Escuela Andrés Carrasco: frente a pandemias y fumigaciones, educación ambiental y soberanía alimentaria
El secundario que lleva el nombre del científico que demostró los efectos nocivos del glifosato es hoy una de las tantas escuelas fumigadas. Y también una referencia: con una huerta agroecológica, un kiosco saludable y una cooperativa, enseña que “otro modo de vivir y producir alimentos es posible”. Así lo cuenta en esta entrevista el docente Luis Fernández, quien dirigió esa institución de Saladillo durante los últimos años.
Por Lucía Maina Waisman para La tinta
La Escuela Secundaria N° 5 Andrés Carrasco es una de las tantas escuelas que convive con las fumigaciones en nuestro país. Ubicada en Saladillo, una ciudad de la provincia de Buenos Aires de unos 40 mil habitantes, se encuentra rodeada por el monocultivo de transgénicos, que es junto a la ganadería una de las principales actividades económicas de la región. Lejos de negarlo, en los últimos años, la institución le abrió la puerta al principal problema socioambiental que viven sus estudiantes para, desde allí, demostrar, junto a su comunidad, que “otro modo de producir alimentos y de vivir en Saladillo es posible”. Así lo cuenta el profesor y licenciado en geografía, Luis Fernández, quien dirigió la escuela durante los últimos seis años y actualmente continúa como docente. Y explica cómo una huerta agroecológica escolar se transformó en una manera de educar, alimentar y tender lazos comunitarios durante la pandemia.
Andrés Carrasco, el científico que presidió el CONICET, el médico que demostró los efectos nocivos del glifosato, el especialista que investigó las consecuencias de los agronegocios y fue atacado por corporaciones, funcionarios y científicos, fue el nombre más votado por esta comunidad educativa rodeada de fumigaciones. “A los pibes les fue muy significativa la figura de Carrasco como científico del pueblo. Se sentían identificados con que un científico se acerque a los barrios a investigar los problemas que viven”, recuerda Luis sobre la votación del nombre de la escuela realizada en 2016. Hoy esa figura no es solo el nombre que les identifica como institución, sino también un pensamiento, una mirada de la ciencia digna, al servicio de los pueblos, que guía la experiencia educativa cotidianamente.
Especializado en Educación Ambiental en la Universidad Pedagógica Nacional, Luis Fernández cuenta que el secundario tiene una orientación en Ciencias Naturales, pero desde una mirada social y socio-productiva. Así, los alrededor de 250 estudiantes que asisten cada día a sus aulas se involucran en proyectos como una huerta, un kiosco saludable o una cooperativa, donde aprenden y aplican un modelo productivo que se encuentra en armonía con el ambiente, la salud y el desarrollo local.
—¿Cómo abordan la educación ambiental en la escuela?
—La idea es que sea un abordaje transversal entre todas las disciplinas, abordando siempre el problema local que lo tenemos en la misma puerta de la escuela y que tiene que ver con la problemática de las fumigaciones con agrotóxicos. La escuela siempre trabajó entre todos los profesores esta cuestión del problema, pero al mismo tiempo se trabaja la propuesta alternativa a ese modelo, para enseñar que otro modo de producir alimentos y de vivir en Saladillo es posible, que es la propuesta del modelo agroecológico. Así surgieron los dos proyectos fuertes de la escuela: la huerta ecológica y el kiosco saludable, con una cooperativa de trabajo escolar dedicada a la producción de mermelada. La idea era que usen una parte de sus propias producciones de la huerta en el kiosco y otra parte con su familia.
—¿Qué es y cómo funciona la cooperativa de trabajo escolar?
—Funciona con el ciclo superior, los últimos 3 años de secundaria, para que los pibes entiendan que es posible llevar adelante un modelo organizacional y productivo desde el lado de las cooperativas, donde cada uno se hace cargo de su trabajo, responsabilidades y, al mismo tiempo, ocupar el espacio geográfico con otro tipo de producción. El modelo sojero dice que, ante el problema de las distancias en zonas periurbanas, pierden espacio productivo y la propuesta es esta: ocupar esos espacios con producciones agroecológicas y que sean las cooperativas quienes puedan tomar la posta de esos espacios. Por eso, también proponerlo desde la escuela, para demostrar que eso es posible. Y al mismo tiempo, los pibes van haciendo una experiencia de producción y comercialización de esos productos con desarrollo local.
—¿Cómo participan las diferentes asignaturas de estos proyectos?
—Con el profe de matemáticas, por ejemplo, utilizaban el teorema de Pitágoras para armar los invernáculos de la huerta en un espacio abierto o hacían los cálculos del volumen de producción para tener una proyección. Desde Ciencias Naturales, veían las reacciones químicas, por ejemplo, al usar una levadura o polvo de hornear, y al mismo tiempo, con la parte de Laboratorio, hacían el control de calidad de los productos elaborados, usando la tabla periódica y viendo para qué se usa.
—¿Cuál es el enfoque que sostiene la escuela sobre el ambiente?
—Nuestro enfoque es partir de una escuela con orientación en Ciencias Naturales, bueno, ¿desde qué ciencia? Como decía Carrasco, ¿ciencia para las empresas o para las personas? Ahí estamos hablando de ciencia digna. La escuela tiene que estar abierta a los saberes comunes, el docente tiene que ser aquel que ponga en palabras aquello que sucede, los problemas que suceden. Después nos ponemos a investigar desde ese lugar y no que sea la escuela la que trae la palabra suprema, porque, si no, la escuela reproduce este modelo de ciencia hegemónica. Lo que necesitamos es que la escuela sea la que le abra la puerta a los conocimientos que le llegan y desde ahí deconstruir y reconstruir esos saberes populares desde los saberes de la ciencia digna.
La pandemia en la huerta
—¿Cómo vivieron la pandemia en la escuela? ¿Qué lugar ocuparon estos proyectos?
—Durante la pandemia, todo esto se cayó, primero, porque no se podían producir alimentos dentro del Laboratorio para el kiosco. Pero la huerta sí funcionó y se utilizaba en las familias. Convocábamos a los pibes que no tenían comunicación por internet a que se acercaran a la escuela a trabajar con propuestas de enseñanza in situ, porque el año y medio de pandemia trabajamos la huerta agroecológica como principal eje de trabajo. Y eso lo articulábamos con la primaria que está cerca y son las mismas familias, entonces, en nivel inicial, primaria y secundaria, íbamos con la misma propuesta de enseñanza.
Desde el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, entregaban cajas de alimentos a las familias, pero eran envasados, industriales, justamente lo que nosotros ponemos en cuestión. Entonces, entregábamos semillas propias para que las familias pudieran llevar adelante huerta en sus casas, articulando con diferentes materias. Al mismo tiempo, trabajábamos el tema de la soberanía alimentaria y que la huerta de la escuela sea la muestra de esa experiencia.
—¿Qué otros proyectos hicieron en pandemia?
—También hicimos dos programas: uno de radio y otro que era un vivo semanal en las redes donde los pibes comentaban junto con docentes los temas que abordaban, por ejemplo, los incendios en Córdoba en plena pandemia, la cuestión de las mineras, todos los problemas relacionados con agrotóxicos de la soja. Y también salía otro programa en vivo con el INTA, donde a veces hacíamos conexiones con las familias que tenían sus huertas y comentaban y mostraban desde sus celulares lo que iban desarrollando.
—En este sentido ¿abordaron desde la enseñanza el tema de la pandemia en sí y sus relaciones con la problemática ambiental?
—Sí, eso fue clarísimo desde el primer día. Utilizábamos mucho los textos de Martín Crespi, cuentos como Rebelión en la Mega-granja porcina o Mundo Zombi para analizar la cuestión de la pandemia a partir de este modelo productivo. A la vez, la huerta nos sirvió para fortalecer la relación escuela-familia: nunca la escuela había tenido una relación tan fuerte con las familias. Las familias nos traían plantines para que reproduzcamos y repartamos a otras familias. Fue un fuerte arraigo y una relación incluso con vecinos.
Las vivencias de estudiantes y docentes
—¿Cómo responden o se apropian de estos temas los estudiantes de la escuela?
—Los chicos se convierten en expertos en el tema. En 2021 iniciamos proyectos con Cosensores, un grupo de investigadores con anclaje en las universidades de San Martín, UBA, para mapear la zona y que el grupo hiciera análisis de las aguas subterráneas y superficiales, y viera si aparecían químicos. Y ahí los pibes mostraban todo lo que sabían: en qué lugar se lavaban mosquitos, en qué lugar aparecían peces muertos. Los pibes se apropian, saben de qué les están hablando. Todo esto es una construcción que se va haciendo. Muchos son hijos de trabajadores rurales, al principio, sus familias veían con una sensación extraña poner en cuestión el trabajo que ellos hacían. Después, empezaron a aparecer los relatos, sorprendentes, acerca de la aparición de manchas en la piel, de los vómitos, tener que ir al hospital y que no entiendan bien qué pasaba. Cuando se ingresa en una situación de confianza y entendimiento de parte del otro, de que lo que está en juego es la salud y el cuidado, ahí empieza aparecer todo esto dentro de la misma escuela.
—¿Qué les dirías a docentes de zonas fumigadas que se encuentran ante el desafío de trabajar estos temas en sus escuelas?
—Que se entiendan como trabajadores de la educación, porque desde allí son uno de los principales afectados por este modelo, porque trabajan en una situación de riesgo permanente de su salud y la de sus pibes, y nosotros a los pibes tenemos que garantizarles sus derechos. Entonces, hay que empezar a trabajar con los protocolos que existen de escuelas fumigadas, trabajando con los pibes y familias desde esta idea del cuidado del cuerpo. Desde ahí, uno entra al tema, después, se pone en tensión el modelo, pero, primero, cuidemos la salud. Se trata de sentirnos parte, sentirnos afectados.
La Ley de Educación Ambiental Integral, un maquillaje o una oportunidad
—En mayo de 2021, se aprobó en Argentina la Ley de Educación Ambiental Integral (LEAI) que incorpora de forma transversal la cuestión ambiental en la currícula educativa, ¿qué opinión tenés de esta legislación?
—La primera incógnita con esta ley es si hay financiamiento para llevar adelante capacitaciones. Yo creo que no. Por otro lado, si aparece financiamiento, ¿para qué tipo de educación ambiental se va a destinar? ¿Es para juntar tapitas o es para poner en tensión el propio modelo que el Estado desarrolla? Si es una propuesta de sostenibilidad o de crecimiento indefinido que va a perjudicar nuestros bienes naturales desde los extractivimos. La Ley de Educación Ambiental es amplia, pero tampoco especifica que estas son las cuestiones a abordar, entonces es peligroso porque puede quedar en un maquillaje verde, lavado, en el cual justamente lo que uno intenta es hablar de soberanía y, específicamente, de soberanía alimentaria. Por otro lado, qué tipo de docentes comenzamos a formar para que tengan una visión soberana acerca de los bienes naturales de todes. Y qué pasa con los que ya fueron formados, porque hay una colonialidad que es muy difícil de romper, el extractivismo está impregnado culturalmente.
—¿Creés que puede ser una oportunidad para trabajar estos temas en el aula?
—Es una oportunidad para aquellos que vienen trabajando en este sentido, porque, habiendo una ley nadie, puede venir a cuestionarte cuando se habla, por ejemplo, de los agrotóxicos. Y eso se puede proyectar a cualquier problemática local. Pero hay que formar en ese sentido. Está la ley de educación ambiental, pero, ¿por qué tiene más peso la Educación Sexual Integral? El eje ambiental debería tener el mismo peso específico, sobre todo, cuando hablamos de derechos.
*Por Lucía Maina Waisman / Imagen de portada: Secundaria Cinco Saladillo.