A seis años de la Masacre de Carcova: ser joven y vivir de la economía popular
Franco Almirón tenía 16 años y Mauricio Ramos tenía 17. Los dos, jóvenes pobres del Gran Buenos Aires. Una mirada en relación al debate actual sobre la baja en la edad de imputabilidad.
Por Mayra Llopis Montaña para Agencia Paco Urondo
Cuando fueron asesinados por la policía, Franco Almirón tenía 16 años y Mauricio Ramos tenía 17. Sus caras, ropas, barrio, condición de trabajadores de la economía popular (ya que eran quemeros), y su edad, los hacen “parte” de la discusión por la baja en la edad de imputabilidad. A los chicos como ellos se los considera “parte” del problema. Para las organizaciones que este 3 de febrero marcharán para recordarlos, los pibes y las pibas como Franco y Mauricio deben ser parte de la solución.
El imaginario colectivo, atravesado por la demagogia punitiva de medios de difusión (de la exclusión y el odio) y políticos ventajistas, acusan a los pibes y a los laburantes de la economía popular como si fuesen los culpables de todos los males.
¿Serán culpables de esa negrofobia que se pone la gorra para declararle la guerra a esos pibes con gorra? ¿Serán culpables de vivir en una sociedad de consumo donde quien no se integra a los patrones de grandes mercaderes es excluido? ¿Serán culpables de no tener las condiciones básicas de existencia, como una vivienda digna, cloacas, agua potable, educación y salud de calidad?
Los trabajadores informales y de la economía popular tienen un trabajo tan digno como el de otros, pero que no es ni reconocido ni reivindicado. Mucho menos tienen los derechos propios de cualquier trabajador que se encuentre dentro del sistema. Si bien existe una sola clase, la trabajadora, los profundos enclaves que generaron las políticas neoliberales desde la dictadura militar, profundizadas en los 90’, mantuvieron durante un gobierno de políticas nacional populares la segmentación y fragmentación del movimiento obrero: la separación entre quienes están formalizados y los informales. Una de las grandes victorias del neoliberalismo es haber logrado fragmentar en múltiples sectores a la masa obrera, en búsqueda de que la individualización sea tal que impida la organización y participación activa de toda la clase trabajadora.
Exclusión estructural
Desde los 90′ se profundizó una fractura social, donde una parte se benefició con el modelo y se identificó con una nueva ciudadanía con grandes pautas de consumo. Todo esto, teniendo como principio invisible, una falta de solidaridad con los perdedores del modelo. La globalización trajo consigo la instalación de una modernidad excluyente.
Desde entonces, una buena parte de la población sigue sin poder acceder a una vida y trabajo digno. Pero a la vez, esto trae, paradójicamente, un beneficio. Es la condena a los sectores populares a una participación creciente, como medio para sobrevivir, pero también, para crear condiciones de vida, producción y reproducción alternativas. El barrio aparece como una reafiliación, como una identidad social, por medio de su accionar colectivo. Es la respuesta-resistencia de aquellos que dejaban de estar cubiertos por identidades colectivas dadas por el Estado o los sindicatos. Esta forma de organizarse y movilizarse imposibilita toda idea de ver barrios o poblaciones marginales, ya que con estas acciones, toman algo de poder por no resignarse a quedar por fuera de todo lazo social, y logran posicionarse, dentro del sistema político, en la lucha por la correlación de fuerzas.
Esa fragilidad y debilidad (laborales y de vida) que el sentido común colonizado les proporciona, es en realidad la fuente de fuerza de estos sectores. No hay negatividad tal, los barrios son fuentes de cohesión y organización, de creación de lazos solidarios y acciones colectivas, frente al individualismo creciente que pedagógicamente busca imponer el gran poder.
A seguro se lo llevaron preso
La organización de trabajadores de la economía popular es una forma de cortar con esa lógica de cazadores a las que el neoliberalismo condena a los sectores populares, de tener que salir a cazar y competir con el otro, de manera individual, por un recurso, programa o los desechos de un basural. Prefieren una guerra de pobres contra pobres, antes que miles organizados para conquistar derechos. A los depredadores de lo colectivo se les responde, con organizaciones como la CTEP, organizando el poder popular.
Se les dice marginales por la pérdida de los atributos propios de la relación salarial. Pero no. Podrán ser excluidos y explotados econonómicamente, pero marginales nunca, ya que se movilizan y accionan antea la indiferencia y desidia.
Las cuestiones de seguridad son materia de disputa, de una correlación de fuerzas donde los barrios y las organizaciones debemos dar el debate por ser los principales receptores de las balas mediáticas y del sentido común incuestionado.
Los nombres de Franco, Mauricio y de tantos miles, son los que debemos tener en cuenta para que los trabajadores populares tomen el cielo de los poderosos, del sistema excluyente y opresor, por asalto. Porque sin poder popular, no hay justicia social. Las identidades de las organizaciones y los barrios se conforman con los miles que ya no están y con la memoria activa para no olvidar, nunca más. La organización de los barrios y trabajadores de la economía popular era lo que faltaba. Y llegó para quedarse.
Estado y derechos
No hay programas e instituciones, para tratar a los jóvenes en situación de calle o vulnerabilidad, efectivos. Hay un abandono terrible a la buena suerte. Además, buena parte de la sociedad mira en lo cotidiano para un costado ante la situación de los vulnerables. Pero sí sabe mirar fijo y certero a la hora de acusarlos como culpables de cuestiones delictivas.
La República debe hacerse cargo de los modos de vida que estimula la sociedad de consumo, de los efectos colaterales que este capitalismo voraz y excluyente genera al venerar al “todo poderoso” libre mercado, como son las problemáticas asociadas al desear algo a lo que no se accede masivamente pero si se promociona constantemente de manera masiva.
El capital no tiene ni tendrá, por definición, la capacidad de absorber toda la mano de obra disponible, solo entiende de tecnología y abaratar costos, sin importar qué hay detrás.
De ahí surgen las respuestas alternativas, solidarias, como los trabajadores de la economía popular, organizados para dar una batalla de ideas por instalar un nuevo modelo: digno, solidario, social, ambientalista. Aquellos que se crearon su propio trabajo cuando nada tenían. Como Franco y Mauricio.
Trabajo basura
Así como Franco y Mauricio fueron víctimas de la violencia institucional (y casi impune de no ser por los vecinos y organizaciones) el día de su muerte, por una injustificada represión con balas de plomo mientras pacíficamente se cubrían atrás de una pila de chapa, también fueron víctimas de otro tipo de violencia: la violencia socio-laboral.
Por un lado, el Estado y diversas instituciones desconocen, deslegitiman y toman como algo circunstancial a esos trabajadores de la economía popular que salen a hacerse un trabajo, alternativo a los patrones culturales establecidos como «trabajos buenos y formales». No tienen reconocidos derechos laborales o salarios y condiciones mínimas dignas de trabajo. Pero a la vez, corren con el estigma del imaginario social.
Franco y Mauricio superaron «el asco» y desnaturalizaron la basura, para poder hacer de ella un medio de vida, y cumplir a la vez que una tarea ambiental (por la posiblidad de recuperar y reciclar materiales). Pero Franco y Mauricio tuvieron que cargar con el imaginario y apartamiento social: así como la basura y desechos aparecen como algo poco higiénico, asociado a la suciedad y enfermedades, quienes trabajen con ella también deben ser excluidos y desechados. La basura basuriza a los laburantes, como castigo social por no seguir los patrones “normales”. Y contra eso deben luchar día a día los quemeros y distintos trabajadores de la economía popular.
Menores no, nuestros pibes
Los crímenes graves a los 16 años o menos están sobre representados por los “purificadores” de la sociedad, ya que sólo un 5% los comete.
Como si haber nacido pobre fuese un delito, se los estigmatiza, vulnera, se los excluye de una educación formal, de un trabajo digno.
Se prefiere ver la foto de un hecho grave, a su artífice, repitiendo y destilando odios habidos y por haber, que ver la película de la vida de ese joven, para así comprender qué pasa. Pero esto, rara vez sucede, ya que implicaría visualizar y asumir las culpas de la violencia a la que cotidianamente sumergimos a los jóvenes, como sociedad civil y como Estado.
Conforma ver la paja en el trigo ajeno a muchos, quedarse con la chiquita y focalizar en el eslabón más débil. ¿Acaso como sociedad no cometemos el delito de dejar a la deriva a miles de pibes, por medio de la indiferencia y la exclusión social? ¿No es la creciente y profunda brecha entre ricos y pobres un crimen en sí mismo?
Mano dura y represión gozan del rating más alto en épocas de campañas electorales. Pero desde lo profundo de la Patria, desde las barriadas más humildes y dignas, hay quienes vienen apostando por asumir los roles y las acciones necesarias para que una sociedad justa y digna, alternativa a la que tenemos, con una economía social y solidaria, sea posible.
*Por Mayra Llopis Montaña para Agencia Paco Urondo