Migración neorrural, colonialidad y luchas socioambientales en Córdoba
En las últimas décadas, las localidades serranas del interior provincial se convirtieron en el destino de migrantes que llegan desde las ciudades buscando retornar al modo de vida de generaciones pasadas.
Por Eliana Piemonte para UNCiencia
Durante las primeras décadas del siglo XXI, “irse a vivir al interior” pasó a integrar el horizonte de proyectos y posibilidades de vida de las clases medias urbanas y suburbanas argentinas.
“La migración neorrural invierte el itinerario ‘campo–ciudad’ de la migración típicamente moderna. Y lo hace no solo en su trayecto geográfico, sino también respecto a lo que buscan sus protagonistas”, subraya Julieta Quirós, investigadora del Instituto de Antropología de Córdoba (Idacor – UNC/Conicet).
En un trabajo publicado recientemente, Quirós explica que el neorrural pretende más un «regreso» antes que un «progreso»: desea retornar a las formas de antaño, a los modos en que vivieron las generaciones pasadas.
Producto de estos desplazamientos, apunta el artículo, llegan a vivir a las sierras de Córdoba personas con una gran variedad de ocupaciones y proyectos: profesionales, artistas, comerciantes, trabajadores manuales y artesanos.
Ciertos grupos son de corte más conservador –migrantes que huyen de la “inseguridad”, por ejemplo– y otros poseen abordajes más progresistas, en sus versiones izquierdista, anarquista, ecologista o new age.
También arriban quienes descubren o profundizan nuevas vocaciones, vinculadas a terapias y paradigmas espirituales alternativos; y quienes, con un capital, emprenden una pequeña o mediana inversión para el turismo. Además, artesanas y artesanos que siguen un circuito semanal de ferias de la zona, y, mayormente, quienes hacen un poco de todo eso.
Sin embargo, para la autora, esta aparente heterogeneidad es engañosa. “Aquello que, mirado de cerca, se presenta como un crisol de diversidad, desde una perspectiva más estructural, constituye una población evidentemente homogénea en sus orígenes, estilos de vida y, fundamentalmente, sus capitales económicos y culturales”, apunta Quirós.
“La población autóctona también percibe con claridad la homogeneidad de quienes llegan. Doña Framinia, ‘nacida y criada’ hace 60 años en la localidad de Mollar Viejo, lo sintetiza en una frase: ‘Viene gente estudiada y platuda’”, comparte la antropóloga.
“La migración neorrural pertenece a una malla permeable y escurridiza de clases medias –medias altas y chetas, medias medias, medias plebeyas y laburantes; medias metropolitanas, suburbanas y provincianas–, pero es decisivamente blanca”, agrega la autora.
El diagnóstico de Framinia, según Quirós, no solo señala la propiedad de —y la asociación entre— capitales escolares y económicos. También expone una historia social de desigualdad en la distribución espacial de esos capitales, es decir, una geometría de poder entre la ciudad (quienes vienen) y el interior (lugareños y lugareñas).
La tierra cambia de manos
Distintas áreas de las sierras de Córdoba atravesaron, en los últimos 20 años, una notable intensificación de la actividad turística. Municipios históricamente asociados a esa actividad ampliaron sus fronteras; y localidades que estaban fuera del mapa de los destinos vacacionales hoy forman parte de él.
“Si bien las consecuencias de este proceso son diversas e impactan diferencialmente en cada área, en términos globales, la ‘turistificación’ ha consolidado el mercado de tierras, con el consecuente incremento en la rentabilidad de la especulación inmobiliaria y financiera sobre el suelo”, explica la antropóloga.
La investigación muestra que el neorruralismo trae aparejado, sin proponérselo, un proceso creciente de (re)valorización de la tierra que implica, para buena parte de la población autóctona, efectos de desplazamiento y desposesión.
“El neorruralismo viene jugando un rol crucial como ‘fuerza dinamizadora’ del mercado inmobiliario en las sierras, porque ha comportado la multiplicación y molecularización de interacciones de oferta, demanda, negociación y compra-venta de fracciones de tierra”, señala Quirós.
La autora también comenta que la demanda y compra inmobiliaria (impulsada sobre todo por inversionistas, pero también por gente que llega para vivir en las sierras) han dinamizado los procesos de mensura, juicios de usucapión e inscripción catastral, en pos de consolidar dichos títulos en escrituras.
Cada uno de estos procesos implica altos costos profesionales y burocráticos, como también la irrupción progresiva de un código docto –el de los papeles–, cuya gramática suele violentar, atentar contra los criterios de justicia y justeza de arreglos, transacciones y cesiones de tierra, históricamente efectuados de palabra entre la población nativa.
“Son las personas forasteras quienes cuentan con los capitales económicos y culturales necesarios para lidiar exitosamente con ese código, lo cual abona condiciones de un potencial o progresivo desplazamiento de la población autóctona”, analiza la autora.
Las luchas individuales y las luchas comunes
“En la mayor parte de las localidades serranas, las personas que vienen de la ciudad son protagonistas visiblemente involucrados en el activismo ambiental. La población nacida y criada, en tanto, parece poco interpelada por esas iniciativas”, plantea Quirós en la publicación.
Sin embargo, su estudio le permitió comprender que no se trata de que la preservación del hábitat le resulte indiferente a las comunidades locales. “Sucede que al hablar del ‘monte’, ambos grupos se refieren a cosas muy distintas, porque la relación que cada uno de ellos ha vivido con el lugar es diferente”, aclara.
Para la antropóloga, los regímenes discursivos dominantes del ambientalismo tienden a representar un monte que, en el límite, es naturaleza sin cultura, porque no incluye la perspectiva de la población nativa y su modo de vida cotidiano y concreto. Ese modo de vida sui generis que no encaja enteramente en el imaginario de lo puramente “autóctono” o “campesino”, y que más bien se caracteriza por “hibridar” actividades rurales y urbanas.
El resultado es, por tanto, un esquema paradójico: las personas foráneas se instituyen en la voz principal de la preservación de lo autóctono (natural), las autóctonas (humano) se sienten forasteras de la causa.
“Quienes nacen y se crían en zonas serranas aprecian positivamente el cuidado que sus nuevos vecinos y vecinas tienen para con el entorno, pero no siempre comparten sus criterios. Sucede que para la población nativa el valor históricamente en falta no ha sido la naturaleza, sino el trabajo; su problema no ha sido la violencia urbana, sino la violencia económica”, describe la publicación.
Por esa razón, exceptuando casos extremos de depredación, aquella iniciativa que “da trabajo” es por definición bienvenida entre las poblaciones autóctonas.
“Las voces hegemónicas del ‘desarrollo’ aprovechan estas diferencias de experiencia histórica para crear posiciones excluyentes y estereotipadas, como preservación ambiental o crecimiento económico”, sostiene Quirós.
Desde una perspectiva antropológica y política, la autora propone que, para tornarse social y espacialmente más justo, el activismo por la preservación del monte nativo cordobés necesita simetrizar lo nativo natural y lo nativo humano, de manera de favorecer la participación e inclusión de las comunidades locales.
“Al ser protagonista fundamental de ese activismo y al convivir territorialmente en esas comunidades, la población neorrural tiene la extraordinaria oportunidad y la responsabilidad de propiciar ese desplazamiento, que debe ser tanto discursivo como sensitivo”, sintetiza.
En esa línea, la autora propone que el movimiento neorrural propicie políticas orientadas a mitigar o subsanar la profundización de desigualdades silenciosamente reproducidas por principios virtuales de igualdad, como aquellos clamados por las leyes del mercado y la ciudadanía.
“La reivindicación de la ‘autoctonía’ como condición creadora de derechos de posesión, de permanencia, de usufructo puede constituir un proyecto político a imaginar, ensayar y desplegar en las arenas públicas y en políticas gubernamentales concretas, como aquellas orientadas a reglamentar ordenamientos territoriales, por ejemplo. Tal vez sea este, también, un camino para producir una amplia y generosa defensa del monte nativo como patrimonio natural-cultural”, concluye Quirós.
El espacio geográfico no es una hoja en blanco
El cuadro descripto en la investigación de Quirós evidencia que existe una diferencia entre el espacio, como realidad material preexistente, y el territorio, como lugar donde se producen las relaciones sociales de poder y apropiación.
“El espacio geográfico no es una hoja en blanco donde todo puede ser hecho. En geografía, trabajamos el concepto de territorio como espacio de las relaciones de poder, como esa porción de tierra que es parte de la vida”, señala el geógrafo Joaquín Deón, del Departamento de Geografía, Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC.
El investigador remarca que en Córdoba los conflictos en torno al uso del territorio se han multiplicado. “Muchos se generan en torno al agua. Vivimos en un territorio árido a semiárido del chaco serrano y transición al espinal. Y así como los árboles tienen que buscar el agua muy en el fondo, para las comunidades también es costoso encontrarla”, sostiene.
“Está ocurriendo que cada vez se aceptan menos los términos ‘ambiental’ y ‘ambientalista’, porque se entiende que es el territorio y la vida comunitaria lo que prima en la necesidad de frenar el proceso de despojo que se vive, en la transformación, en el reverdecer de lo comunitario. Suena muy poético, pero cuando uno ve una asamblea vecinal discutiendo cómo quieren vivir, vemos que las discusiones que se generan son enormes”, cuenta Deón y agrega: “El ordenamiento territorial es la base de las decisiones acerca de cómo vivimos y cómo queremos vivir para tratar de revertir los despojos que genera el avance de la minería y el negocio inmobiliario”.
El investigador comenta que los procesos de despojo que han vivido las comunidades nativas, a partir del avance de la minería y el negocio inmobiliario, se dan desde los inicios mismos de la constitución del Estado.
“A principios del siglo pasado, el Estado desarrollista moderno traía a las sierras la minería. Para trabajar en ella, contrataba a las personas que vivían en el campo, con lo cual rompía la trama de la comunidad con las cuencas y el bosque”, cuenta Deón.
Según explica, cuando llegó el ferrocarril e inició el proceso de acaparamiento de tierras, muchas familias que residían en el territorio previo a la existencia del Estado, de repente se encontraron viviendo en un campo cuya propiedad era de gente que ni siquiera vivía en la zona.
Así ocurrió, según analiza el investigador, un proceso de acaparamiento multiterritorial, esto es, no solo de las cuencas y los bosques, sino también las múltiples corporalidades que habitan las sierras y pasaron a estar en la propiedad de alguien.
“Esas personas que vivieron siempre en las sierras, devenidos puesteros y puesteras de las estancias en las que se encontraron viviendo, mantienen una relación con el bosque nativo como parte de la relación con la vida: producen yuyos, producen carne de animales que tienen en sus campos, sostienen la molienda antigua, pero se les niega la propiedad de la tierra”, señala Deón.
Para él, la escisión con el paisaje que las mineras propusieron a la comunidad local, pagándole para romper el bosque, hoy la proponen desarrollistas urbanos tratando de reproducir paisajes de otros lugares en las sierras de Córdoba.
“Antes el capital proponía que las personas violenten el paisaje y así las separaban del mismo. Hoy, la escisión consiste en tratar de reproducir aquí paisajes de otros lugares, con lagunas artificiales y palmeras, en lugar de entendernos en la belleza de este territorio semiárido y sus arroyos”, dice el geógrafo.
El valor de lo inconmensurable
En un trabajo reciente, Deón junto a Sergio Chiavassa y Beatriz Ensabella explican la necesidad de una nueva concepción de las relaciones con la naturaleza, rechazando la mercantilización de los bienes comunes.
“El concepto de recursos naturales donde se incluye al agua está enmarcado en una visión utilitarista de la naturaleza que la equipara a una mercancía y, por lo tanto, está sujeta a procesos de explotación en un marco extractivista, que lleva muchas veces a la sobreexplotación de esos recursos, la contaminación y el despojo en algunos territorios, como sucede aquí en Córdoba”, explica Chiavassa.
En contraposición a esa visión utilitarista se erige el concepto de bien común, según apunta el texto del equipo de investigación. Los bienes comunes pertenecen a toda la sociedad y a cada integrante; son un patrimonio natural que no debe ser enajenado por el mercado porque su valor es superior a cualquier precio.
“El agua, por caso, tiene un valor inconmensurable. La declaración del acceso al agua como derecho humano, por parte de la ONU, sirve de apoyo para considerarla como un bien común. A su vez, cuestiona la propiedad y explotación privada del agua y de la naturaleza toda”, aporta Chiavassa.
Según el trabajo, las cuencas serranas son las que más cabalmente muestran los procesos de colonialidad interna que se viven en Córdoba y resumen territorialmente el despojo de la tierra y el monte.
“Los conflictos suscitados en la provincia en las últimas tres décadas se deben sobre todo a la baja disponibilidad de agua, debido a la apropiación del agua en explotaciones superficiales o subterráneas por parte de privados, y a las inundaciones provocadas en gran parte por los desmontes en las cuencas a manos de grupos desarrollistas inmobiliarios para apertura de calles y proyectos de urbanización cerrada de elite, complejos de cabañas y hoteles”, explican.
De acuerdo al trabajo del equipo, privilegiar el valor de uso de los bienes comunes sobre el valor de cambio también significa redescubrir el territorio. “Tanto como espacio de actividad económica, pero también de responsabilidad política y de intercambio cultural donde es posible construir otra racionalidad ambiental”, explica Ensabella.
Reflexionar junto a las voces de quienes luchan
Desde la experiencia de la Asamblea Traslasierra Despierta, Ana Szabó, estudiante del Doctorado en Estudios Sociales Agrarios (Centro de Estudios Avanzados, Facultad de Ciencias Sociales-UNC), comparte: “Hay temas que son conmocionantes y los pueblos se movilizan integralmente, eso da visibilidad al conflicto y posibilita ejercer presión”.
Szabó explica que las asambleas se convocan en espacios públicos y se discute en forma horizontal, creando una forma de lo político no estado-céntrica y multiforme que ha resultado exitosa para impedir grandes proyectos extractivistas.
“La masividad de las protestas permitió la cancelación de planes que afectan negativamente el ambiente y la sociedad, alcanzando en ocasiones la promulgación de leyes para su defensa, como la ley contra la megaminería en Córdoba y la resolución que controla los agroquímicos en Nono”, señala.
En ocasiones, los hechos se conocen por publicaciones oficiales, a veces por noticias periodísticas; en otras, ante los hechos consumados. “En general, las personas somos reactivas a cuestiones que van tomando estado público”, explica la investigadora.
Szabó cuenta que participar en las asambleas tiene un costo personal y familiar para quienes ponen el cuerpo. “Nadie quiere mostrarse en contra de las autoridades locales, por eso las luchas sociales se parecen a los ríos serranos: hay tramos caudalosos que se sumen en mantos de arena y parecen desaparecer, pero luego afloran con toda la potencia de la insubordinación”, señala.
Por otra parte, Szabó subraya que, si bien “las pequeñas luchas particulares visibilizan cuestiones a nivel local, los problemas con la minería, el agua, los incendios, las urbanizaciones, son comunes a toda Latinoamérica. Sin consulta previa, se somete a sus habitantes a los efectos de una explotación que se controla y dirige desde lugares distantes para el aprovechamiento de bienes naturales -agua, tierra, bosque, minerales, turismo- en manos de emprendimientos empresariales y del agronegocio localizados en centros urbanos nacionales o internacionales”.
La investigadora señala que, si bien la colonialidad del poder pone en riesgo el paradigma de lo colectivo, igualmente se consiguen formas inéditas de vincularse cuyo beneficio está en el hecho en sí, en que sucede y en que se dan formas deliberativas que producen decisiones basadas en la circulación de la palabra y en la construcción paulatina de acuerdos.
El río es la respuesta
El audiovisual El río es la respuesta interviene imágenes de paisajes de Córdoba que fueron modificados por las urbanizaciones, los incendios y la minería.
Partiendo de recuerdos sensibles sobre los ríos y sus usos sociales, el corto rescata voces de personas que habitan los territorios y luchan para que los ríos sigan existiendo.
A diferencia de lo que ocurre con la gente que reside en la ciudad, para los pueblos de las sierras, el agua tiene un valor inestimable.
“Tener agua no es llenar el tanque”, cuenta una de las voces del video y completa: “Si nos llenan el tanque, pero nos matan el río, le quitan la razón de ser a nuestros pueblos; el río tiene un intenso uso social”.
Los testimonios se alternan con paisajes sonoros y con relatos sensibles acerca de distintas maneras de habitar el paisaje, y son una invitación a reflexionar acerca de lo que está sucediendo en Córdoba.
*Por Eliana Piemonte para UNCiencia / Foto de portada: Santiago Infante.