La Córdoba de las campanas y los zapateros sin zapatos
Por Santiago Torrado para La tinta
El ruido de fondo en la Córdoba de principios de siglo XX era un tañido letargo de campanas viejas. Un rumor de misa en sordina frente al murmullo de la industrialización y el crecimiento demográfico. Poco antes de los hitos que la nombrarían Docta, laica, reformista y aún revolucionaria, tres mil migrantes menorquines llegaron a esa Córdoba y fundaron una de las primeras Sociedades de Socorros Mutuos: La Protectora.
Era 1908 y la isla de Menorca padecía los efectos de la larga decadencia del imperio español que sobrevino tras la independencia de Cuba y la Guerra de Marruecos. En las calles estrechas y adoquinadas de la milenaria Ciudadela, cada vez faltaban más vecinos. El vapor transatlántico Manuel Calvo atracaba en el puerto cada pocos meses para llevarse familias enteras. Una procesión de luto que desfilaba por el Paseo del Borne para desembarcar poco después en las orillas del Plata. Huyendo de la miseria, del hambre y de la leva forzosa que se llevaba a los hombres rumbo a la guerra del Rif. Muchos eran zapateros, aunque llegaron descalzos. Otros muchos eran panaderos, aunque llegaron sin pan.
En Córdoba, el padrón municipal señalaba que la ciudad tenía, en 1908, poco más de 90.000 habitantes, de los cuales casi el 30% eran españoles. Ese año, nació La Protectora Menorquina, un espacio donde el acento isleño se cruzó con el cordobés, donde Sant Joan y San Juan se fusionaron en un mismo significante, y, sobre todo, un lugar que aportó desde el socorro mutuo a una concepción de clase y de lucha en defensa del ser migrantes y el ser trabajadores. Con esos miles de brazos extranjeros, se puso en marcha la rueda de la economía agroexportadora que caracteriza a la Argentina de entonces y aún la de nuestros días. También llegó el desmonte, el ferrocarril, los frigoríficos, las commodities.
La aristocracia cordobesa que se ufanaba del progreso industrializador impulsaba obras pomposas inspiradas en la arquitectura europea de fin de siglo: el Banco Provincial, el Hospital de Clínicas, el Teatro Libertador… Más allá del pavimento del centro de la ciudad -como ahora, como siempre-, el abandono, el hacinamiento. También, por entonces, la viruela y la tuberculosis. En esa frontera que era el viejo Abrojal, desbarrancaron -como ahora, como siempre- las ínfulas europeas de la oligarquía.
Las familias de los recién llegados menorquines habitaron lo que hoy es Güemes junto a otras familias de gallegos, asturianos y vascos, pero también italianos y libaneses, sirios, armenios, croatas, polacos, rusos y ucranianos. El Abrojal tenía también, por entonces y desde varios siglos antes, otros habitantes: los hijos y nietos del pasado colonial.
Generaciones de afrodescendientes y originarios, invisibilizados por el mito fundacional de la Argentina y la Córdoba blanca. Como un testimonio de esa convivencia, todavía se escuchan los tambores del candombe en el Paseo de las Pulgas. Un letargo sin fin que reclama su lugar en la historia mestiza de la ciudad. Allí convivieron en conventillos y barracones de madera, sin agua y apenas iluminados por velas de sebo, todos esos otros.
Hoy como ayer, nadie se salva solo
Toda migración deja huellas. Mezcla palabras e idiomas para hacer emerger nuevas tonalidades y discursos. Construye nuevos sentidos, aporta singularidades a las ciudades de origen y destino. En Córdoba, una de esas huellas es el edificio de La Protectora Menorquina, ubicado sobre la avenida Maipú al 200. En Ciudadela, la avenida más importante de la ciudad lleva el nombre de la República Argentina. Un homenaje mutuo a los zapateros que llegaron descalzos y apostaron por la dimensión colectiva de la vida. Hoy, la migración está asociada discursiva y simbólicamente a la crisis. La búsqueda de mejores condiciones de vida es vista y tratada como una amenaza por los países del norte político. El migrante como sujeto es hoy, antes que nada, un problema. Al mismo tiempo, en países como Argentina, cuya matriz cultural moderna es esencialmente una mezcla de culturas -fomentada, organizada y dirigida ganadera y terrateniente-, abunda la narrativa épica sobre las migraciones pasadas. Un discurso ahistórico de que todo tiempo pasado fue mejor, un relato construido por fuera de las complejidades culturales, políticas e identitarias que estos procesos trajeron aparejadas. Así, el migrante europeo de principios de siglo XX es un pionero, un trabajador abnegado. El migrante latino o africano de principios de siglo XXI, un ave de rapiña.
*Por Santiago Torrado para La tinta / Imagen de portada: Santiago Torrado para La tinta.