Tres inviernos que transformaron Uruguay (1967 -1969)
Como cada 14 de agosto, en Uruguay se marcha por todas y todos los mártires estudiantiles.
Aquellos días, cuando la clase dominante apuntaba y el terrorismo de estado disparaba sobre quienes luchaban, no fueron días cualquiera en el largo empeño por construir nuevos mundos. El sepelio y entierro de Líber Arce se constituiría en el acto de masas más grande de la historia hasta el momento. Las condiciones de vida de las familias trabajadoras empeoraban rápidamente, al tiempo que las huelgas obreras se multiplicaban.
Hoy, proponemos recorrer estos años de intensificación de la lucha social por medio del texto de Raúl Zibechi, que es un extracto modificado de su libro «De multitud a clase: formación y crisis de una comunidad obrera, Juan Lacaze (1905-2005)» editado en 2006.
En 1967 se rompieron los equilibrios que habían dominado la década. Entre las clases dominantes se desató una lucha abierta por el control del aparato estatal, que se zanjó con el triunfo del sector ligado al capital financiero, que propiciaba la redistribución de los ingresos fomentando la especulación y la inflación: entre agosto de 1967 y julio de 1968, los precios al consumidor crecieron un 182%. El salario real del conjunto de los trabajadores era, entre 1961 y 1966, el 80% del de 1957, fecha que registró el pico más alto del salario en el siglo; descendió al 76% en 1967, para bajar abruptamente al 61% en el primer semestre de 1968.
Cuando el gobierno impuso la congelación de precios y salarios, en junio de 1968, el salario real era de apenas el 53% del de once años atrás, siendo los funcionarios estatales los más perjudicados, ya que percibían apenas un tercio del salario de 1957.
La conflictividad social dio un salto espectacular. Destacó ese año la huelga que durante 114 días mantuvieron los gráficos, periodistas y canillitas y la lucha de los 200.000 funcionarios públicos. La CNT convocó seis paros generales. El gobierno envió soldados al puerto para forzar a los huelguistas a retornar al trabajo, ocupó militarmente el Correo y el 9 de octubre decretó medidas de seguridad, clausurando el diario El Popular, el semanario Marcha y Verdad, publicado por los huelguistas de la industria gráfica.
En 1968 la ofensiva de las clases dominantes treparía un peldaño más. Ante la creciente conflictividad estudiantil, se volvieron a implantar medidas de seguridad el 13 de junio, que regirán de forma casi permanente hasta 1972. A fines de ese mes, el gobierno decretó la congelación de precios y salarios, en un momento en el que muchos gremios estaban a punto de concretar aumentos salariales. La medida no sólo golpeó los salarios, sino que introdujo un factor de división entre los gremios que habían conseguido aumentos y los que los tenían pendientes.
El período de intensificación de las luchas sociales y políticas que se abrió hacia 1967, tuvo un clímax en el invierno de 1969, cuando se registró el momento de mayor y más concentrada conflictividad en muchas décadas. En 1968 hubo 351 paros, 134 huelgas y 7 ocupaciones en las oficinas y empresas públicas; 95 paros, 130 huelgas y 80 ocupaciones en empresas privadas y 56 huelgas, 40 ocupaciones y 220 manifestaciones protagonizadas por el movimiento estudiantil. La CNT convocó cinco paros generales, casi todos los sectores públicos estuvieron en conflicto así como gran parte de las grandes empresas.
Algunas medidas adoptadas por los trabajadores marcaron un punto alto del conflicto social: el puerto fue bloqueado por los obreros portuarios, los bancarios y los públicos resistieron la militarización, la clausura de numerosos locales y la prisión de dirigentes y afiliados que fueron internados masivamente en cuarteles. Tres estudiantes fueron muertos por la represión policial, generando un clima de estupor e indignación en una población que nunca había asistido a semejante escalada represiva, en tanto el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) realizó dos secuestros y numerosas acciones armadas de pequeña envergadura.
1969 fue el año decisivo, que marcó el rumbo de la confrontación de clases. El gobierno levantó las medidas de seguridad el 15 de marzo pero las reimplantó el 24 de junio; en enero fue muerto un obrero municipal durante una manifestación de estatales y en abril comenzó la huelga de toda la industria frigorífica (14.000 obreros), la más importante del país y el sector obrero con mayor capacidad de movilización.
Durante la huelga frigorífica se desarrolló el I Congreso de la CNT, donde se registró un duro debate sobre táctica sindical, y comenzó la huelga de los bancarios, de la prensa y de los funcionarios de UTE, entre muchos otros. El gobierno respondió militarizando a los funcionarios públicos y a los bancarios, siendo declarados «desertores» más de 2.000 de los 8.500 empleados bancarios al resistir la militarización. Fueron detenidos 800 dirigentes sindicales y a lo largo de los 15 meses de medidas de seguridad fueron encarcelados un total de 5.614 obreros, estudiantes, empleados y profesionales, centenares fueron destituidos y decenas de miles sometidos al rigor de la disciplina militar en sus puestos de trabajo.
La villa obrera del Cerro fue militarizada de hecho y la policía atacó campamentos de huelguistas, la CNT convocó ese año tres paros generales, algunas fábricas textiles fueron ocupadas y desalojadas por la policía. En setiembre fue levantada la huelga frigorífica, el principal gremio del país había sido derrotado y se abrieron de par en par las puertas a la reestructuración ya en marcha de la industria, según los deseos de los ganaderos y el capital financiero. El objetivo estratégico fue cerrar las plantas del Cerro, donde la clase obrera había erigido el enclave más sólido del país y dificultaba la circulación y acumulación del capital, para redistribuir la industria en diversos sitios del Interior donde no existía tradición ni organización obrera.
En 1969 la guerrilla realizó una de sus acciones más ambiciosas con el intento de copamiento de la ciudad de Pando, realizó numerosas acciones y atentados, entre ellos la muerte del comisario Héctor Morán Charquero, acusado de estar implicado en torturas.
En el seno de la CNT, y de todos los sindicatos, se desató una agria polémica que fue sintetizada por el documento del COT titulado «Las experiencias de 1968 y 1969», y que se expresó en la polémica entre Héctor Rodríguez y Mario Acosta, dirigentes textil y de la construcción, reflejadas en Marcha y El Popular.
La posición mayoritaria en el COT (defendida por independientes y socialistas) sostenía que a mediados de 1969 había condiciones para lanzar una huelga general, que existía ya de hecho en el país, y que era posible quebrar la política gubernamental. La posición contraria, defendida por la minoría comunista, decía que no había condiciones para lanzar una huelga general y que debía trabajarse para acumular fuerzas.
La polémica en el seno del congreso textil fue la más importante y de mejor nivel y altura realizada nunca por el movimiento sindical uruguayo. En ella se enfrentaron dos concepciones opuestas: la que ponía en primer lugar la necesidad de una organización extensa, bien aceitada, centralizada y jerárquica, y la que apostaba a la movilización como forma de modificar la relación de fuerzas a escala nacional pero también para llegar a los sectores más amplios de trabajadores.
El documento de la mayoría sostenía que durante 1968 y 1969 la mayoría comunista de la CNT había cometido «gravísimos errores de conducción» que «terminaron por desviar, limitar o paralizar» la voluntad de lucha de los trabajadores. Hacía hincapié en la falta de un plan de lucha con medidas «crecientes y decisivas» y en que a mediados de 1969 la dirección de la CNT «sacrificó con un solo gran error todas las luchas del año».
En efecto, el 28 de junio rechazó la propuesta del COT de lanzar la huelga general, cuando los principales gremios del país estaban en huelga y se registraba un enfrentamiento entre el gobierno y el parlamento. El análisis señalaba que «aún en caso de resultar derrotada, hubiera acumulado nuevas fuerzas, enseñanzas y reservas morales para el futuro del movimiento sindical». Sostenía que las causas de esos errores radicaban en la subestimación de los comunistas de la importancia del movimiento sindical y en la falta de confianza en su capacidad de lucha. Pero, sobre todo, sostenía que «han pretendido transferir al campo electoral enfrentamientos que sólo podía –y puede–definir la lucha popular encabezada por los sindicatos y los estudiantes en las circunstancias de 1968 y 1969».
Ambas posiciones tenían sólidos asideros en la realidad. Quienes defendían la huelga general habían captado con entera claridad que el invierno de 1969 presentaba una oportunidad única para quebrar al gobierno del capital financiero mediante la movilización callejera, las huelgas y los paros. Unos apostaban a la fuerza de la movilización, a las nuevas tendencias que despuntaban en el país en los últimos años y pretendían desbordar a las clases dominantes apoyándose en los sectores más activos; los otros creían en la fuerza de la organización, se situaban en las tradiciones sociales y políticas, y visualizaban la acumulación de fuerzas como un proceso gradual, sin grandes sobresaltos.
La minoría comunista tenía otras prioridades. La preocupación principal de ese sector era evitar el aislamiento del movimiento obrero, «acercar a la CNT a un conjunto de fuerzas progresistas» y «aislar políticamente al gobierno». Sostenía que el objetivo de conseguir «la unidad del pueblo en torno al movimiento sindical» aún no se había logrado y que el nivel de organización y preparación del movimiento «no está a la altura necesaria para una confrontación decisiva con todo el aparato represivo del estado», haciendo hincapié en las dificultades que existían en el Interior. Criticaba la «táctica ciega del todo o nada» que creía ver en la propuesta de la mayoría y sostenía que «solo con condiciones organizativas y de preparación excepcionales» era posible enfrentar al enemigo.
Luego de repasar las dificultades organizativas por las que atravesaba el propio gremio textil y de señalar que la mayoría de los obreros sólo se movilizaba por «reivindicaciones inmediatas», concluía que una medida como la huelga general tendría como saldo «el aislamiento y la destrucción de lo más combativo y organizado del movimiento sindical, que es lo que persigue el gobierno».
Ambas posiciones tenían sólidos asideros en la realidad. Quienes defendían la huelga general habían captado con entera claridad que el invierno de 1969 presentaba una oportunidad única para quebrar al gobierno del capital financiero mediante la movilización callejera, las huelgas y los paros. Era ese el momento de mayor aislamiento del gobierno y, sobre todo, el de mayor y más profunda movilización obrera. Por el contrario, quienes apostaban a «transferir» el conflicto social al campo electoral, visualizaban las debilidades del movimiento y se situaban en sintonía con las tradiciones políticas del país y del propio movimiento sindical, que no tenía experiencia de huelgas generales en situación de represión aguda. Unos apostaban a la fuerza de la movilización, a las nuevas tendencias que despuntaban en el país en los últimos años y pretendían desbordar a las clases dominantes apoyándose en los sectores más activos; los otros creían en la fuerza de la organización, se situaban en las tradiciones sociales y políticas, y visualizaban la acumulación de fuerzas como un proceso gradual, sin grandes sobresaltos.
Sin embargo, el triunfo de la orientación comunista no se debió sólo a la mayoría que ostentaba en la dirección de la CNT. Ningún sector «desobedeció» la decisión de la dirección de la central, ni los grandes sindicatos ni los obreros que estaban en huelga; unos y otros esperaban la decisión de las jerarquías para lanzarse o no a la huelga.
En la tradición del movimiento obrero uruguayo las bases nunca desbordaron a las direcciones, y esa tradición se mantuvo en pie aún en los momentos más álgidos de las luchas sociales. Los patrones de acción acuñados por el movimiento, no parecen proclives a cambiar en el corto plazo que rige las cambiantes coyunturas político–sociales, y muestra tercas continuidades capaces de resistir el voluntarismo de los actores. Para la inmensa mayoría de los trabajadores, parecía natural y en perfecta consonancia con su historia personal y colectiva la idea de «transferir al campo electoral» los conflictos sociales. De ahí que esa acusación que se realizó a los comunistas, aun siendo cierta, no haya mellado la fuerza de esa estrategia, sobre todo cuando los cauces electorales no estaban cerrados.
Héctor Rodríguez y la mayoría de los textiles, acertaron en un punto esencial: desaprovechada la ocasión del invierno de 1969, el gobierno y las clases dominantes pasaron a la ofensiva y la clase obrera sufrió una derrota en el único terreno en el que podía obtener victorias. De ahí en más, todas las luchas obreras fueron defensivas y el campo social que llamamos clase obrera comenzó un lento desfibramiento, hasta su ocaso tras el golpe de Estado y la huelga general de 1973.
Por Raúl Zibechi, para Zur, pueblo de Voces. Fotografía: Aurelio González.