La metamorfosis de un león
“Si quiero ardiente y apasionadamente el pan del obrero,
el pan del trabajador, que es un hermano, quiero,
además del pan de la vida, el pan del pensamiento,
que es también el pan de la vida”.
– Victor Hugo.
Por Federico Uanini para La tinta
Franz Kafka, en 1915, publicó su famosa obra “Metamorfosis” donde relata la conocida historia de Gregorio Samsa, el hombre que un día despertó convertido en un insecto. Las interpretaciones del relato pueden ser muchas, pero hay algo que Kafka supo ver como nadie y, me arriesgo, lo supo comunicar en este relato: la deshumanización. El protagonista no tiene encuentros sobrenaturales, no ofende a dioses ni se gana la enemistad de poderosos magos: un día se despierta, como cualquiera, y es un insecto gigante. Y con ese, el autor se refiere a una deshumanización que no es material, es más bien espiritual, y sucede de a gotas, poco a poco, hasta que en un momento sólo notamos hacerse carne lo que hace meses viene sucediendo sin que lo podamos ver. Kafka anuncia lo que el siglo XX traerá y el XXI potenciará: la transformación del ser humano en otra “cosa”.
¿Qué metamorfosis silenciosa fue posible para que un día Argentina se despertara siendo un León?
Hay miles de formas para encarar nuestra metamorfosis, pero, y acorde al tema del momento, el arte puede ser un buen punto de partida para analizar qué consumimos y cómo nos nutrimos para gozar y, sobre todo, desear un porvenir. Señalar el vínculo entre arte y política es, a estas alturas, más aburrido que escandaloso. Desde la tragedia griega representando valores políticos a imitar en los escenarios hasta el arte medieval que educaba en murales a una población casi en su mayoría iletrada, son muestras de que el arte siempre ha estado relacionado directamente con la vida de las personas y, por tanto, con los problemas y peculiaridades de la realidad política. No resulta extraño remarcar que aquello que consumimos en esa amplia disciplina nutre valores, deseos y formas de ver el mundo.
Nunca nos enamoraríamos si no hubiéramos leído antes sobre el amor, decía el moralista francés La Rochefoucauld. Este vínculo, silencioso para muchos, parece hacerse patente cuando “algo” se quiebra, cuando es notorio que el artista está metido en una realidad política. En esos casos causa indignación y motiva el encono de ciertas personas que acusan al artista de “alta traición” y lo condenan al peor de los males. ¿Qué perturba esa “armonía” hasta hace poco tolerada entre arte y política?
Nos detengamos a pensar la música que consumimos mayoritariamente; podríamos decir que tiene un factor central en su forma de vincularse con el mundo: gozar hasta no dar más. Hay una obligación constante de gozar que anula todo otro tipo de sentimiento en las canciones -estoy generalizando para hacer un análisis más o menos aproximado-. Esta exigencia tiene un vínculo particular con el tiempo: es un disfrute que se limita a un aquí y ahora. No hay una esperanza de disfrute, hay un reconocimiento de que sólo tiene sentido el placer si se da hoy y eso, aunque resulte extraño, es el valor imperante del statu quo -y en el progresismo también, aunque lo dejaremos para otro momento-.
Algunos análisis sociológicos realizados sobre las juventudes están arrojando que, frente a la imposibilidad de imaginar un futuro por el desastre mismo del presente (no tenemos posibilidad de vivienda propia, educación, salud, ambiente, y demás derechos básicos), nuestras prácticas quedan limitadas a un presente porque es el único tiempo que tenemos: el futuro ya no existe para nosotros. Es en ese contexto donde el arte, cuando enuncia, lo hace desde la desesperanza transformada en goce: el disfrute absoluto del hoy no es reflejo de una conciencia de finitud, es un lamento producto de no tener una historia hacia donde ir. La muestra de esto es que el futuro para cierta juventud (sobre todo los varones) y movimientos políticos, está en el pasado: como ejemplo, basta señalar los “fantásticos” siglos XIX y XX enunciado hasta el cansancio por el actual presidente como objetivo para el porvenir.
Limitarse al presente es el recurso que necesita el statu quo para pensar que no hay otra salida, que todo ya está escrito, y que no nos queda más que un hedonismo pasivo mientras los ríos se secan. El filósofo Mark Fisher supo señalar con pertinencia esta crisis de futuro donde el apocalipsis parece más pensable que otra forma de considerar la economía y el mundo. Cierto arte, como tal, es un reflejo de este goce desesperado por el ahora, por un consumo desesperado que, siempre, es individual y limitado a la búsqueda desesperada de dinero.
Pero lo curioso es que el artista que comunica estos sentidos, que educa y nutre estos valores necesarios para el poder, pasa desapercibido en el mundo. Su arte es consumido, reproducido y celebrado. El problema sucede cuando algún artista enuncia una objeción a esa forma de gozar, a esa forma de entender el placer más allá de un presente absoluto y una posesión privada. En esos casos, el sistema activa sus defensas: comienza el ataque por todas las vías posibles a quien enuncia la posibilidad de pensar el deseo desde otro lugar. Embestidas en Twitter y en medios “demasiado amigos” con el único objetivo de evitar esa enunciación, de impedir sostener que el estado de las cosas actuales puede ser otro.
El actual gobierno, aunque te parezca raro, le teme al arte: necesita un coro constante que no sea más que la afirmación de los valores que le sirven para mantenerse en el poder porque, como bien lo supo mostrar Montaigne, la obediencia necesita el hábito para sostenerse en el tablero. Lo mismo sucede con las humanidades y toda disciplina o acción humana que los exponga en su carácter de contingente. La operación neoliberal es, sobre todo, un trabajo sobre la historia y la condición humana, donde se anula la posibilidad de entendernos como algo diferente a lo impuesto.
Hace tiempo, en el programa radial “Gelatina”, el Dr. en Letras Martín Kohan se refirió a qué tipo de ser humano tiene Milei en su cabeza y pretende crear con su política. Si has leído o visto algo del mundo libertario, verás que hay una sola consigna que se repite hasta el cansancio en sus videos y escritos: hacer guita. No existe otro horizonte que no sea generar capital, ni otro deseo que no sea el enriquecerse. Todo lo que podemos y lo que queremos, debe reducirse a esa dirección. Esta reducción del ser humano a una de sus tantas posibilidades implica, por supuesto, que todo aquello que no esté en orden a ese deseo irrefrenable de capital sea quitado de la escena. Es en ese consumo constante del deseo desesperado por el presente y la obtención de un goce exclusivamente individual donde se nutre y sostiene, no de forma exclusiva claro está, nuestra metamorfosis.
Tolkien, además de su obra ligada al Señor de los Anillos, escribió ensayos. En algunos de esos textos reflexiona sobre los cuentos de hadas. Su función no es ser realista, exclama, sino todo lo contrario: estimular la imaginación para ensayar lo posible, lo diferente, en definitiva, para no limitarnos a considerar lo que sucede en nuestro momento como lo único que puede llegar a pasar en la historia. Estimular la imaginación es necesario para crear un pueblo que no sea dócil a los intentos de limitarlo a un presente funesto. A eso obedece la cruzada actual del gobierno contra toda ciencia, conocimiento y arte que se atreva a desautorizar sus pretensiones ideológicas de limitar el futuro al funesto presente.
La docilidad del pueblo, su silencio frente a las exigencias de “poner el hombro” mientras se condonan deudas millonarias a amigos del poder, necesita quebrarse restableciendo una imaginación seria y coherente sobre el futuro. De los que se presumen leones en altos cargos del poder no hay que esperar más que relatos tenebrosos: nos queda a nosotros la tarea de contar mejores historias.
*Por Federico Uanini para La tinta / Imagen de portada: Ana Medero para La tinta.