Taku: la cooperativa de alimentos que procesa los frutos del monte

Taku: la cooperativa de alimentos que procesa los frutos del monte
26 agosto, 2022 por Redacción La tinta

En la importancia de recuperar la soberanía alimentaria de los pueblos, se insertan este tipo de emprendimientos que apuestan a la diversificación en la producción y, por ende, a la diversificación de los alimentos.

Hace poco más de dos años, surgió en Capilla del Monte -Córdoba- “Taku”, una cooperativa de trabajo que procesa harinas sin gluten y café de los frutos del monte nativo. Desde la recolección hasta la molienda, el producto final se inserta en un circuito de comercialización de la economía popular que concibe la necesidad de los precios justos en la alimentación agroecológica.

Taku era la manera que tenían las comunidades quechuas del noroeste argentino para designar al árbol, en referencia al algarrobo, nombre que le dan los españoles al ver su parecido a la especie mediterránea que es nombrada así. El algarrobo no es un árbol, sino varios de esa misma familia y los pueblos indígenas también le decían taku en un sentido de respeto y agradecimiento. Protagonista de leyendas y saberes, su fruto -vaina o chaucha chata- fue recolectado por los antepasados de estas tierras, en muchos casos, siendo un elemento central en su alimentación y economía.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

Para quienes integran “la Taku”, elegir ese nombre fue reconocer la historia y la identidad de un árbol del monte, fuerte y generoso. Estos árboles corpulentos, de corteza retorcida y ramas tortuosas con espinas, pueden llegar a vivir hasta más de mil años.

Después de la molienda, sus vainas -amarillas y carnosas- dejan un aroma dulce adentro de la cooperativa. Natalia zarandea con paciencia el tamiz para lograr una harina fina, que se impregna enseguida en el olfato y todo huele a vainilla, a infancia. Valorizar el monte nativo y sus bondades como proveedor de alimentos -en una lógica de cuidado y respeto de la biodiversidad- es un aspecto que unifica al grupo.

Afuera, el sol casi de mediodía invita a la ronda. Miguel Ángel Pacci, su hijo Agosto y Lucía Quiroga comparten una charla, mientras cada tanto se escucha el ruido metálico de uno de los dos molinos que hoy tiene la cooperativa. Miguel recuerda cuando le encargaron a un metalúrgico de Capilla del Monte la construcción del primer molino, el más grande. Hoy, son dieciséis trabajadores y trabajadoras -de distintas generaciones- divididos en diversas áreas: recolección, producción, prensado y empaquetado, administración, comercialización, redes y publicidad. En poco menos de tres años, el lugar ya les queda chico y han podido especializarse en determinados productos: harinas de garbanzo, algarroba, arveja, de arroz integral y yamaní. También hacen fécula de maíz y polenta, y dos variedades de café: de mistol y de algarroba.

En este último tiempo, se ha aumentado la producción incrementando las compras de la materia prima. A principios de año, compraron alrededor de 1.000 kilos de maíz orgánico, 500 kg de mistol, 500 kg de algarroba blanca y negra, y se quedaron cortos antes del invierno. “Solo el maíz tenemos que limpiar con el tamiz porque viene con pedacitos de marlo”, cuenta Miguel.

Los frutos rinden distintos. Si bien en dos meses se quedaron sin algarroba, del mistol todavía tienen y, de eso, solo hacen café. “La harina de algarroba es difícil de empaquetar, siempre hay pérdida, es volátil, como la harina de arvejas. Y, por ahí, el mistol tiene otra densidad y se aprovecha de otra manera. Pero nos dimos cuenta de que el año que viene, cuando sea la época, mínimo tenemos que apostar a comprar 1.500 kilos de algarroba”, explica Lucía.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

También procesan la sal que traen de las Salinas Grandes del norte cordobés, a lo que le agregan hierbas de la zona o saborizan con vino borgoña o torrontés. La sal llega en bolsas de 50 kilos, son piedras grandes que primero las secan, las pasan por el molino y luego en el tamiz manual, para lograr la sal fina y entrefina. “Fuimos aprendiendo de todas las experiencias. A la gruesa hace poquito le sacamos la ficha de cómo hacerla -dice Agosto que trabaja con la molienda-. El martillo te rompe una piedra, te la deja en polvo y otra te la deja grande. Entonces, hay que ponerle alguna de las mallas para decir una parte me va a salir fina, pero lo que me deja arriba va a ser gruesa”.

La recolección

La materia prima de “la Taku” se compra a productores agroecológicos de la región y otra parte a recolectores del fruto del mistol y la algarroba en la zona Cruz del Eje y Chuña, al norte de la provincia. Lucía reconoce que el hábito de la recolección se ha perdido, “la idea es hacerlo de manera consciente, cuidando el monte”, y cuenta que en el grupo hay una compañera, Marina, “la Negra”, que es yuyera y conoce cuáles son las épocas donde es conveniente sacar los frutos de cada árbol.

Las hojas del aguaribay cuelgan en sus ramas blandas como si fuesen de un sauce llorón. Son verdes y perennes, es un árbol que resiste mucho al frío, exótico, de la zona de Bolivia y Perú, era sagrado para los incas y -a su vez- es considerado autóctono, ya que estaba antes de la invasión española en el territorio de la actual Argentina. No tiene espinas y, en primavera, por su copa densa se asoman ramilletes de unas pequeñas flores amarillas. El fruto del aguaribay cae como un racimo y se carga de una drupa redonda y roja, que mide unos cinco milímetros. Desde la Taku, lo salen a juntar por el monte de Capilla y Charbonier. Su recolección es minuciosa, por el ínfimo tamaño que tiene el fruto, al que hay que secarlo y luego sacarle la cáscara. Es muy pedido por otros nodos de comercialización de Rosario y Buenos Aires, “se hizo como un gourmet”, dice Miguel en alusión a su uso culinario, ya que, por su sabor dulce y picante, se lo utiliza como un pimiento.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

El problema surgió cuando seguían tomando pedidos y ya no había más para recolectar, o quedaba en muy pocos árboles, porque no era la época. “No puedo salir a recolectar aunque sea un poquito, porque ese árbol es del que los pájaros se están alimentando ahora”, les contestó Marina, dando cuenta de los ciclos naturales de la especie y de la importancia de no forzar a la naturaleza.

Con las vainas de algarroba, luego de su recolección, es necesario pasarlas por el horno antes de molerlas, para que no se empasten en el molino por la melaza que contienen. “En una época, venían húmedas, las repartíamos sobre un nylon para dejarlas secar al sol y, con Alejandra, las girábamos con un rastrillo”, recuerda Lucía.

Para el café, primero, hay que tostar las chauchas de la algarroba y el fruto del mistol antes de la molienda. El árbol del mistol tiene una corteza lisa y gris que se oscurece con el paso del tiempo. Sus ramas tienen espinas y las hojas caducas forman una copa globosa. Su fruto es redondo, de un color rojo ladrillo y puede medir alrededor de un centímetro y medio. Su pulpa es pastosa y dulce; a diferencia del café convencional, este tiene un gusto suave y achocolatado.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

Las asambleas en la Taku sirven para organizar el trabajo y también para rotar en caso de ser necesario. Secar, tostar, moler, tamizar. Pesar, empaquetar, etiquetar, preparar los pedidos. Se reparten los días para hacer más eficiente el trabajo: “Si el jueves tienen que salir 100 kilos de sal molidos, el martes las compañeras se ponen a secar la sal y el miércoles ya comenzamos a moler”, explica Agosto.

Miguel cuenta que está diseñando una tamizadora automática, con un motorcito para que se mueva y no hacerlo de manera manual. Para algunos productos, como la fécula de maíz, donde hay que separarla de la polenta, se usa el tamiz más fino -de 0,3 milímetros- y así se logra que caiga como un talco. “No existe ningún molino que pueda llegar a eso”, aclara Agosto.

A todo esto, se suma la participación en encuentros o talleres de formación en precios justos. Hace unos meses, Agosto junto a otra compañera, Sofía, estuvieron en un encuentro de molineros en Guaminí, al sur de la provincia de Buenos Aires. “Todo era libre de pesticidas -cuenta-, pero nosotros éramos la única cooperativa libre de gluten, que no trabaja con harina de trigo”.

En la importancia de recuperar la soberanía alimentaria de los pueblos, se insertan este tipo de emprendimientos que apuestan a la diversificación en la producción y, por ende, a la diversificación de los alimentos. Hay todo un pasado cultural que se ha perdido y que recuperarlo también implica aprender a cocinar con otras harinas. “La idea es, en algún momento, traer gente que dé talleres sobre cómo alimentarse”, dice Lucía con una conciencia clara en relación a la problemática de la industria de la alimentación y cómo, por ejemplo, los alimentos aptos para celíacos siguen siendo muy caros. Por eso, “como productores y productoras, es fundamental que el precio sea justo”, enfatiza.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

Hoy, en una misma fábrica, se hacen muchos productos que pueden contener trazas de varios alimentos. Esto se denomina contaminación cruzada y es inherente a toda la industria alimenticia. “Algo que en la Taku no hacemos -dice Lucía mirando la bolsa de los criollos que está colgada en la pared de afuera- porque entendemos que una miga ahí adentro puede contaminar la harina y ya no sería libre de gluten”.

Así, la cooperativa es parte de un eslabón en el mercado agroecológico. “Tenemos planeado armar una fábrica de galletitas”, agrega Lucía y anuncia un proyecto que pretende favorecer al desarrollo local, en el marco de un comercio justo que garantice el acceso de la población a una alimentación sana.

Ya es pasado el mediodía y el molino dejó de sonar. Natalia terminó de tamizar hace un rato. Hernán sale enharinado y se junta con Lorena y Milagro que estaban empaquetando. El resto ya está afuera. Quedan seis en la foto de ese jueves y otros diez que no salieron, pero que se hacen engranaje indispensable en el trabajo cooperativo. Una apuesta que huele a dulce, a horizonte que se nombra para avanzar.
*Por María Eugenia Marengo para CDM Noticias / Imagen de portada: María Eugenia Marengo.

Palabras claves: capilla del monte, soberanía alimentaria

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