Repsol en Perú: crímenes ecológicos en la “reconstrucción” del capitalismo español
Si la “reconstrucción” del capitalismo español se articula sobre la noción de diligencia debida y no se confrontan los intereses de las grandes empresas y fondos de inversión, seguirán sucediéndose casos como los de Repsol en Perú, El Corte Inglés y Mango en Bangladesh, Inditex en Marruecos o ACS en Guatemala.
Por Pedro Ramiro, Juan Hernández Zubizarreta, Erika González para Rebelión
Transición energética sin tocar a las eléctricas, movilidad sostenible sin tocar a las automovilísticas, rehabilitación de viviendas sin tocar a las constructoras, regulación de alquileres sin tocar al capital financiero, alimentación saludable sin tocar a las industrias cárnicas, nueva estrategia de acción exterior sin tocar a “nuestras empresas”. Los grandes empresarios respiran tranquilos, la patronal respalda al gobierno, las fuerzas de seguridad reprimen en ciudades y fronteras, la transición ecológica se queda en un greenwashing de saldo, las corporaciones y fondos de inversión transnacionales reactivan sus negocios y se disponen a recibir los dividendos de otro ciclo corto de crecimiento y acumulación.
Las propuestas para la “recuperación económica” nos teletransportan tres décadas atrás: más ladrillo, más turistas, más internacionalización empresarial. El Estado operando como garante del rescate permanente de las grandes compañías y bancos. Las multinacionales abanderando la “transformación y resiliencia” de la economía española para embolsarse los fondos europeos y huir hacia adelante. La especialización clásica del Spanish model tratando de resurgir con una mano de barniz verde y digital.
No hay capa de pintura, aun así, que pueda tapar la forma de operar habitual de las compañías que lideran la España-marca. Sus impactos socioecológicos nos retrotraen también a hace veinte años. En realidad, nunca han dejado de estar ahí: vertidos de hidrocarburos, contaminación de aguas y tierras, desplazamiento forzado de comunidades locales y pueblos indígenas, criminalización y hostigamiento de líderes sociales… El derrame de Repsol en Perú es el penúltimo ejemplo de que la responsabilidad social corporativa y la diligencia debida son conceptos que están muy bien para rellenar cientos de papers y seminarios, además de para dar color a las memorias anuales de las grandes empresas, pero no valen de nada para cambiar mínimamente su modus operandi.
De Colombia a Perú
En 2006, hicimos una investigación sobre los impactos de Repsol en Colombia. Para ello, las organizaciones sociales de Arauca, el departamento fronterizo con Venezuela en el que la petrolera tenía sus mayores campos, nos alojaron durante un mes en su sede en Saravena. Allí se refugiaban decenas de líderes sociales amenazados y desplazados de sus comunidades por la arremetida de la ofensiva entre paramilitares, ejército y grupos insurgentes. La semana pasada, la explosión de un coche bomba destruyó la sede.
Hace 16 años, buena parte de los dirigentes políticos y comunitarios más significados de la región habían sido judicializados por el Estado colombiano y estaban en la cárcel. Varios líderes sociales fueron asesinados por la brigada del ejército encargada de custodiar las instalaciones petroleras. Bajo el mandato del presidente Álvaro Uribe, coincidiendo con la entrada de Repsol en Arauca, el departamento registró los índices de violencia política más altos de todo el país. En ese contexto, asociada con la estatal Ecopetrol y con la transnacional estadounidense Oxy, operaba la multinacional de matriz española. En ese contexto sigue operando al día de hoy.
Casi nunca se han podido demostrar los nexos de las transnacionales extractivas con los grupos armados al margen de la ley ni con las fuerzas públicas de seguridad. Solo las disputas por el control territorial permitieron aflorar estas relaciones en otros casos, como los de BP o Drummond. Lo que sí pudimos comprobar, en el caso de Repsol, fue la coincidencia espacial y temporal de los intereses de la multinacional española con la arremetida de los paramilitares, el ejército y la policía contra las organizaciones sociales de la región. De manera análoga a lo que ocurría —y sigue ocurriendo— en el resto del país, los grupos armados legales o ilegales limpiaban la zona de opositores antes de que las compañías extractivas comenzaran con sus operaciones.
En los años 2006, 2008 y 2010, en tres audiencias celebradas sucesivamente en Viena, Lima y Madrid, Repsol fue denunciada ante el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP). Además de por sus impactos en Colombia, la transnacional fue acusada de operar en 17 resguardos indígenas en Bolivia, de contaminar el territorio mapuche en Argentina y el huaorani en Ecuador, de extender el proyecto gasífero de Camisea sobre cuatro áreas protegidas en Perú. En América Latina, los impactos ambientales de Repsol y las demás corporaciones minero-energéticas van desde las secuelas que han dejado los megaproyectos hidroeléctricos hasta los efectos del extractivismo en áreas de gran biodiversidad. En muchos de estos ecosistemas habitan diferentes pueblos indígenas que se ven afectados por la apropiación de sus medios de producción ancestral, la destrucción de zonas de elevado valor social y espiritual, la discriminación racial y cultural, el desplazamiento forzado de sus territorios.
Todos estos casos, puede leerse en la sentencia final del TPP, “deben ser considerados no aisladamente en su significación individual, sino como expresión de un muy amplio espectro de violaciones y responsabilidades que, por el carácter sistemático de las prácticas correspondientes, configuran una situación que ilustra con claridad el verdadero papel tanto de las transnacionales europeas como de la UE y sus Estados miembros”.
De las desinversiones al apoyo estatal
Tras la expropiación hace diez años de YPF, cuya adquisición a finales de los 90 llegó a convertir a Repsol en la mayor transnacional petrolera de América Latina, la multinacional española logró remontar el vuelo gracias a la combinación de una serie de factores: reducción de plantilla, fomento de la subcontratación, devaluación salarial y revisión a la baja de las condiciones laborales, desinversiones y ventas de activos, aumento de la presencia en paraísos fiscales, reordenación de negocios a nivel global. Lo mismo que hicieron en la pasada década, al fin y al cabo, el resto de las grandes empresas que lideran el capitalismo español.
Según su plan estratégico, Repsol pretende pasar de desarrollar operaciones en 26 países en 2020 a concentrarse en 14 un lustro después. La compañía se está adaptando a la transición energética —que, como suele decir Andreu Escrivà, se confunde interesadamente con la transición ecológica— y ha consolidado su entrada en el mercado eléctrico español. Para las grandes del Ibex-35, las desinversiones han sido fundamentales para sortear un contexto político-económico poco favorable para sus intereses; dicho de otro modo, les han servido para hacer caja, reducir deuda y rebajar costes. En buena parte de los países donde tuvieron fuertes conflictos sociales o ambientales, las multinacionales españolas terminaron por vender sus filiales. A finales del año pasado, Repsol vendió todos sus activos en Ecuador.
Pero no habría habido ninguna “recuperación” sin el apoyo de las instituciones estatales. El Estado, que siempre se ha constituido como el soporte político-económico fundamental para la expansión global de las grandes corporaciones, se ha vuelto ahora todavía más esencial para impedir las quiebras empresariales y hacer rentables las inversiones que demanda la nueva ola de “capitalismo verde”. Después del crash de 2008, la recuperación de los beneficios empresariales se articuló en base a tres pilares: la reactivación del ciclo inmobiliario-financiero, la potenciación de la llegada de turistas internacionales y el aprovechamiento de los réditos de la internacionalización acometida en las dos décadas anteriores. Sin olvidar que también fueron esenciales las inyecciones de liquidez por parte del Banco Central Europeo: Repsol y otras 14 compañías españolas se aseguraron compras de deuda por un valor de más de 10.000 millones de euros.
Durante la pandemia, y en el marco de la “reconstrucción” que se viene, el instrumento central para el sostenimiento de los dividendos empresariales ha sido el Estado. Avales del ICO a créditos bancarios, compras de pagarés empresariales, entrada en el accionariado de empresas estratégicas a través de la SEPI, más adquisiciones de deuda por parte del BCE, subvención de costes laborales con los ERTE, activación de nuevos nichos de negocio con el programa Next Generation. Repsol pretende movilizar 6.000 millones de euros, sobre todo con la burbuja del hidrógeno, gracias a los fondos europeos.
Los créditos bancarios concedidos a Repsol para las obras de ampliación de la refinería La Pampilla, origen del vertido de estos días en Perú, han sido asegurados por la Compañía Española de Seguros de Crédito a la Exportación (CESCE). Esta entidad público-privada, que cuenta con participación mayoritaria del Estado español en su accionariado, se dedica a responder por los riesgos de la expansión internacional de los negocios de las grandes empresas españolas. A través de los distintos tipos de seguros que han contratado las grandes corporaciones con CESCE, el Estado ha asumido un riesgo superior a 13.000 millones de euros por los negocios privados de empresas como Repsol, Abengoa, Elecnor y Técnicas Reunidas; y bancos como Santander y BBVA.
Cada vez que las multinacionales españolas han estado en el centro de conflictos que pudieran poner en peligro sus ganancias, el Estado ha acudido al rescate. Cuando en 2012 el gobierno de Cristina Fernández decidió nacionalizar su filial argentina, tanto el ejecutivo de Rajoy como la oposición liderada por Rubalcaba, junto con los grandes medios de comunicación, salieron al unísono a defender a Repsol. Hasta ahora, sin embargo, en la mayoría de los medios, partidos y sindicatos españoles, solo ha habido silencio e indiferencia ante los graves impactos sobre el medio ambiente y las vulneraciones de los derechos de las comunidades locales afectadas por Repsol. La embajada de España en Perú ha lamentado los efectos del vertido provocado por “una compañía española”.
De la RSC a la diligencia debida
“No creo que seamos colonizadores ni conquistadores ni nada parecido. Yo creo que España, cuando llegó a aquel continente, lo liberó de un poder brutal, salvaje, caníbal”, decía Toni Cantó refiriéndose a América Latina para calentar el último 12 de octubre. La recuperación del discurso de la colonia y la escalada verbal de aquellos días se entiende básicamente en clave interna, para consumo propio en la guerra particular de la derecha por ver quién es más trumpista. De hecho, este discurso neofascista impulsado por la internacional reaccionaria resulta contrario a los intereses de las multinacionales españolas, que llevan años tratando de huir de la imagen de colonizadores que saquean el continente. La defensa de los negocios de la Marca España no suele pasar por una visión imperialista: desde hace cuatro décadas, todos los gobiernos españoles han impulsado la expansión de las grandes empresas con el mantra del crecimiento, el empleo, el desarrollo sostenible y la “responsabilidad social”.
Lo que ocurre es que, con razón, se ha extendido por todo el continente la percepción de que las grandes corporaciones son las máximas responsables de la desregulación del mercado laboral, el expolio de los bienes naturales, la privatización de los servicios públicos, el desplazamiento de los pueblos indígenas o el deterioro de los ecosistemas de la región. No es solo que las mayorías sociales no accedan por el mito del “efecto goteo” a los dividendos del proceso de expansión de estas compañías, es que una y otra vez se ven directamente afectadas por los impactos socioecológicos de sus negocios.
La deslocalización de las operaciones de las grandes empresas por todo el mundo es tan importante para rebajar costes laborales como para desdibujar los contornos de sus responsabilidades legales. Repsol opera en Colombia a través de filiales y subcontratas, así puede desligarse de cualquier compromiso con las poblaciones afectadas por sus actividades en el contexto del conflicto armado. Repsol echa la culpa del derrame a las instituciones públicas de Perú por no dar la alerta a tiempo. Y mientras dice en su web que “aseguramos la gestión proactiva del riesgo en todo el ciclo de las actividades con objeto de prevenir daños en las personas y en los bienes, minimizando el impacto sobre el entorno”, la compañía ha externalizado en pésimas condiciones las tareas de limpieza del vertido, ya que ni siquiera dispone de equipos propios especializados para hacerlo.
Hace décadas que se vienen demandando normas internacionales para juzgar a las empresas transnacionales. Pero todas las propuestas, desde los años 70 hasta hoy, se han ido obstaculizando con una mezcla de argumentos técnicos y pragmáticos. Primero vino el auge de la responsabilidad social corporativa y los códigos de conducta, que entronizaron el soft law y los mecanismos de autorregulación. Después llegó el bloqueo de cualquier norma que pudiera resultar mínimamente vinculante y la colonización de la voluntariedad en el seno de Naciones Unidas. Luego, la reforma de las legislaciones nacionales que pudieran contemplar grietas por donde colarse para controlar a las transnacionales, como sucedió en España con la modificación de la jurisdicción universal.
Más tarde, se impidió el avance del instrumento internacional jurídicamente vinculante en la ONU con la justificación del “consenso” y se promovió la diligencia debida, con la unilateralidad como elemento central de las propuestas pseudonormativas que se están barajando en la actualidad. En todo este bloqueo de la posibilidad de instaurar mecanismos efectivos para controlar a las transnacionales ha sido fundamental el rol jugado por la Organización Internacional de Empleadores y la Cámara de Comercio Internacional, que actúan como los agentes principales del boicot normativo al respeto de los derechos humanos.
Y en esas estamos: todavía tendremos que esperar que, porque una directiva europea obligue formalmente a las grandes compañías a tener planes de riesgos para evitar los impactos de sus operaciones, estas vayan a cambiar su forma de actuar. Este tipo de planes de diligencia debida, por sí solos, no son un pequeño avance ni un primer paso, ni sirven para la defensa de los derechos humanos. Otra cosa bien diferente es que fueran incluidos como un elemento adicional dentro de una ley marco que contemplase mecanismos efectivos de evaluación, seguimiento, control y sanción. Un primer paso, para empezar, sería que Repsol cumpliera directamente las normas internacionales sobre derechos humanos y medio ambiente, tal y como ocurre con los acuerdos de comercio e inversión.
De los crímenes ecológicos al fin de la impunidad
Repsol ha provocado un desastre ecológico en Perú. Repsol es responsable de un crimen ecológico internacional. Repsol, tanto sus directivos como la propia empresa, debería ser juzgada en tribunales nacionales e internacionales.
La presencia de las grandes empresas españolas en América Latina no puede entenderse sin el apoyo permanente del Estado español: una gran alianza público-privada que blinda los negocios de multinacionales como Repsol, pero se pone de perfil a la hora de exigirles responsabilidades. La exigencia de obligaciones extraterritoriales a las grandes compañías no encalla por un problema de técnica jurídica, sino de voluntad política.
Una propuesta técnicamente viable para avanzar en esta línea son los Principios de Madrid–Buenos Aires, que tipifican los crímenes económicos y medioambientales de persecución universal, y que ahora deberían aplicarse a la multinacional española. Estos principios incluyen la explotación ilícita de bienes naturales que afecten gravemente a la salud, a la vida o a la convivencia pacífica de las personas con el entorno natural, así como la destrucción irreversible de ecosistemas. En base a los mismos, casos como el de Repsol entrarían dentro de la categoría de ecocidio y podrían ser juzgados aquí.
Las actuales expresiones normativas fundamentadas en la diligencia debida, sin embargo, dejan en la impunidad el crimen ecológico internacional cometido por Repsol. De ahí que siga siendo imprescindible, como dice la resolución aprobada en 2014 por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, que se instauren normas universales de carácter vinculante para plantear controles y sanciones a las empresas transnacionales más allá de dónde sitúen su domicilio fiscal. En la misma línea que lo que exigió Salvador Allende ante la asamblea general de Naciones Unidas en 1972, si cabe aún con más fuerza ante la aceleración de la expansión del poder corporativo en estos cincuenta años, es necesario un tratado internacional para controlar crímenes como los cometidos por Repsol, que incluya una corte mundial para sancionar la impunidad corporativa.
En el ámbito estatal, la propuesta de ley sobre empresas y derechos humanos que el gobierno español prevé presentar este año —así ha sido incluida en el Plan Anual Normativo— debe sustituir la centralidad de la diligencia debida por propuestas claras y precisas que aborden el control de las prácticas internacionales de las empresas transnacionales. La exigibilidad y la justiciabilidad tienen que desplazar a la unilateralidad, pieza esencial de la diligencia debida. Ha de reafirmarse la primacía de las normas de derechos humanos sobre las reglas de comercio e inversión, a la vez que los derechos sociales, laborales y ambientales deben dejar de ser considerados por Estados y empresas como “desventajas competitivas”.
La futura ley tendría que incluir también el cumplimiento directo por parte de las empresas transnacionales de las obligaciones internacionales de derechos humanos y medioambientales; la triple imputación —penal, civil y administrativa— de las personas físicas y jurídicas que tomaron la decisión incriminada; la responsabilidad solidaria de las multinacionales por las actividades de sus filiales, proveedoras y subcontratistas; los mecanismos efectivos para la reparación de los daños sufridos por las víctimas y un centro de empresas que sustituya las auditorías privadas por la investigación público-social. Si quiere proteger a las víctimas de las violaciones de derechos humanos cometidas por las empresas transnacionales, el Estado español debe codificar sus obligaciones extraterritoriales al respecto.
En los últimos veinte años, la voluntariedad y la unilateralidad empresariales han sido funcionales para dejar en el limbo las responsabilidades de las grandes corporaciones en el cumplimiento de las normas de derechos humanos y medioambientales. Durante todo este tiempo, las organizaciones sociales y las plataformas de personas y comunidades afectadas han presentado múltiples propuestas en numerosos foros internacionales para poner fin a la impunidad corporativa que pueden servir de ejemplo para establecer los criterios fundamentales de esa nueva ley española. Si la “reconstrucción” del capitalismo español se articula sobre la noción de diligencia debida y no se confrontan los intereses de las grandes empresas y fondos de inversión, seguirán sucediéndose casos como los de Repsol en Perú, El Corte Inglés y Mango en Bangladesh, Inditex en Marruecos, BBVA en Colombia, Elecnor y Enagás en México, ACS en Guatemala… ¿Seguirán quedando impunes estas graves vulneraciones de derechos? ¿La ley española permitirá que la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición se impongan ante tanta impunidad? Todo lo que no sea avanzar por esta senda será entrar, con Repsol, en el túnel del tiempo.
*Por Pedro Ramiro, Juan Hernández Zubizarreta, Erika González para Rebelión / Imagen de portada: Ramón P. Yelo.