Don Carlos Ferreyra, el eslabón perdido
Habitante de las altas cumbres cordobesas, cuando pumas y serpientes amenazaban sus días paso a paso, el viejo Carlos Ferreyra, era un hombre centenario, dueño de saberes que apenas resisten las garras globalizantes. La imagen entrañable de una estirpe de criollos a la que el desmonte dejó sin paisaje.
Por Daniel Díaz Romero para Sala de Prensa Ambiental
Saberes que resisten el embate de las garras globalizadoras y latifundistas que despojan a los serranos de sus tierras.
El espectáculo de las cumbres nevadas es imponente.
El camino serpenteante, custodiado por molles y cocos resulta empinado y agotador. En él, los guijarros sueltos se despegan del piso con cada paso y hacen que, todo el tiempo, tropecemos con torpeza.
Sin embargo, el ascenso es grato porque el tibio sol del mediodía lustra, con su esplendor, la vegetación que le implora lluvia o, al menos, que derrita la nieve y la convierta en agua.
Atrás, permanece parte del Valle de Traslasierra y la referencia del comisario del pueblo que nos habló de don Carlos Ferreyra: de su numerosa descendencia, de un hijo de edad madura al que pocos han visto durante años y sobre el que se tejen míticas historias de hombre desquiciado, que calza una gomera en su cuello, camina descalzo y vive en forma salvaje en las cumbres de las montañas.
Pero volvamos al anciano. Allí abajo, en el poblado, el policía habló de hazañas y habilidades de Ferreyra, criollo respetado, por cierto.
El camino para su encuentro se torna cada vez más dificultoso, como si los cerros lo protegieran y plantaran obstáculos para que sólo lleguen hasta él quienes pugnen por hacerlo.
Tras la senda empinada, se presenta una extensión plana, cuyos únicos habitantes son cerdos que, con sus hocicos, excavan pozos y arrancan las raíces de los cardos para alimentarse.
Indiferentes a mi paso, siguen con su rutina.
Exhausto, miro hacia delante y mis ojos repletos de belleza, al fin, descubren un corral de piedra, señal inequívoca de la cercanía del hombre. Adelante, álamos e higueras amparan la vivienda,
cuando advierto a los impetuosos perros que vienen a mi encuentro.
Abroquelado con prudente distancia, observo una estampa humana que hacha un tronco, rítmicamente. La cercanía descubre un cuerpo encorvado, de frágil apariencia, que deja caer con singular energía el hacha sobre el leño.
El hombre no repara en mí, hasta que la garganta seca se esfuerza por extender el saludo.
Don Carlos Ferreyra tiene dificultades para oír. Las manos que rodean el cabo del hacha están pobladas de lunares y callos. Sus uñas amarillas traslucen el cigarro armado que cada tanto arma y pita con su boca desdentada. Manos expresivas como pocas. Boina calzada en la cabeza, pantalón bombacha, un gastado saco y un par de pantuflas, lo enfundan.
En el país Ferreyra
Éste es el reino donde el yo se transforma en io, y las palabras se deslizan entre lomadas sonoras que bajan y suben rítmicamente.
El país que trueca las palabras que terminan en do por el au. Por ejemplo: el arbolado se transforma en arbolau, y exquisitos regionalismos desafían a la lejana Real Academia Española. Hablamos diferentes lenguas pero el mismo lenguaje.
Bajo un riguroso trato, don Carlos, habla de cantidades de hierbas medicinales que habitan en las montañas. Prácticas culturales que incorporan desde tiempos inmemoriales sus conocimientos. Éste es el país Ferreyra, reservorio de tradiciones y sabiduría menospreciadas por la urbana ignorancia. Saberes que resisten los embates de las garras globalizadoras.
Cerca del rancho, se planta una rueca para hilar la lana de las llamas, recientemente ingresadas a la región.
Don Carlos declara 91 años. Conjeturo que tiene varios más, pero aparenta muchos menos.
Dice, con su hablar pausado, mientras descarga golpes contra el leño: “No, macana. Me joden los oídos. Otra cosa no siento gracias a Dios… aunque cuando hacho la cintura me molesta. Me sabe joder, no sé por qué…”
Esquivo al diálogo, en principio, desgrana vivencias y pensamientos. Explica que sus padres nacieron abajo, en el pueblo que hoy crece en consonancia con el turismo y sufre la ausencia, casi total, de agua. “Nacieron acá, en San Javier”, dice y demuestra que para el serrano los trazados geográficos son sólo dibujos ajenos a su concepción: la tierra es una sola; la sierra es una sola. No obstante, desde hace un tiempo, aparecen adinerados latifundistas que ocupan los suelos con repugnantes argucias legales y pagas miserables, despojando a los serranos de sus propiedades.
“La casa paterna, donde ahora hay una hostería, era de mi abuelo; todo eso era de su propiedad. Se la vendió a Martín Torres, el Gaucho le decían y cuando él murió, quedó en manos de un hijo suyo. ¡Pobre Gaucho, carajo!, dice con una expresión de dolor que conmueve. Éramos muy amigos, y era doctor…, afirma con solemnidad, tras lo cual sorprende con esto: lo mató el hijo… su hijo.”
¿Por qué lo mató?
“Y… de infeliz, nomás, como digo… El caso es que le disparó de atrás porque, de frente, el muchacho no era capaz de enfrentarlo. ¡Era cosa seria el Gaucho! Dijeron que fueron dos balazos. Macana, era un hombre corajudo el finado Martín; no se le caía el revólver de las manos; pero su mal hijo lo jodió de atrás.”
Guerreros esenciales
El puma, antiguo adversario del hombre serrano, fue víctima del acoso de la agricultura extensiva, el desmonte y la caza por placer. Resulta extraño que el cazador evoque a su presa, lamentando su ausencia. Sin embargo, el viejo Ferreyra, como le nombran en el pueblo, es señalado por historias llenas de bravura, cuando enfrentaba a las fieras que asolaban la región. Con humildad, revela los secretos de su honesta lucha.
“Gracias a Dios, desde que estoy acá, agarré más de 50 bichos. En ocasiones, intenté con trampas de fierro, pero no dieron resultado, porque de tanto tironear, las rompían y escapaban. Entonces, decidí agarrarlos con una trampa preparada con una escopeta.
En ese corral -señala un gran cerco de piedras- no podía criar ningún cordero: el puma saltaba y los agarraba. Los sacaba y se alejaba con sus presas hacia los cerros. Cansado entonces, cerré con rama brava el corral, por sobre la pirca. No le dejé por dónde entrar el predador. Pero el desgraciado volvía y seguía llevándose las ovejas. Ya no podía sacar los carneros, así es que los mataba ahí y los comía en el lugar. ¡Puta, y yo no conseguía saber por dónde entraba!
Al tiempo descubrí que se metía entre las piedras y la puerta del cerco. Un día, después de tanto buscar, hallé un mechón de pelo y supe, al fin, por dónde arremetía. Enseguida, entré a la casa, busqué la escopeta y la prepararé. Todas las mañanas, iba a la puerta y me asomaba, para ver si había venido. En un amanecer, me asomé y estaba el bicho. Lo atrapé y se dejó de joder…
He muerto muchos bichos. Allá, sobre aquella montaña, agarré a otro con trampa.”
¿Cómo funciona la trampa?
“Lo agarra de la mano, -afirma, asombrado por mi ignorancia-… son trampas con dientes. Si empujan con la frente, hay un hilo que acciona la escopeta. El disparo les pega en el oído, y ahí quedan.
Pero, ahora, ya no se ven más. Yo no sé. Pienso que se habrán ido para conocer otros lados, otras naciones, por ahí. En esta sierra había cualquier cantidad; uno andaba en el campo y, cuando miraba, descubría un animal que lo estaba acechando ¡Puta, sí había bichos acá!
…¡Y víboras! que, gracias a Dios, nunca he pisado. Una tarde, en la que ya había entrado el sol y el día se estaba empardando, pisé entre las plantas y sentí que el suelo se blandeaba… inmediatamente pegué un salto, miré y ahí estaba la serpiente, enroscada. La maté con una gran piedra. Nunca me mordió una, y eso que había muchos bichos, pero ya no quedan. Había víboras de la cruz y las de tres colores. Puta, si uno andaba y no miraba, cuando acordaba tenía las tipas estiradas, ahí no más.”
Y don Carlos suelta una carcajada que se desdibuja cuando afirma que la fauna autóctona que convivía con él, ya no existe.
El largo amanecer del caminante
Pegado a su rancho hay una antiquísima salamandra herrumbrándose, junto a la mesada de piedra. Resguardados por la sombra de la higuera, el diálogo permanece.
“Nací en el pueblo y me vine a la sierra cuidando el rebaño de chivas. En aquel entonces, mi padre tenía grandes majadas. Todas las jornadas, pasado el mediodía, ensillaba un caballo y subía a buscarlas, aunque en ocasiones venía a pie. ¡Pero era lejos desde allá! Venía por aquellas lomas, donde abrí un camino en el que había mucho monte. Tiempo después me casé, me metí a hombre grande. Vine acá, a las sierras, y traje la majada. Y así es que, gracias a Dios, estamos todavía.
Vine a vivir aquí el 10 de julio de 1937. Puta, había un árbol, un grueso coco. Recuerdo que, aquel día, calé la corteza del tronco y le puse la fecha en que me vine. Pero el coco ya no existe más, no quedan ni las raíces”, dice sonriendo, mientras pienso que Don Ferreyra, con determinación, se sobrepone al paso del tiempo.
… “Ahora mañereo para levantarme temprano. Si está fiero el día, con lluvia, me da flojera desprenderme de la cama, ¡Pero antes no! Cuando tenía menos años, había ocasiones en que me iba a las sierras a campear animales. El amanecer me encontraba en el filo de la montaña y había oportunidades en que regresaba después del mediodía, porque tenía que campear el cerro Champaquí. Esas distancias recorría… ¡y andaba a pie! En otras ocasiones me iba a caballo. Anduve mucho, gracias a Dios, en esta sierra…
La emoción no le permite terminar la frase. El silencio gana su garganta y tras la pausa levanta su voz, orgulloso. La conozco para todos lados. Anduve mucho por estos cerros, ¡ay, gracias a Dios!”, y la conmoción le arrebata.
Respeto su silencio, mientras, conmovido, miro las imponentes montañas que rodean el lugar. Don Ferreyra se percata de ello, y aquel menudo anciano, hermético en principio y entrañable ahora, señala un punto de las sierras.
“Hay una mina, allá enfrente. Trabajé ahí, también. Las tareas eran muy duras en esa explotación. El yacimiento, pertenecía a un hombre; ése, se llenó de plata porque la mina era muy rica.
Yo ponía tiros. Era un trabajo durísimo. Cierto día, un compañero me advirtió: no se vaya a descuidar porque hacia el filo de la mina hay un pozo que vierte agua. Debe tener cuidado de no caer, si anda por allá. Y anduve una vez, por aquel túnel que no tenía luz. Entré hasta donde filtraba el agua, y por poco me caigo. Había una oscuridad total en el lugar, así es que salí rápidamente del pasadizo; imaginé que algún puma podría tener su madriguera allí y me encararía dándome una buena golpeada -dice en un tono divertido, mientras ríe-. No, no entré nada al final”.
Don Carlos, mira su hacha ahora. Retoma su gesto arisco y sin mediar palabra continúa con su actividad. En aquel rincón de la inmensa montaña, sólo se escuchan el sonido de algunas aves y el caer firme del hacha sobre los maderos. Golpes precisos y secos. Allí está el anciano, concentrado en su trabajo. Mi presencia le es indiferente. Supongo que quiere recuperar su soledad, mientras me pregunto qué estará pensando. ¿Evocará para sí, recuerdos de su larga vida? ¿Repasará secretos momentos que, tal vez, guarde en su memoria?
… “A piedra nomás, a piedra y barro. Pero hay que saber acomodarlas, porque si coloca una roca mal, se viene la casa abajo, explica sonriendo cuando le pregunto por la construcción de su rancho.
Hachando éste ya es demasiado… Haría falta más leña allá, pero que se va a hacer…
Pregunto: ¿Hay árboles de buena madera por aquí? Hay espinillos, pero por acá cerca no quedan árboles.”
Un dilatado mutismo se asienta en el lugar. Rompemos el silencio y don Carlos repite una y otra vez: ¿Qué?, haciendo notar que no escucha. En realidad, está cansado. No quiere seguir el diálogo. Se siente asediado, pienso.
Elegía para un criollo
Don Carlos, criollo erigido como eslabón perdido entre los pueblos originarios y nuestra esencia, atesora la experiencia del tiempo.
Sin embargo, hace días que los cerros no lo ven y no tienen quien los camine. Están afligidos porque vislumbran su ausencia. El anciano lleva, en su viaje infinito, sus profundos saberes y sentimientos.
Yo encuentro sus huellas en la tierra.
Anda campeando, quién sabe por dónde, persiguiendo animales y apilando leños. Al viejo Ferreyra, lo andaban merodeando en este último invierno. Abajo, en el pueblo, algunos lo sabían.
Finalmente, la parca subió hasta el cerro. Hace unos días, este criollo conquistó, por última vez, el aire de sus queridas montañas.
Valiente como era, nunca debió temerle a la muerte.
El viejo Ferreyra murió. Lo supimos ayer, a cientos de kilómetros del lugar.
Inmediatamente, decidí subir a un sueño y sobrevolar la región con la fortaleza del cóndor y la mirada del puma. En el camino me topé con briosos caballos que, junto a mi etérea presencia, le rendían tributo.
Le ofrendé mi respeto y luego desperté de aquel sueño para escribir estas líneas.
Homenaje a don Carlos Ferreyra, con pretensiones de reverencia.
*Por Daniel Díaz Romero para Sala de Prensa Ambiental