El hombre desnudo comprenderá
¿Fotografiar pueblos indígenas es estetizar un mundo desvaneciente o potenciar una propuesta de futuro? La reciente edición de un fotolibro de Maureen Bisilliat nos lleva a esta pregunta, mientras las imágenes relatan sus caminos por el Mato Grosso a comienzos de los setenta. Traducimos y seleccionamos algunas ideas que el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro escribió para el prólogo y que nos invitan a pensar en otras miradas sobre lo sensible y cómo, sin embargo, las formas nativas de la “imagen” alcanzan e interpelan la cotidiana mercantilización de la tundra.
Lo más corporal es el espíritu
Las fotografías xinguanas de Maureen Bisilliat proponen una proximidad cuasi táctil entre el espectador y esa verdad cabal de la cultura indígena: la omnipresencia del cuerpo como presencia de lo sensible. Singular y múltiple, materia e instrumento, soporte y contorno, masa y movimiento, espesura y textura, colorido y oscuridad –al mismo tiempo objeto primordial de su acción humana y su sujeto consubstancial, el cuerpo allí se da, o antes, se construye como límite íntimo de toda forma e imagen última de todo contenido (…).
El cuerpo indio es al mismo tiempo la imaginación primordial del espíritu, y la principal imagen en que consiste el espíritu –el espíritu es la idea del cuerpo, diría Spinoza. Y si “lo más profundo es la piel”, para evocarnos otra fórmula célebre, ésta de Valéry, ¿sería entonces el caso de sustentar que, para los indios, lo más espiritual es el cuerpo? Tal vez, pero también, y tal vez mejor, lo contrario: lo más corporal es el espíritu. (…) Figúrese entonces cómo las cosas se pasan con aquellos seres cuyo cuerpo la gente no ve, como los innumerables espíritus que se revelan/ocultan (que transparecen) sobre cuerpos otros que los humanos. Así, por ejemplo, la etnología reciente nos enseña que la elaboradísima apariencia de ese cuerpo engañosamente desnudo de los pueblos del Alto Xingu (esos mismos que Maureen Bisilliat nos trae a los ojos), desde la doctrina de las sustancias que lo amenazan y de las disciplinas que lo fortalecen hasta las pinturas, los óleos, la joyería plumaria y las máscaras que lo cubren en las ceremonias, es una imagen de los espíritus que poblaron el cosmos xinguano. Los hombres se pintan y se adornan como los espíritus; no como los espíritus son, sino como los espíritus hacen: las máscaras que los primeros portan no reproducen el rostro y el cuerpo desnudos de los segundos, pero sí las máscaras –y pinturas, etc.- que estos, los espíritus mismos, usan. La verdad es la máscara de la máscara; el hombre desnudo es el hombre que se sabe vestir.
Ese hombre “desnudo” de Oswald de Andrade no es un hombre meramente desposeído, sino aquel que se viste como quien se instrumenta, no como quien se esconde. Es aquel que lleva la corporalidad filosóficamente a lo serio, no negando la materia en nombre del espíritu (…). Las sociedades indígenas dedican por eso una atención dispendiosa, minuciosa, incluso cruel, a los cuerpos, en un esfuerzo incesante de suscitar y conducir favorablemente el poder intrínseco de la corporalidad, el poder de determinar y particularizar el genérico e indiferenciado substrato anímico universal. (…)
El desnudo se conquista
(…) Volver a ver las imágenes de Maureen Bisilliat me transporta al Alto Xingu. Estuve algunas veces en la región entre 1975 y 1977, más o menos en la misma época en que estas fotografías fueron hechas. Muchos de los rostros que aquí aparecen me son familiares, como los de Aritana, Paru y Sariruá, este último retratado espléndidamente en primerísimo plano, majestuoso como una cabeza olmeca, imagen colosal de la grandeza precolombina. La importancia del cuerpo en la cultura xinguana fue un asunto de mis primeros trabajos; por eso, quizá yo esté contemplando estas fotos con la mirada del etnólogo principiante, apegado a una intuición temática simplificadora y ultrapasada. Incluso así, me parece aún hoy que lo que entonces vi –mi primer visión de un mundo indígena fue ese mundo indígena de la visión que es el Alto Xingu- reaparece aquí con toda la fuerza evocativa: esa atmósfera al mismo tiempo dramática y herética, la mezcla de sobriedad y exuberancia, el juego entre la plasticidad dinámica de los cuerpos en combate y la simetría hipergeométrica de los artefactos (el cuadrillado parabólico de las casas, la espiral galáctica del beijú), el contraste marcado de luces altas y de sombras profundas, la paleta completa de colores cálidos (interrumpida ocasionalmente por un súbito azul) centrada en el marrón rojizo del urucum, la sensación de que la piel humana se confunde con la superficie de todo.
Las fotografías escogidas para este libro resaltan al máximo tal dramaticidad. Hay relativamente pocas imágenes de la faena cotidiana y escenas de la intimidad familiar –o mejor, las aquí mostradas se revisten, en razón de la iluminación violentamente caravaggiana de la casa xinguana, de un misterio inquietante. No veo casi ningún registro de la presencia invasiva de la sociedad de los blancos, que ya entonces era más que avasalladora, sin haber aún –como queda obvio- corroído y disuelto la fisionomía de la cultura xinguana.
El trabajo de Maureen va, en cuanto a eso, a contramano del documentalismo y del reportaje de denuncia que marcaron la fotografía a partir, digamos, de los años 30 del siglo pasado. En cambio, Maureen Bisilliat nos ofrece una visión completamente materialista del mundo indígena. Tal vez sea esa la caracterización más apropiada de su trabajo (…).
La serie memorable de los torsos pintados, los retratos, las siluetas en claro-oscuro, la secuencia de la monumental andromaquia que es el ápice plástico del libro –las fotos de Maureen Bisillat hicieron de la cultura visual, y sobre todo corporal, xinguana un ícono de nuestro paisaje mental. Sus fotos son inmediatamente identificables; su estilo y el estilo visual xinguano quedarán impresos en la memoria brasilera (…).
Las escenas de interior
La iluminación tan peculiar de las inmensas casas colectivas xinguanas –llamadas “malocas”, como se acostumbra hacer, cuando ellas se parecen mucho más a catedrales, es de una impropiedad lingüística sospechosa- da a las imágenes tomadas en el interior, casi siempre en las proximidades de las puertas, un tono teatral y barroco. La luz del sol entrando por la puerta estrecha y baja, golpeando en el piso arenoso, ceniza claro de hollín, incide sobre las escenas y los cuerpos de manera violentamente lateral o se refleja desde abajo para arriba, imponiendo dramatismo y tensión incluso a las escenas del cotidiano más banal.
El contraste entre la luz tropical del patio, que cae verticalmente sobre todo, y esa luz doblemente invertida de la casa grande, con su predominio de sombras y volúmenes oscuros, expresa el cambio drástico de atmósfera que se experimenta al pasar de un patio xinguano a dentro de una casa y viceversa. El pequeño espacio a la vuelta de la puerta dentro de la casa, lugar de predilección para los trabajos manuales y la preparación cosmética del cuerpo, se muestra así como un frágil equilibrio entre la luz absoluta del afuera y la oscuridad creciente de dentro.
Los primeros planos de rostros o de cuerpos de muy cerca –del plano americano a la invasión total del cuadro por la superficie de las costillas o del pecho- puntúan el libro con su dramatismo. Tal vez no sea descabellado sugerir que esos retratos y closes de Maureen Bisilliat son una antítesis del retrato tipológico del siglo XIX, marcado por un énfasis “científico” en la despersonalización y en la búsqueda de los rasgos típicos, físicos o culturales. Los closes de Maureen serían como nombres propios fotográficos, en contraposición a los etnónimos fotográficos de la práctica novecentista, con sus fotos que eran como nombres genéricos, nombres de pueblos –nombres que, como se sabe, raramente son usados por los así designados. El estilo de la autora, entre tanto, representa a mi entender una antítesis sui generis, pues también está en las antípodas del fotoperiodismo. Las fotos de Maureen indican el camino de otra estilización, otro formalismo –un formalismo radicalmente materialista, como dije arriba- que se aleja tanto del contenidismo formalista de la fotografía museográfica del siglo XIX cuanto del materialismo contenidista del fotoperiodismo sociológico del siglo XX.
Nunca más volví al Alto XIngu, después de 1977. Me pregunto si las imágenes que Maureen Bisilliat nos muestra serían hoy posibles, o si ellas pertenecen ya a otra época, que en breve será tan distante como las de Frisch, Ferrez o Manzon. Esa cuestión aplica tanto a la persistencia de lo “visual” (de la atmósfera y de la fisionomía, de la anatomía y del vestuario) del Alto Xingu en los mismos términos de 35 años atrás, como a la pertinencia misma de la actividad que generó estas imágenes –un ensayo fotográfico sobre pueblos que, en aquella época, se definían por la ocupación inequívoca y no reversible de la posición de objetos de contemplación imagética por parte de los blancos. Ya hace algún tiempo los indios se apropiaron de los instrumentos de producción y creación de imágenes: la fotografía y el cine hechos por blancos sobre indios para blancos no son más una actividad autoevidente. En el caso del Alto Xingu, lo que cambió habrá sido menos, tal vez, la “ecología” visual que la “economía” visual – las relaciones de producción imagética.(…) Bessa, naturalmente, demuele el preconcepto etnocéntrico y el desprecio folclorizante que los medios de Brasil dirigen a los indios que insisten en pasar para el otro lado del objetivo. El hombre vestido insiste, realmente, en no entender. “Xingu”, hoy es palabra que nos remite a las obras hidroeléctricas de Belo Monte, que comienzan a destruir el río de la diversidad nacional, más que a los indios de Maureen Bisilliat. Pero ellos continúan ahí. Y ahora, acá. El hombre desnudo comprenderá. El Kamayurá.
*Fotografías disponibles en http://povosindigenas.com/maureen-bisiliat/