¿Mi performance te indigna?
Un análisis sobre la intervención feminista que realizó Socorro Rosa en Tucumán y la violenta reacción de la comunidad católica. La parodia de las prácticas de la Iglesia y lo simbólico como resistencia.
Por Victoria Núñez para La tinta
El pasado 8 de marzo paramos (con muchos más ovarios que la mismísima cúpula de la CGT) y marchamos miles y miles de mujeres, que estamos gritando que vivas nos queremos, que no queremos que nos maten, que no queremos andar con miedo, que no queremos odiar nuestro cuerpo, que queremos relaciones sexo-afectivas más sanas, que queremos igualdad con nuestros compañerxs, igualdad económica, política, sexual, cultural, educativa. En fin, IGUALDAD.
Sucede que muchas de estas causas que nos deberían hermanar se ven solapadas desde sectores conservadores por quedarse en el “teorema de la hipotenusa” de la cuestión. Quiero hacer alusión, específicamente, a la performance que llevaron adelante las compañeras socorristas de Tucumán. Una verdadera cacería de brujas se desató tras la actuación de cinco mujeres que representaron, en la puerta de la Catedral de San Miguel de Tucumán, una escena donde la virgen María “abortaba” ciertas cuestiones y conceptos que cobraban absoluto sentido en el marco de la marcha contra la violencia a la mujer. Luego me expediré en explicitar qué se estaba abortando.
A partir de entonces, a través de las redes sociales se difundieron fotos de las mujeres, se les puso nombre y apellido, se develó sus identidades, sus lugares de laburo y demás, todo esto acompañado de comentarios que expresaban deseos de “matarlas”, “violarlas”, “empalarlas”. ¿Cómo podemos explicar este tipo de reacciones?
Durante siglos fue la Iglesia Católica la que desencadenó agresiones, persecuciones y sistemas de rituales grotescos.
Existe una intencionalidad a partir de la cual ciertos sectores pretenden ocluir la lucha inmensa que colectivos de mujeres venimos emprendiendo hace SIGLOS, para resistir el mundo desigual que venimos a habitar.
Pero para explicar la lógica de la actuación de las socorristas debo ponerme un poco académica. Este tipo de representaciones, que pueden ser tomadas por sectores creyentes como “ataques”, no han hecho más que reproducir en la calle expresividades rituales e icónicas- estáticas o móviles- que ponen el foco en el dolor físico, en la sangre, en el padecimiento, todo tomado del corpus cultural del cristianismo. ¿O acaso Jesús no aparece con las muñecas perforadas, colgado en dos pedazos de madera? La pasión de Cristo es claramente una expresión que ilustra un ritual de maltrato, de vejación y de linchamiento. ¿Acaso el sacerdote en la misa no toma la “sangre” de Jesús, en un ritual que exacerba lo corpóreo, que exalta lo más humano? Se me ocurren tantas festividades que mi buena educación judeocristiana me ha hecho conocer, como por ejemplo, la de Santiago de Compostela, una de las procesiones más grandes de Europa, en la cual, millones de fieles se acercan al templo del santo para alabar sus reliquias -y por reliquias que se entienda que son los pedazos de su cuerpecito, ni más ni menos- el objeto de adoración es aquí el cuerpo, la sangre, los huesos.
Como afirma el antropólogo español Manuel Delgado, durante siglos fue la Iglesia Católica la que desencadenó agresiones, persecuciones y sistemas de rituales grotescos.
Tal vez cabe pensar que los rituales más críticos a la iglesia o al catolicismo en sí
se han nutrido de su mejor maestra: la Iglesia católica misma.
Así, la Iglesia, forjó a lo largo de su historia una tradición persecutoria, la perpetuó en distintos momentos contra diversos grupos humanos: antes los judíos, los moros, los gitanos o los homosexuales, hace no tanto tiempo atrás, los divorciados, hoy las compañeras socorristas y las mujeres que luchan. Estos dispositivos de control y de persecución de las minorías han sido capitalizados por las mismas minorías, por aquellos que pensamos distinto. En ese sentido, es factible interpretar la escenificación realizada en Tucumán como una verdadera cuestión sacrílega: se parodió a la virgen, practicando un aborto.
No quiero con esto hacer una apología de la espectacularidad, sólo pretendo hacer una breve reconstrucción desde donde entender el mensaje y las estrategias desplegadas para el mismo. Un cuadro en apariencia tan complejo busca explicarse a partir del corazón mismo del mensaje: un grupo de mujeres, simplemente, articularon diversos órdenes de simbolismos e ideologías que, por un lado, las posicionan en el lugar de socorristas, de militantes por el aborto seguro, legal y gratuito, en un discurso bien explícito; y por el otro, las posicionan como conocedoras del catolicismo y de su esencia misma. Aquí se han unido dos sistemas aparentemente inconexos pero que tienen muchos puntos en común.
¿Qué es lo que molesta entonces? Me aventuro a decir que lo que molesta es la eficacia del mensaje en el plano simbólico. No obstante, aquí lo que es repudiable, a mi criterio, es la terrible restauración que trajo aparejada la cuestión: esto es, la veta que han visto los sectores más conservadores para solapar la lucha de millones de mujeres alrededor del mundo.
Con la puesta en escena, se dramatizaron ideas sociales y se emitieron mensajes codificados, a modo de causar crispación y, a la vez, como manera de poner en evidencia un malestar colectivo inmenso: nuestra deuda es con todas las mujeres brutalmente asesinadas, violadas, violentadas cotidianamente, muertas por decidir no ser madres y elegir abortar clandestinamente, en condiciones no adecuadas.
En la performance se secularizó una figura sagrada, se puso a la Virgen como una mujer, una mujer que quiere abortar elementos insoportablemente indeseados: al patriarcado, a las relaciones heteronormadas y posesivas, a las históricas opresiones a las que nos vemos subsumidas las mujeres, entre otras cosas. Frente a la inmensa violencia de la exterioridad del mundo social, esto es sólo un rito, es sólo símbolo. No está corrompiendo nada, es una performance.
Verdaderamente considero que con críticas a lo sucedido en Tucumán se está solapando una de las marchas y de los movimientos más fraternos, más masivos y más urgentes que tenemos como sociedad. Estos mensajes se pusieron en escena en un espacio público, cargado, simbólico: el frente de la Catedral. Toda la escena habla y produce sentidos, la performance se llevó a cabo en una marcha que movilizó a más de 52 países a lo largo del mundo. Efectivamente, tuvo como principal objetivo constituirse en un vehículo de opiniones y creencias y a su vez, movilizar opiniones ante quienes lo veían. Esto también debe ser puesto en relación con el papel de las agresiones como forma de revancha: toda ofensa infligida implica una deuda, y nuestra deuda es con nosotras mismas.
A la vez, es importante pensar el por qué este tipo de intervenciones, las que molestan a las estructuras eclesiásticas, son criminalizadas, por qué suscitan todo un arco de reacciones de la peor calaña en la sociedad creyente. Mientras que, por otro lado, no molestan los mensajes de las campañas antiabortos lanzadas por la misma Iglesia, como ser, la campaña del “Bebito”.
Entonces, cabría preguntarnos qué es lo que molesta. ¿Molesta la sangre? ¿molesta un feto de utilería? ¿molestan las socorristas? ¿molesta un patrullero? ¿una pared pintada? El pasado 8 de marzo, las mujeres revolucionamos nuestra cotidianeidad. Cuando algo remueve estructuras, molesta. Y estamos haciendo temblar el planeta.
* Por Victoria Núñez para La tinta.
** Fotografía Colectivo Manifiesto.