentro de las fronteras de nuestro propio país, ¡sin ir más lejos! Las agresiones por medios sexuales no las origina el deseo del macho alfa hacia las mujeres, querido juez y profesor: las origina un tipo de aspiración del macho alfa por pertenecer a la corporación masculina. Es a la atracción que experimenta el agresor por el prestigio de la afiliación a ese grupo -el grupo de los hombres- que su acto se dirige e intenta satisfacer. Si hay líbido, es allí que está puesta, concentrada.

¿El querido juez se ha enterado, por ejemplo, del célebre caso de la violación de una anciana, fallecida inmediatamente después de colocar su denuncia, por la policía mexicana en la batalla de Atenco? Es un caso clásico que ilumina este tipo de crimen. Indispensable es conocerlo, para emitir opinión.


No hay sujetos locos por una libido descontrolada que se desata al ver un cuerpo de mujer. No es eso lo que sucede en esa escena.  Existe sí la codicia enloquecida por poder y prestigio de sujetos que están dispuestos a matar, a masacrar, a profanar, para vencer.


Se trata de un zarpazo al cuerpo por control y por poder, no de un gozo erótico. Es guerra. Es abuso. Es declaración de arbitrio. Es competencia entre hombres, entre facciones. Es venganza y disputa entre grupos de interés faccioso. Es toma de territorio, conquista de territorio. Es enunciado de soberanía jurisdiccional sobre cuerpos y territorios, voceado al mundo y, en especial, a los otros hombres, con la lujuria de una aspiración que persigue perpetrarse en la investidura de serlo.

Es cuestión de hombría, entendida en el sentido obtuso de corporación, como clase, como élite, que se reproduce de esta forma en el control del mundo, mediante una estructura cuya asimetría, cuyos abismos de desigualdad aumentan cada día  y no cumplen la falsa promesa de la modernidad de hacerlos retroceder -al final, el cazador de animales grandes que afortunadamente murió en Zimbabue hace tres días, aplastado por el peso de una elefanta herida, no era ni mexicano, ni guatemalteco, ni hondureño, ni salvadoreño, ni colombiano, ni brasilero, ni argentino; era un blanco Böer contratado por millonarios norteamericanos para matar en África[1], y estaba dentro de la misma estructura, aunque con más plata, que nuestros pandilleros y sicarios: la estructura de un poder que existe y necesita del espectáculo de su potencia para poder reproducirse. ¿Había libido? Había. ¿Estaba dirigida a la elefanta, vital y deambulando en su paisaje? No. Estaba dirigida a otro lugar. Eso es lo que la violación y el feminicidio escenifican y alegorizan cada día, cada santo día.

Pregunto, aún sabiendo que la ley no es causal de comportamientos a menos que persuada y que disuada: ¿la ley no puede legislar -en el sentido de emitir un discurso eficiente, una declaración de intenciones- para contrarrestar esta avalancha de acumulación de poderío y sus excesos exhibicionistas? ¿La ley no puede, aunque sea, declararse e intentar persuadir y educar a la sociedad a favor de los expropiados, de los onerosamente tributados, por las necesidades de reproducción de ese poder? ¿La ley no puede leer las relaciones de poder y legislar para contenerlas, al menos performativamente y a la manera de un conjuro que espera y cree que la magia ocurrirá? ¿La ley no debería ser acaso la expresión de deseo de una sociedad herida por el espectáculo bochornoso de sujetos erotizados por su propia potencia? Una sociedad que sufre ante los casos de Lucía, de Micaela, de Araceli, y de tantos otros para cuyas iniciales no alcanzarían las letras del abecedario. Pero la ley solo puede expresarse en términos de  una “ciudadanía” cuya ficción es obligada a sustentar. 

Como he afirmado muchas veces, la ley no es otra cosa que un sistema nominativo eficiente, con una capacidad particular de persuadir y disuadir, pues sin esas condiciones no obtiene causalidad sobre el comportamiento de las personas de una sociedad. Por eso el acceso e inscripción en ese sistema de nombres es tanto o más importante que la eficacia material de las sentencias, y de ahí que hablemos muchas veces del “derecho a nombrar el sufrimiento en el derecho”. El martillo del juez es lo que mantiene –o no- la vigencia y la audibilidad de esos nombres, y no al contrario. No se trata de castigar más, se trata de colocar la voz de los derechos en un circuito en el que pueda ser oída por muchos, se trata de entender que la ley, si no actúa como una pedagogía, no transforma los gestos que instalan y reproducen el sufrimiento.

Dos

En otro momento, el autor nos dice que “Las marchas y manifestaciones públicas son medios de lucha positivos que generan conciencia contra la cultura machista, pero en lo inmediato no tienen eficacia preventiva (sic), tanto más si en realidad lo que se está registrando es un aumento de la frecuencia femicida”. Dos enormes equívocos se manifiestan en esa frase. Apenas los apuntaré aquí.


El primero de ellos es su irreflexiva aproximación a un argumento ya conocido por nosotras, que atribuye el mal a los comportamientos de la víctima: las marchas tendrían, desde esta mirada incómoda y desagradada -reaccionaria podríamos decir sin temor a equivocarnos- ante el bullicio de las calles, un efecto contraproducente, pues serían el motivo de lo que buscan abolir.


Una vez más nos deparamos con el desconocimiento y la lejanía que Zaffaroni guarda con respecto a la reflexión feminista: las marchas promueven una “consciencia de género”, permiten que las mujeres percibamos que hay amparo, y, por sobre todo, que hay “otras formas de felicidad” al alcance, bien al alcance, de nuestra manera de ser, modeladas por nuestras tecnologías de sociabilidad y estilos de politicidad, que ahora renacen después de un largo sometimiento y letargo. 

En segundo lugar,  nuestro letrado adhiere aquí, al parecer sin percatarse, al cortoplacismo de los malos periodistas, de los jueces y policías, y del sentido común de la masa, porque apunta a una “eficacia preventiva” que debe obtenerse “de inmediato”. Surge una duda: ¿cómo sería este “de inmediato”? ¿qué solución sumaria sería esa? ¿No ingresa aquí el autor en ruta de colisión con las grandes contribuciones que él mismo ha aportado en su esfuerzo permanente por pensar el crimen y las penas en el tiempo largo de la historia? Sin embargo, quienes conocemos el tema, sabemos bien que la objeción permanente de aquéllos que en sus actos de gobierno poco demuestran importarse con el bienestar de personas y de pueblos recurre siempre al argumento de la “celeridad”.

Tres

Sorprendente es también el momento en que nuestro autor sugiere su solución, pues escribe: “Hay que hacer algo diferente”. Y estamos de acuerdo. Pero una vez más nos decepciona cuando lo que concibe queda restringido a una investigación que no ultrapasa las fronteras del campo del derecho, aprisionada en la miopía de los legajos judiciales, con su imperativo de “reducción a términos”, es decir, de la exigencia de tamizar y convertir la riqueza de la pluralidad de historias a la grilla de los términos jurídicos y categorías del ritual judicial.

Además, los legajos judiciales están dictados, redactados y transcriptos por personas que no tienen la menor preparación en el tema de las violentas relaciones de género, en un judiciario que ha dejado en evidencia incontables veces su gran defecto: no consigue pensar en términos de las relaciones de poder constituidas por la asimetría entre las posiciones femenina y masculina de la sociedad, sustentada por un imaginario colectivo de gran profundidad histórica y muy difícil de desestabilizar.

Y también se equivoca cuando afirma que en el terreno de los feminicidios “las cifras oscuras” del derecho –aquellos crímenes que no resultan en sentencias- no constituyen un problema, ya que en términos cuantitativos, la mayor parte de ellos son perpetrados por personas conocidas, fácilmente identificables. Se equivoca porque la cuestión no es en modo alguno cuantitativa sino cualitativa, hermenéutica, de comprensión del tema.

Y porque el problema no es la identificación del culpable sino el tratamiento, las resoluciones y los encaminamientos que jueces, fiscales y otros agentes estatales dan a los casos que nos ocupan. Y se equivoca porque no solo en Colombia y los países de América Central y México hay fosas comunes donde yacen cuerpos que han estado expuestos a la dominación y a la masacre sexual, en nuestro país también las hay, y son recientes. Sucede que sin entender y vincular los crímenes públicos y bélicos de género, anónimos, y nunca resueltos, que, según el letrado abultan “las cifras oscuras” del derecho, no podemos iluminar ni el papel ni el significado de ningún ataque sexual, y viceversa –un campo clarifica el otro.


Por eso decimos que la solución sin salir del campo jurídico es imposible. La ley solo puede tipificar la punta del iceberg, es decir, transformar en crimen punible algunas formas de violencia emanadas de la dominación de género, del castigo misógino, homofóbico y transfóbico que la posición del patriarca impone a todo lo que desafía su mandato y lo desacata. Pero el problema solo puede indagarse, entenderse y ser tratado de forma eficaz en el cuerpo del iceberg, que es su caldo de cultivo, es decir, en la vida de la sociedad.


El meollo del argumento zaffaroniano, así como de la perspectiva general del derecho y los propios límites de la concepción de lo legislable, converge en la falsa idea de la predominancia del fuero íntimo de todo delito del orden de género. Hoy la punta teórica del feminismo contesta el carácter libidinal y erotizado de los crímenes de género y los clasifica como crímenes de poder, en un sentido complejo.

A medida que escribo, se potencia mi desencanto ante la presunción de un intelectual de cuya inteligencia no podemos desconfiar. Me pregunto: ¿será que el eminente profesor se esmera más cuando habla en el extranjero, que cuando lo hace para nosotros, su gente? Pues, por otro lado, de forma alguna es posible sospechar de misoginia a alguien que ha dado tantas y tan importantes contribuciones a la criminología crítica y a la humanización del Derecho, y mucho menos de ignorancia a un académico erudito de la talla de Eugenio Raúl Zaffaroni.

Quizás lo que podríamos apuntarle es una deficiencia en su disponibilidad al diálogo abierto y desarmado con las sofisticadas contribuciones del feminismo en este campo. No es posible opinar sin pensar, y no se puede pensar sin exponerse a conocer lo ya pensado, a riesgo de que se acabe descubriendo la pólvora.

*Por Rita Segato para Página/12. Foto: Nacho Yuchark, de la intervención de la FACC para La vaca.


[1] “Un elefante mató el pasado viernes a un conocido cazador en una reserva de la región de Gwayi de Zimbabue, al oeste del país, al caer sobre él tras recibir un disparo, según han informado este lunes responsables y medios locales. Se trata del sudafricano Theunis Botha, uno de los cazadores profesionales más experimentados del mundo y experto en piezas grandes. Botha organizaba caza de trofeos para clientes, sobre todo de Estados Unidos, dispuestos a pagar miles de dólares por matar a leopardos, jirafas, elefantes y otros animales”. ( “La dramática muerte de uno de los cazadores más famosos del mundo”. El País, Crónicas internacionales, Madrid, 13 de mayo de 2017).

Palabras claves: femicidios, justicia, Violencia de género

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