La lógica de los vándalos
Por Gabriel Montali para La tinta
No quiero comenzar a escribir por donde debería comenzar. Prefiero hacerlo a partir de una escena que no podemos perder de vista. Es sábado, media tarde, frío tenue del invierno cordobés en la era del barbijo. Tres personas intentan bajar la bandera del Orgullo en el parque Sarmiento (no fuese cosa de que Domingo Faustino se viese plastificado en tela multicolor). Una veintena de caminantes, sorprendidos, intentan frenar el atropello. Intervienen dos policías que impiden al triunvirato de una supuesta patria arriar el símbolo del mundo plural en que queremos vivir y que, confiamos, no anda demasiado lejos. Dos de los vándalos sobresalen: uno por su campera militar; el otro, por sus anteojos negros bien milicianos que recuerdan un viejo tema de Los Twist: señores de anteojos negros, bien peinados, bigote parejo, voz latosa, gesto ampuloso; ese lenguaje de la estridencia que es el sello distintivo de todo lenguaje fascista. Viendo que fracasaba su acción “patriótica”, de argentinidad al palo, de nacionalismo de pelotero, el sujeto de lentes exclamó fervientemente al público con tono de redoble y de corneta: “A ver, los ciudadanos argentinos, ¿quieren que se baje esta bandera?”; la respuesta, contundente, coronó el patetismo de la escena: “¡Nooooooo!”.
Hay que estar en la piel de ese sujeto, general en años de otoño recibiendo semejante cachetazo. Es como para un pasaje de novela: “El mundo que tenías, macho, se fue perdiendo. Se ha vuelto polvo del olvido”. Debería ser una regla para todos los mortales: entregarse a esa repentina soledad a la que nos empuja el tiempo cuando ya no nos pertenece.
Pero que la escena no tape el marco. La placa conmemorativa de la bandera decía “construir una sociedad cada día más inclusiva, igualitaria y respetuosa de las diferencias”. La placa, hoy, está rota; la destrozaron después de emprender a cadenazos contra los pibes y pibas que el domingo intentaron impedir, pacíficamente, y esta vez sin éxito, un nuevo atropello.
La placa y la bandera multicolor habían sido instaladas durante un acto oficial, realizado el viernes 26 de junio, en el que el intendente de la Municipalidad de Córdoba, Martín Llaryora, tuvo un gesto hacia la comunidad LGBTIQ+ debido a que el domingo se celebraba el Día Internacional del Orgullo.
Parte de los manifestantes que vandalizaron el monumento fundamentaron sus actos en su condición de excombatientes de Malvinas, como si esa condición, o cualquier otra, habilitara el atropello de derechos en nombre de valores particulares que se asumen, por una operación autoritaria disfrazada de patrioterismo, como la condición universal y natural de las cosas; herencia permanente de la dictadura que no acaba de irse.
Sin embargo, la condición de excombatientes no fue la única excusa en la que se ampararon los vándalos y tantos entusiastas que intervinieron en redes sociales. El argumento principal de la protesta fue que el intendente había obrado en contra de las normativas, que supuestamente impiden reemplazar la bandera argentina por otra en los establecimientos públicos. Para revisar este curso acelerado de protocolo y ceremonial en el que se graduaron, en media hora, los profetas del odio, La tinta hizo los deberes que la profesión manda y este es el resultado.
¿Qué dice la normativa?
Según el abogado Horacio Etchichury, doctor en Derecho y Ciencias Sociales y docente de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, los manifestantes que removieron la bandera no sólo no estaban autorizados para hacerlo, sino que la destrucción de la placa conmemorativa constituye “un hecho violento sobre un objeto de propiedad pública”, hecho que, por cierto, está siendo investigado por el fiscal Raúl Garzón, quien calificó lo sucedido como “un acto de intolerancia que no debe de ninguna manera existir”.
En diálogo con La tinta, Etchichury brindó más precisiones que invalidan el argumento de la supuesta infracción municipal por el cambio de insignia: “En cuanto a la discusión legal, nadie logró invocar alguna disposición que prohíba a la Municipalidad utilizar esa bandera para promover la conciencia sobre los derechos del colectivo de la diversidad”. A ello agregó: “La ley 23.208 nada dice al respecto. Por otra parte, la normativa más reciente sobre la materia (ley 27.530, aprobada en noviembre de 2019) obliga a exhibir la bandera oficial en distintos ámbitos públicos (artículo 2), pero no incluye a los parques”. Por lo tanto, “si se hubieran colocado en el mismo ámbito (el mismo mástil o en mástiles vecinos) la bandera de la diversidad y la bandera oficial, sí hubiera correspondido darle prioridad a ésta última. Pero esta regla tradicional de protocolo no se aplica a lo ocurrido en el parque Sarmiento, porque allí no hubo exhibición conjunta de banderas”.
En el mismo sentido se expresó para esta nota Carla Avendaño, doctora en Relaciones Internacionales, especialista en temas de protocolo y ceremonial y Secretaría de Investigación y Extensión de la Universidad Nacional de Villa María.
“Por cuestiones de normas protocolares, no se podría haber izado la bandera de la diversidad junto con la bandera nacional en el mismo mástil. Pero si un mástil se usa para subir otra enseña u otro emblema, no hay ningún problema. Por eso, si se decide por un decreto o normativa que ese a mástil se asigna a tal emblema o bandera, no tiene por qué haber conflicto”.
Otra especialista consultada, que prefirió preservar su identidad, recordó que el parque Sarmiento lleva ese nombre por una tradición social, y no por una designación oficial. Y aunque allí flamea habitualmente la celeste y blanca, nada impide colocar otra bandera: “No hay ley alguna que diga que donde hay un mástil debe flamear la bandera argentina”. Al mismo tiempo, la especialista remarcó que iniciativas similares se vienen llevando a cabo sin inconvenientes en otras ciudades del país, como Villa Nueva, Laboulaye, Mar del Plata, Neuquén y La Rioja. A ello cabría agregar que numerosos Estados de todo el mundo aplican y han aplicado las mismas disposiciones, detalle que puede corroborarse con una rápida búsqueda en Internet.
El análisis de estos y estas especialistas sintoniza con las propias declaraciones de Miguel Siciliano, secretario de Gobierno de la Municipalidad de Córdoba. En diálogo con La tinta, el funcionario afirmó que el intendente en ningún momento obró en contra de las normativas, y añadió: “La discusión que plantean los manifestantes es falsa. Podríamos haber puesto cualquier otra bandera: la del Vaticano, la bandera rosa que simboliza la lucha contra el cáncer de mama. El problema no fue el cambio de bandera sino la bandera que colocamos, lo que nos muestra todo lo que nos falta para ser una sociedad inclusiva”.
Para dar cierre a las controversias, Siciliano confirmó que la gestión de Llaryora erigirá un centro cultural destinado al debate sobre la diversidad de género. El instituto estará ubicado en uno de los edificios del parque. Allí, el símbolo multicolor flameará de manera permanente.
La propuesta es un intento de salida decorosa ante la circunstancia de haber cedido al reclamo antiderechos de una minoría violenta, que logró que la insignia del Orgullo fuera reemplazada por la celeste y blanca en las primeras horas del lunes, dejando al municipio en una posición de debilidad frente a un reclamo autoritario.
El discurso esencialista
La lógica de este tipo de actos peina canas en nuestro país y se resume en el siguiente razonamiento: la nación se funda en valores supuestamente universales que –desde el vamos– nos contemplan a todos y que, por ello, además de indiscutibles representan una guía a la que debería ajustarse la conducta y el pensamiento de todos los ciudadanos y ciudadanas. La Constitución, sin embargo, contempla que en nuestra sociedad existe una pluralidad de credos, identidades e ideologías que incluso exceden los criterios en los que se funda la nación, que suelen ser más restrictivos que la realidad que la habita.
La nación es una construcción arbitraria. Es el resultado de un proceso histórico y cultural, antes que una herencia divina o surgida de un orden natural de las cosas. De ahí que, en una sociedad democrática, el Estado tenga la obligación de reconocer esa pluralidad y obrar en consecuencia para equiparar derechos, desde la evidencia de que vivimos en sociedades desiguales cuya complejidad, además, se ha incrementado en el pasaje hacia el siglo XXI, producto de las inmigraciones y otros fenómenos derivados de la globalización.
La visión democrática en la que se sostiene nuestra ley es la del reconocimiento de esa compleja diversidad que nos habita, al punto que desborda el imaginario nacionalista y exige, por parte del Estado, un comportamiento acorde al incremento de derechos, a la búsqueda de mayor igualdad, cosa que el Estado no siempre practica.
Los vándalos, en cambio, tienen un razonamiento selectivo: así como atacan al Estado supuestamente autoritario cuando amenaza la sacrosanta propiedad privada, profesan un estatismo riguroso cuando alguna acción pública o privada ofende principios y valores que en teoría nos contemplan a todos. Curioso caso de coherencia democrática: en nombre de una moral se invalida cualquier otro principio que habite la multiplicidad identitaria de nuestro territorio. En otras palabras, se trata de una moral trucha y etnocéntrica, porque define como “la moral”, única y verdadera, sólo aquello que se parece a lo que cada individuo piensa.
Por eso no sorprende que mediante una maniobra esencialista –es decir, sustentada en un origen natural o divino de las cosas–, esa cosmovisión autoritaria disponga para quienes no se ajustan a ella un lugar muy claro: el de la amenaza, el del enemigo a batir.
Nuestra cultura cuenta con una enorme cantidad de términos que recuerdan el castigo que espera al disidente: “negro”, “puto”, “feminazi”, “planero”, etcétera. Todas deformaciones lingüísticas empleadas para designar lo supuestamente no natural o no normativo. Se trata de adjetivos sustantivados: no designan la propiedad de una cosa, sino la cosa misma; y lo que es peor: designan a un sujeto convertido en cosa, a una humanidad cosificada como representación de un mal a combatir.
No hay argumento legal, moral, nacional, identitario, religioso, o de cualquier tipo que sea, que avale el atropello que sufrió el gesto de reconocimiento democrático de la diversidad que se instaló en el parque Sarmiento. Lo que se expuso fue una homofobia autoritaria disfrazada de falso patriotismo. Sumamente grave, además, porque algunos de los convocados participaron del ataque en carácter de excombatientes de Malvinas, ciudadanos que durante décadas fueron tan ninguneados y maltratados como lo son hoy los colectivos LGBTIQ+.
¿Cuántas veces, desde la sociedad, le reclamamos al Estado el reconocimiento que este fin de semana un grupo de veteranos le negaron a una fracción importante de nuestra comunidad? Y digo un grupo, porque el puñado de manifestantes se arrogó una representación que probablemente no tenga entre los grupos de excombatientes.
Los vándalos pudieron recurrir a los distintos canales oficiales con los que cuenta la Municipalidad para procesar su reclamo. No lo hicieron. Hoy la placa está rota. La diversidad y la democracia, también.
* Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de tapa: Leonardo Guevara