Imperativo de la “vida saludable”: hipocondría y medicalización
Por Edu Benítez para Revista Almagro
Más allá del contexto de pandemia, la utopía de la salud perfecta -apoyada en la posibilidad de intervención quirúrgica, genética, farmacológica- se impone como horizonte del paradigma sanitario que hoy rige y modela nuestras prácticas. La vejez entendida como trastorno, el llamado moral a cuidar y estetizar el propio cuerpo equiparando a la salud con la belleza, la cosmética y el fitness como promesa de bienestar, la posibilidad de tratarse a uno mismo molecularmente. Estas son algunas de las cuestiones que componen el imperativo de la vida saludable; tema en el que viene trabajando hace años Pablo “Manolo” Rodríguez.
Doctor en Ciencias Sociales (UBA) e Investigador del CONICET, en 2019, Manolo editó su trabajo Las palabras en las cosas: saber, poder y subjetivación entre algoritmos y biomoléculas (Cactus), y junto a Flavia Costa, publicó en 2017 el libro La salud inalcanzable (Eudeba). En este último, ambos autores describen y analizan -a través de recorridos teóricos y el estudio de casos concretos- la vinculación entre salud, belleza y juventud que reina en nuestras sociedades. Sus trabajos describen un cambio de paradigma en torno a la salud que ya no tendría que ver con evitar que nos enfermemos, sino en optimizar la vida, erradicando todo riesgo. Un escenario que se configura como efecto de nuevos saberes médicos y científicos (inmunología, genética) que aparecen atados a un cada vez más robustecido andamiaje cultural donde juegan los discursos de autoayuda, las terapias alternativas, la medicina oriental como elementos también centrales. A simple vista, pareciera que lo que se viene construyendo desde hace unas décadas es un panorama contrario al bienestar ideal que se pretende buscar. Tal vez por eso Manolo afirme, en la conversación que sigue, que “hipocondría generalizada y medicalización indefinida son los modos en los que se expresa la salud inalcanzable”.
—¿Por qué aparece una particular obsesión por la salud en las últimas décadas?
—Primero, creo que es interesante pensar la obsesión por la salud en el marco de esta pandemia. Durante todo el tiempo que investigué este tema, no tenía en el horizonte una situación de este tipo, que reconfigura la cuestión. Más que obsesión por la salud, hoy el imaginario social está atravesado por la peste, por la muerte, por el miedo. Dicho esto, creo que esta obsesión, que sigue y seguirá más allá de la pandemia, tiene que ver con el hecho de que desde hace 50 años se promete que todo lo relativo al cuerpo y al bienestar son hechos modificables. Desde la biología molecular hasta las cirugías estéticas, se plantea que ya no hay algo “normal”, inmodificable, del carácter material y biológico de nosotros mismos. Esto hace que la salud sea algo “inalcanzable”, como decimos en el libro que editamos con Flavia Costa, porque siempre hay algo que se puede modificar. Seguramente esto expresa un “malestar en la cultura” cuyo origen desconozco. Si es cierto que hay promesas de modificación infinita, lo que también tenemos que explicar es por qué se vuelven relevantes esas promesas, qué es lo que nos impulsa a seguirlas y no a dejarlas meramente en el terreno de lo científico, lo técnico o lo médico.
“Es gracias a una promesa de modificación infinita que la vida misma, en sus procesos, siempre está en falla con algo que sería ‘saludable’”.
—¿Cuándo y de qué manera se vuelven centrales la información y la biología molecular en función del imperativo de la vida saludable?
—La biología molecular ha creado un verosímil científico y técnico que dice que, en el nivel molecular, es posible modificar muchos procesos que ocurren en el cuerpo y que, además, es posible identificar otros tantos procesos que no se manifiestan fácilmente, pero que tienen efectos a largo plazo y por los cuales es necesario actuar ahora. La noción de enfermedad genética es un caso prototípico, así como lo es que haya tratamientos infinitos contra el envejecimiento como si fuera una enfermedad y no un proceso biológico. Creo que la ingeniería genética, las diversas biotecnologías, con sus enormes complejidades y corrientes que se ramifican, buscan en la idea de la información genética un lugar en el que lo viviente se vuelve blanco de transformaciones como si se tratara de un circuito integrado o del motor de un auto: un hecho natural completamente transformable por medios técnicos, como plantea hoy en día la disciplina de la biología sintética. La información vendría a ser algo así como el lugar donde se puede transformar la historia y la evolución de un ser vivo, algo que trae muchos problemas epistemológicos para la propia biología molecular porque no está claro, aún, hasta dónde se puede llegar, qué es realmente la información, dónde está alojada (muchos años diciendo que es en el ADN, pero ya se plantean otras opciones). Pero también trae problemas para la concepción de la salud y del cuerpo saludable, porque es gracias a esa promesa de modificación infinita que la vida misma, en sus procesos, siempre está en falla con algo que sería “saludable”.
“Los genes se expresan, los linfocitos reconocen agentes patógenos, existen comunidades y sociedades de biomoléculas. O sea: las biomoléculas hacen cosas tan extraordinarias que han sido antropomorfizadas”.
—¿Qué rol cumplen el Estado y las estrategias publicitarias y mercadotécnicas en el impulso de este interés por la vida saludable? En el libro, se habla de una “furia legisladora”…
—Cumple un rol fundamental y esto desde los años 1940. Es algo que explicó muy bien Foucault: aparece la idea de que el individuo debe velar por su propia salud y que el Estado lo va a acompañar. Esto genera una economía política de la medicina, decía él, que luego impulsa a las estrategias que vos mencionás, todas ellas además retroalimentadas por el Estado, que en función de garantizar cada vez más derechos a la salud y promover justamente esa economía política (sería ingenuo pensar que lo hace solo porque persigue “el bien común”; no existe mercado sin Estado que lo estructure), procede a legislar. Basta ver la cantidad de leyes que fueron aprobadas en las últimas dos décadas para darse cuenta de esta situación, algunas realmente loables, porque no estamos diciendo que esto esté “mal”, sino ver de dónde procede y dónde puede terminar. Esa sería la “furia legisladora”.
—¿Cómo se asocia todo esto con la atención puesta en la apariencia y por qué ser “joven, sano y bello hoy es una promesa” de las democracias contemporáneas?
—Justamente porque al tratar casi todo lo natural como modificable, se busca un discurso del origen en el que todo puede ser casi eterno, diríamos. Lucien Sfez en La salud perfecta ha hecho un gran análisis de esta promesa de pureza. Quizás en otra sociedad, la imagen ideal habría sido la de la ancianidad, porque trae sabiduría, no sé… Entonces, buscaríamos ser viejas y viejos. Pero dado el juvenilismo que anima a la cultura occidental, al menos, desde hace más de medio siglo, la idea de salud y de belleza, que han convivido en otras épocas, se asocia con la de juventud en la medida en que son tres estados que pueden ser alcanzados técnicamente. La obsesión por la salud sería, en este sentido, la búsqueda del cumplimiento de esa promesa. El problema es que siempre nos van a correr un poco la silla y siempre va a haber algo más “saludable” que lo que hay. Esto es lo que Foucault llamaba normalización: no que exista una norma a la que nos tendríamos que plegar, sino que esa norma se desplaza todo el tiempo.
“Siempre estaremos algo enfermos porque siempre habrá algo que tendremos que corregir en pos de alcanzar nuestro propio bienestar”.
—¿Podrías describir cómo se fue configurando el sí mismo biológico del que hablás en tu libro y de qué modo ese sí mismo biológico está espiritualizado?
—La idea del sí mismo biológico pertenece al investigador inglés Nikolas Rose. Yo tomé esta imagen para analizar cómo operan la inmunología y la genética a la hora de construir sus objetos de estudio. Lo que hacen, a través de la idea de información, es de alguna manera “humanizar” lo biológico: los genes se expresan, los linfocitos reconocen agentes patógenos, existen comunidades y sociedades de biomoléculas. O sea: las biomoléculas hacen cosas tan extraordinarias que han sido antropomorfizadas. Por eso, habría un sí mismo que no es el de la conciencia. El cuerpo sabe cuándo hay un agente externo sin pasar por lo que nosotros, seres conscientes, calificamos como una amenaza. Hay una extrema inteligencia de las biomoléculas. Dicho esto, digo que ellas son espiritualizadas porque no dejan de ser eso, moléculas, con las cuales establecemos una relación de diálogo, porque le asignamos esa gran inteligencia que nos enseña la biología molecular. Creo que la imagen que mejor resume esto es la idea de que “entrenamos nuestro cerebro”. El cerebro es algo material; otra cosa es la mente, o el alma, o la conciencia. Si yo le digo a alguien de 1940 que “entreno mi cerebro”, me mirará como a un chiflado: o te entrenás vos, ves cómo tus músculos o tu materialidad se altera por una operación espiritual que vos realizás, o tu cerebro realizará modificaciones materiales, pero no será él quien se entrena. Decir que “entreno mi cerebro” equivale a decir que el cerebro es un ser vivo con el que mantengo una relación, más que una parte material de mí mismo que, sin dudas, es central para que yo tenga una conciencia, pero no es la conciencia misma.
—¿Cómo se relacionan los modos de subjetivación neoliberal con este imperativo del bienestar y el monitoreo permanente que hacemos de nuestro cuerpo a través de dispositivos técnicos?
—Más allá de todo lo que conocemos del neoliberalismo en su faz macroeconómica, lo que investigó Foucault y mucha gente después de él es cómo la doctrina neoliberal sostiene que el tema de la economía es el deseo, no los bienes, y cómo todo el terreno afectivo, privativo de una persona en su intimidad, en realidad, debería formar parte de un espacio de inversiones, gastos y perspectivas de orden económico. Dicen los neoliberales que el afecto de una madre o padre hacia su hijo es una inversión. En sí, la idea es provocadora, interesante, pero ellos la usan para extender el análisis económico hacia la subjetividad. Entonces, de ahí, hay solo un paso para pensar que cuando uno sale a correr, y se trackea cuántas calorías consume, qué tal va su ritmo cardíaco y cuánto corrió la gente que tengo en la app de running, está invirtiendo en uno mismo, en su bienestar. Y ese bienestar no es estar tranquilo y feliz con lo que se hace, aunque eso también está presente (“salís a correr porque te hace bien, te sentís mejor”), sino con la promesa de que eso tendrá su rédito en una buena salud futura. Los dispositivos técnicos nos ayudan a medir nuestra salud y, al hacerlo nosotros mismos, seríamos los protagonistas de nuestro propio bienestar.
“Hipocondría generalizada y medicalización indefinida son los modos en los que se expresa la salud inalcanzable”.
—¿Cómo entra a jugar en esta situación el par hipocondríaca-medicalización?
—La pregunta es si esto es realmente bienestar, estar bien. Por un lado, los discursos terapéuticos actuales nos invitan a aceptarnos tal como somos para que no suframos innecesariamente; por el otro, nos incitan a cambiar todo el tiempo, corregir lo que está mal, estar cerca de nuestras sensaciones y no mentirnos. Así, entonces, el bienestar está asociado con la libertad. Sin embargo, nadie diría que alguien que siente que tiene que drogarse fuertemente y abandonarse está siguiendo algo muy propio de sí: más bien, está enfermo. Y vamos a extender esto y decir, entonces, que siempre estaremos algo enfermos porque siempre habrá algo que tendremos que corregir en pos de alcanzar nuestro propio bienestar. Esto está en la base de una hipocondría generalizada (algo debo tener) que se soluciona con una medicalización indefinida (algo me lo va a curar). Esta medicalización indefinida no está dada solo por medicamentos o pastillas, sino, sobre todo, por discursos terapéuticos que intentan tomar para sí cosas que antes no eran alcanzadas por este tipo de discursos. Un modo de vida no es un medicamento. Sin embargo, todos estos discursos se concentran en corregir modos de vida. Hipocondría generalizada y medicalización indefinida son los modos en los que se expresa la salud inalcanzable y la normalización infinita de la que habla Foucault.
—¿En la búsqueda de qué horizonte de salud estamos situados?
—Un horizonte indefinido: un bienestar que, porque nunca se alcanza, se transforma en un malestar. Al final, nunca voy a estar bien conmigo mismo porque siempre tengo algo que corregir. Se trata de un andamiaje cultural para el cual siempre estamos en falta respecto de nosotros mismos, nunca nos alcanzamos en nuestro centro.
*Por Edu Benítez para Revista Almagro / Imagen de portada: Mariano Campetella.