No abusarás
El Vaticano reconoció, ante el requerimiento del Consejo de DDHH de la ONU, que cerca del 5% del clero católico está involucrado en casos de abusos sexuales a menores. El cura argentino Justo Ilarraz es uno de ellos, y será llevado a juicio oral en 2017. Crónica del horror desde la perspectiva de las víctimas.
Ninguna noche era cualquier noche en el Seminario Nuestra Señora del Cenáculo. Pasadas las 21, el silencio se volvía espeso. Cualquier chirrido era inquietante. De repente, después de las 23, se abría la puerta del Pabellón donde dormían unos cuarenta seminaristas separados por una pared de un metro y medio. Como casi siempre, entraba un hombre de unos 30 años, rostro inexpresivo y pulcro. Era el cura Justo José Ilarraz. El lugar estaba en penumbras, sólo unos focos débiles en las esquinas. Sistemáticamente, el sacerdote se iba sentando en cada una de las camas, entre las que había una pequeña mesa de luz. En algunas se demoraba un poco más, eran las de sus elegidos. A ellos los acariciaba con fruición. Les exigía silencio mientras su mano recorría lentamente el abdomen hasta levantarles el calzoncillo para masturbarlos. Cuando estaban por eyacular, les tapaba la boca y los besaba en los labios. Este es nuestro secreto, decía y pasaba a la siguiente. Afuera, la mansedumbre agreste abochornaba.
Construido sobre una lomada en la zona de quintas de Paraná, en los 80, Nuestra Señora del Cenáculo ofrecía, desde el jardín del frente, una de las mejores vistas nocturnas de la ciudad. Cualquiera que pasaba por la entrada, yendo por avenida Don Bosco, podía ver el camino rodeado de pinos que desembocaba en el seminario. El sopor de claustro y el aura eclesial se imponían.
El abuso dentro de una institución como la Iglesia católica tiene su mecánica. Nada queda librado al azar, todo está calculado.
Fabián Schunk lo sabe porque él también fue un elegido. La primera vez que charlamos telefónicamente, gracias a la mediación del periodista Ricardo Leguizamón, fue en agosto de 2014. Lo primero que hizo fue pedir anonimato, porque, explicó, “es medio complicado el tema acá. Hay como una persecuta, porque la Iglesia nos dejó solos y nos ignoró”. Por medio de colegas, sabía que cuando trascendieron los nombres de los siete ex seminaristas que se habían atrevido a denunciar a Ilarraz, varios de sus hijos fueron hostigados en las escuelas, muchas de ellas atravesadas por la religión. Ojo, advirtió Schunk, son casi cincuenta los abusados por Ilarraz, pero más de uno les había confesado que tienen hijos adolescentes y no quieren que les pregunten si el cura los había penetrado.
En ese momento, el hoy profesor de secundario ya había armado integralmente en su cabeza el sistema que había ideado el cura más de dos décadas atrás. A pesar de su voz tranquila y su tono esdrújulo, no era difícil notar su indignación con la curia.
—Lo primero que Ilarraz hacía era visitar las casas de los posibles candidatos al Seminario. Visitaba a todos los chicos que estábamos en séptimo grado. Ahí empezaba a conocer a las familias. Cuando ingresábamos al Seminario, seleccionaba las casas con las que seguía manteniendo contacto. Había familias que no visitaba nunca más y familias que visitaba muy seguido. Las visitaba muy seguido porque ya había puesto el ojo en esos chicos.
Los elegidos solían tener una característica en común: eran jóvenes que no superaban los 12 años y provenían de los alrededores de Paraná. Sus familias vivían en la campaña en situación de vulnerabilidad, a veces extrema. Muchos eran hijos de padres violentos y alcohólicos. Todos profundamente creyentes. Ser cura era una forma de salir de allí, era la versión entrerriana del ascenso social.
Protegido por el arzobispo Estanislao Karlic, Ilarraz hizo a gusto y antojo lo que quiso en el Seminario Menor de esa diócesis desde mitad de la década del ochenta hasta el comienzo de la siguiente. Pasó de ser quien manejaba el Renault 12 oficial y, a la vez, secretario privado de Karlic a prefecto de Disciplina. En otras palabras, la ley ante los devotos adolescentes.
Con el respaldo del cardenal Raúl Francisco Primatesta, en 1983, Karlic había llegado a la capital de Entre Ríos con una misión: modernizar lo que, en tiempos de Adolfo Servando Tortolo, se había convertido en la base de operaciones de la versión criolla del nacionalismo católico. Entre varios, el nombre que sintetizaba no sólo dos decenios de alianzas con lo más conservador de las Fuerzas Armadas, sino también el antisemitismo, la misoginia y la defensa de la hispanidad como el último sustrato del ser argentino, era el de Alberto Ezcurra Uriburu, uno de los fundadores de Tacuara. Acechado pero con el apoyo de la cúpula católica, Karlic logró barrer a quienes acompañaron a Tortolo. Al tiempo, estos lograron instalarse en San Rafael, Mendoza, para crear el Instituto del Verbo Encarnado (IVE). Treinta años después, a pesar de las denuncias por coerción y manipulación, las misiones del IVE se expandieron desde Cuyo a casi 40 países.
Mientras tanto, Ilarraz pergeñaba su plan cuidadosamente. Era sencillo y perverso a la vez. Aprovechando las carencias materiales de origen, estableció rangos entre los seminaristas. Ante los observadores, aducía que el chico extrañaba, por lo que quería brindarle protección.
—El segundo paso que daba —esquematiza Schunk— era invitar a los chicos a su habitación. Una vez que accedías a ese lugar, empezabas a recibir muchos premios. En ese momento, fines de los 80′, principios de los 90′, estábamos en plena crisis. La comida del Seminario no era muy variada, por lo que los que accedían a estar con Ilarraz tenían de todo. Desde dulces hasta gaseosas, salame, queso. Más allá de eso, había un montón de privilegios, como podía ser comprar zapatillas caras, relojes y ropa. En ese momento, el chico estaba captado del todo.
Pero el grado máximo eran los viajes, a los que iban los elegidos. Esas incursiones a distintos puntos del país e incluso del exterior, tenían una finalidad exclusiva: quedarse a solas con los chicos. Por último, el círculo se cerraba con la familia. “Muchas de nuestras madres rezaban a la imagen de la Virgen, la imagen del Papa y al lado la imagen del cura Ilarraz”, dice Schunk. Si dentro del Seminario tenía el control de la situación a partir de su jerarquía, fuera de él el respeto reverencial que irradiaba como representante de la Iglesia era el cerrojo perfecto. No era extraño que cuando los jóvenes retornaban a sus casas los fines de semana se encontrasen con el cura charlando en la mesa familiar con sus padres. Así, Ilarraz lograba anticiparse ante cualquier reproche que pudiesen hacer los jóvenes, que, acto seguido, se inhibían. Palabra contra palabra, la del cura era irrefutable. Sin embargo, la íntima contradicción que los atravesaba no se agotaba ahí, porque la posibilidad de regresar a sus hogares también los reprimía. Pero, por sobre todas las cosas, la imagen de autoridad era lo que más pesaba.
—No entendías bien lo que pasaba y no podías ir contra un sacerdote que, en nuestras consciencias infantiles, era prácticamente un dios. Era un padre y era un dios.
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Personalmente, a Fabián lo conocí a fines de febrero de 2016 cuando viajé a Paraná a presentar La derecha católica: de la contrarrevolución a Francisco. Junto a los colegas Leguizamón y Jorge Riani y la feminista María Alé, aceptó formar parte del panel, para contar por primera vez en público lo que callaba desde el comienzo de su adolescencia. A lo largo de ese tiempo, había aguardado el pedido de perdón y, fundamentalmente, la separación de Ilarraz. Lo primero sucedió a medias, como por compromiso. Lo segundo ni remotamente, ya que se habían enterado que el cura estaba a cargo de una parroquia en Monteros, Tucumán.
A contramano de lo que hubiesen deseado, el conocimiento público, la suspensión de Ilarraz y el inicio de la causa judicial no había ocurrido por decisión de la Iglesia, sino cuando se corrió el velo y la trama oculta tejida por los representantes locales de la curia católica quedó a la vista de todos.
Fue en septiembre de 2012. Durante varios meses, el periodista Daniel Enz mantuvo, en secreto, charlas con curas díscolos, que le permitieron hablar con una de las víctimas de Ilarraz. El 13, la revista Análisis tituló, en tapa, “El cura abusador”. Junto a la imagen de dos manos aferradas a un crucifijo de madera con un Jesucristo áureo, la bajada ofrecía una síntesis perfecta: “Por lo menos 50 chicos de entre 12 y 14 años, quienes recién empezaban su carrera religiosa, fueron violados entre 1984 y 1992 por el entonces prefecto Justo José Ilarraz, oriundo de la capital entrerriana, según se reveló a Análisis. En el 93′ se inició un Juicio Diocesano, donde declararon innumerables jóvenes, quienes reconocieron las perversidades que les hacía el sacerdote cuando eran apenas niños, pero optaron por ocultarlo. En esto último tuvieron responsabilidades el entonces arzobispo Estanislao Esteban Karlic, al igual que el actual titular, Juan Alberto Puíggari, quien fuera prefecto del Seminario Mayor del establecimiento en esos años. Como castigo, el cura pedófilo fue enviado al Vaticano durante un año. En los últimos tiempos, un grupo de curas, al igual que víctimas y ex seminaristas, reclamaron la expulsión de la Iglesia de Ilarraz —quien cumple funciones en una Parroquia de Monteros (Tucumán)— y la denuncia judicial, pero jamás hubo respuestas”.
Al día siguiente, alborotados por la revelación, hubo una reunión de todo el clero en el Centro Mariápolis. Los curas fueron obligados a desarmar sus celulares y quitarles la batería, para resguardar lo que allí adentro se dijera. Casi sin mediar palabra, Leonardo Tovar acusó de mentiroso a Karlic. El cardenal montó en cólera y lo reprendió. El arzobispo Puiggari aceptó que había tres casos de abuso, y en off, un cura, amigo personal de Ilarraz, reconoció que había sido así.
Lo cierto es que Karlic había decidido hacer un simulacro de juicio diocesano en 1995. Sin dar aviso a sus familias siquiera, ni brindarles apoyo psicológico, citó a los jóvenes, que ya rondaban los 20 años, y a prelados a la residencia arquidiocesana en el palacio de Parque Urquiza, para que cuenten lo hecho por el cura. Cuando creyó concluido el proceso, congeló todo enviando los relatos a la iglesia San Juan de Letrán, en Roma.
—Además de cautela, Karlic pidió silencio: las víctimas hicieron un doble juramento, decir la verdad y no comentar nada de los hechos fuera del ámbito de la Iglesia. Otra vez la política de Karlic, evitar el escándalo. Sólo que ahora estaba frente a un delito. Nadie denunció a Ilarraz, ningún juez actuó, las víctimas no fueron acompañadas ni contenidas y no hubo intervención del Tribunal Eclesiástico —subrayó Leguizamón, autor de Karlic. Las dos vidas del cardenal.
Ilarraz fue mandado a estudiar a la Pontificia Universidad Urbaniana, en Roma, donde permaneció hasta los primeros meses de 1997, año en que volvió al país. Como la única sanción que pesaba sobre él giraba en torno de la prohibición de su ingreso al territorio de la Arquidiócesis de Paraná y de cualquier tipo de contacto con seminaristas, en el 2000 se calzó nuevamente la sotana para oficiar misa en Tucumán. En ese momento, Karlic ya estaba al frente del Episcopado, desde donde bregaba por la unión del país ante el inminente estallido social.
A partir de la revelación de Análisis, todo lo que le siguió fue vertiginoso. El caso llegó a los medios de alcance nacional, el arzobispo Puíggari emitió un comunicado con un tácito reconocimiento, aunque el inciso final pretendía dejar las cosas en manos de Dios Todopoderoso: “La Iglesia que quiere siempre proceder según el Evangelio y la justicia, pide al Señor plena fidelidad a su voluntad”. El entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, se encolumnó detrás de la respuesta oficial emitida desde Paraná y, por último, el procurador general de Entre Ríos, Jorge García, abrió, de oficio, una investigación judicial. En apenas unos días, lo que las víctimas habían aguardado por años empezaba a concretarse.
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Hasta ese jueves gris, 29 de agosto de 2013, Julieta Añazco nunca había participado de un escrache. Menos aún había imaginado que el primero la tendría como protagonista. Le costaba pensar cómo sería el momento en que quedase cara a cara con el cura Héctor Giménez, que había abusado de ella cuando apenas había superado los 10 años durante los campamentos que, desde la iglesia Nuestro Sagrado Corazón de Jesús de City Bell, organizaba, entre los veranos de 1980 y 1982, en Bavio, dentro del partido bonaerense de Magdalena. Angustia, tristeza, miedo y bronca. Todo eso sintió cuando vio a Giménez, que la miró sin inmutarse. Sin embargo, ahí, por fin, supo que necesitaba eso que tanto la aterró: un momento solos. Sin pensarlo, todavía paralizada, le recordó como pudo que abusaba de los chicos hasta en el momento de la confesión: “Pude decirle que no se iba a olvidar de mí hasta que se muera”.
Hay un camino que se repite, precisa la estadounidense Bárbara Blaine. Después de años, quizá décadas, en que las víctimas procesan lo que vivieron —que será algo que pervivirá con ellas por siempre— lo primero que suelen hacer aquellos que se animan a buscar algún tipo de salida es acercarse a algún representante de la Iglesia, buscando advertirles para que otros no padezcan el mismo flagelo. Generalmente, la recepción eclesiástica es ignorar, minimizar y, finalmente, dilatar la respuesta, normalmente con promesas que no cumplirán, para que el reclamo se disuelva. Se opera, así, un proceso de revictimización.
Para poder racionalizarlo, Blaine, fundadora de la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico (cuyas siglas en inglés son SNAP) y víctima también, primero escuchó y leyó centenares de casos desde 1988. Su recorrido fue expuesto al mundo a comienzos de año cuando Spotlight recibió el Oscar a la mejor película. Blaine anda siempre con sus números a mano. Según ella, sólo en EEUU, funcionarios católicos reconocieron que 100 mil niños y niñas han sido abusados por los sacerdotes. Hasta 2016, unos 6300 curas fueron acusados públicamente por esta causa.
Recién en 2009, a regañadientes, el delegado del Vaticano, Silvano Tomassi, hizo una concesión ante el requerimiento del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas:
De acuerdo con los números de la Santa Sede, entre el 1,5 y el 5% del clero católico está involucrado en casos de abusos sexuales a menores. Los miembros de la comunidad católica institucional en todo el mundo son 440 mil, por lo que, sobre la base de esa cifra, entre 6 mil y 20 mil curas habrían cometido delitos de pederastia.
La representante de SNAP en Argentina es, precisamente, la platense Añazco, quien encontró en Blaine un estímulo para conseguir lo que la Iglesia y la justicia le niegan: el enjuiciamiento de Giménez, quien ya en 1996 había sido detenido por el abuso de cinco menores en Magdalena. Insólitamente, en enero del año siguiente los jueces Raúl Delbés y Horacio Piombo lo liberaron a causa de que el entonces arzobispo Carlos Galán se comprometió a garantizar personalmente la presencia del excarcelado en su sede eclesiástica. En 2013, Giménez seguía activo. Cuando lo supo, con una remera negra cuyas letras blancas decían “Basta de curas abusadores”, Añazco irrumpió en la capilla del Hospital San Juan de Dios escoltada por organizaciones feministas. Con ella, también la Iglesia quiso aplicar su amansadora. Por eso en los sucesivos años fue convocada desde el Arzobispado de esa ciudad, conducido por Héctor Aguer, para intentar disuadirla de que habían hecho lo correcto según el Derecho Canónico. No obstante, incansable, en 2015, fue la primera argentina que expuso en la conferencia anual de SNAP en Washington. Casi sin recursos, viajó hacia la capital estadounidense, donde reseñó once casos de abusos de curas locales, entre ellos el de Ilarraz. Un detalle: incorporó el encubrimiento institucional a su ponencia.
Como la mayoría de las víctimas, Añazco también se esperanzó cuando Bergoglio se convirtió en Francisco en marzo de 2013. Más aún cuando, tras sentarse en la silla petrina, convocó a una mesa compuesta por víctimas de abuso eclesiástico. Ninguno de los invitados era argentino. Alguna vez, un emisario de Bergoglio le acercó una invitación para ser recibida por el Papa, pero su respuesta fue contundente. Si es para anunciar cambios de fondo en el Código Canónico, sí; si es para la foto, no. Ese encuentro nunca sucedió.
A pesar de la papamanía reinante, el descredito de la Iglesia no deja al margen a Francisco. Carlos Lombardi, uno de los abogados del SNAP en Argentina, luego de que se conociese que el sábado 4 de junio Francisco había firmado el decreto titulado “Como una madre amorosa”, por medio del que se estableció que a partir de ese momento los obispos que hayan actuado con “negligencia” en los casos de abusos serán “removidos”, primero enumeró los que deberían quedar en una situación complicada: Aguer, de La Plata; Carlos Marino, de Mar del Plata; Puíggari, de Paraná, y José María Arancedo, presidente del Episcopado. Después, fue tajante.
—Es otro barniz de supuesta legalidad. Es una aberración jurídica, donde juegan a ser transparentes pero todo lo cocinan ellos, se juzgan entre ellos, nombran comisiones con juristas digitados por ellos, las personas que se elijan tradicionalmente no pueden pensar distinto, se fomenta el contubernio, el lobby y la violación de derechos. Si se lee en detalle, el acusado puede ‘encontrarse’ con los superiores de las congregaciones. Eso se llama ‘alegato de oreja’.
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Vergüenza es lo primero que siente el niño tras el abuso. Le sigue la confusión, acompañada por una pregunta: ¿cómo alguien que inspira un respeto sagrado le podría hacer algo que lo perjudique? La psicóloga marplatense Patricia Gordon tras escuchar, mediante la Cámara Gesell, a los niños que atestiguaron abusos en el jardín Nuestra Señora del Camino —que depende del Obispado de Mar del Plata—, concluyó que “tanto fue el daño que esas escenas perduraron por años en sus cabezas, en un permanente intento de recordar, para algún día elaborar, tanto daño”.
Muchos deciden anular esa etapa de su vida, aunque pese sobre su forma de relacionarse con su entorno por siempre. Otros, en cambio, se rebelan, movidos por el asqueo que les genera la hipocresía de la cúpula católica.
—Yo di el paso por mí y por el resto de los muchachos, incluso por aquellos que son víctimas y no lo denunciaron. Se siente liberación, se siente lo que se siente cuando uno se saca un gran peso de encima. Uno no solamente dice algo, sino que rompe y quiebra una atadura impuesta por los que resguardaron su prestigio a costa del dolor —me respondió, vía whatsapp, Fabián cuando le pregunté porqué había decidido romper el anonimato con todo lo que eso conlleva.
Para él, en el fondo, las respuestas que dieron durante estos años Puíggari y Karlic son paternalistas, de idéntico tenor a las que brindaban cuando alguno se atrevía a quejarse en la década del 80′. “Ya no somos niños”, me escribió en otro momento. Se trata de enfrentar la vida que les tocó.
—Creo que, en un punto, todos debemos tomar las riendas de nuestras vidas, hacer frente a las cuestiones internas y mirar sin miedos. No nos podemos permitir que nos sigan tratando como niños. Hoy somos hombres que cuestionamos, damos la cara y miramos con sentido crítico lo que sucedió.
Dos décadas, tres papas, cinco presidentes de la Conferencia Episcopal Argentina, tres arzobispos de Paraná y las marchas y contramarchas de la causa tuvieron que pasar para que, tras más de un cuarto de siglo, por fin, después de la confirmación del Tribunal de Apelaciones, el 28 de septiembre de este año, las víctimas tuviesen la íntima convicción de que en 2017 empezará el juicio oral contra Ilarraz. Y, tal vez, comience a cerrarse la herida.
*Por Julián Maradeo para Revista Ajo / Fotos: Pablo González