Sobre la subestimación tecnocrática y la ignorancia de los déspotas

Sobre la subestimación tecnocrática y la ignorancia de los déspotas
24 septiembre, 2024 por Redacción La tinta

A días de la jornada nacional de lucha de trabajadores de CONICET del próximo jueves, en esta nota, el doctor en Ciencias Biológicas, Fernando Zamudio, comparte algunas reflexiones.

Por Fernando Zamudio para La tinta

Hace apenas unas semanas que el exministro Lino Barañao fue entrevistado por La Nación+ sobre la situación actual de la ciencia y tecnología del país, en especial, del CONICET y los organismos que administraban fondos fiduciarios para financiar la investigación científica y dejaron de hacerlo en esta administración. Dichos fondos se destinaban para hacer ciencia, innovar y, sobre todo, para mantener creativamente activos a investigadores de la Argentina, un sector de la sociedad (ni más ni menos importante que otros) dedicado exclusivamente a pensar y generar conocimiento en temas muy diversos como la historia, filosofía, matemática, antropología, física, química, biología, sociología, psicología, ingeniería, informática, etc. Claro, porque el quehacer científico es movilizado por la creatividad, la perspicacia, la curiosidad y el pensamiento crítico. Tiene por objetivo mantener la rueda del saber girando a través de las generaciones y las geografías.

El exministro habló de la transferencia de la ciencia básica para la generación de “riquezas y prosperidad”, no de bienestar. Luego, habló de la “economía del conocimiento” (¿será una forma de ahorrar conocimientos?) y lo asoció a una menor desigualdad de los países que invierten en esa forma de conocimiento. Habló de lo mal que está gestionando este gobierno la ciencia del país. Pero, entre los diferentes temas abordados, la pregunta por el cuestionamiento al financiamiento a las ciencias sociales realizado por la periodista (sí, porque la pregunta venía con cizaña y con una posición tomada) y, aún más, las respuestas del exministro fueron de un tenor preocupante para quien ha administrado durante muchos años la «Ciencia argentina». 

Lo preocupante, desde el punto de vista de un investigador del CONICET, ha sido la forma explícita del catedrático de separar ―como si de un muro de Berlín se tratara― la naturaleza de la sociedad, la técnica de la razón, la tecnología de la salud, la educación de la palabra, negando las múltiples interconexiones entre las «cosas» y las redes que entretejemos los humanos, y esa multiplicidad de seres que componen naturalezas. Para que sea igualmente explícito, digo que él separó, como si eso fuera posible, la gallina del huevo. Y la metáfora de la gallina viene acá también al dedo porque… ¿a quién se le ocurre poner todos los huevos en la misma canasta?

Desde hace miles de años, los agricultores andinos sabían que era mejor, más seguro y posiblemente más sabroso cultivar maíces de diversos colores y características en diferentes pisos altitudinales, para que, sea lo que sea que pase con las lluvias, las heladas o la seca, algunas mazorcas carguen los granos y pueda continuar con el ciclo de la vida. Separar los granos de los agricultores, separar los granos de las redes de parentescos entre comuneros o las redes comerciales por donde circulan los granos a través de intercambios es como separar la diversidad de una mazorca de su génesis. Separar como la regla, ¿aislar el «objeto» en estudio de su medio? ¡A qué ecología se le ocurriría!

Así, el Dr. Barañao intentó separar las ciencias aplicadas de la ciencia con c minúscula que implican las ciencias sociales. En sus argumentos, quedó claro que «lo tecnológico» y «lo social» iban, al menos, por caminos separados y que tan sólo a «lo social» se le viene asignando un 25 % o menos del presupuesto total de la institución, como justificando que no se gasta en temas superfluos. Más allá de las críticas edulcoradas al modelo de destrucción de la ciencia que prospera por estos días, la coincidencia con el modelo de la actual administración queda suficientemente bien representada en la misma idea de intentar separar lo tecnológico, lo productivo y lo utilitarista, lo eficiente, todo lo que representa a “las personas de bien”, de lo social.

Alarmantemente, las conducciones gubernamentales pasadas y presentes ignoran que esa separación y aislamiento es resultado de un reduccionismo obsceno que invisibiliza que todo está teñido de «lo social». Las enfermedades, aunque causadas por bacterias, virus u hongos, son propagadas, dispersadas, multiplicadas por las sociedades; los mosquitos son un problema en tanto como sociedad no podamos avanzar de forma organizada en el cuidado y prevención de los sitios con agua donde se reproducen, también una decisión que requiere del «lado social» del problema. Entre las medidas tomadas para evitar el contagio del COVID, la conocida distancia social es un concepto que surge de las teorías sociales (aunque con otros vuelos más profundos), en tanto que, con base a indicadores socioeconómicos, se hicieron múltiples modelos para explicar sus formas de multiplicación y caminos de contagio, información necesaria para enfrentar una pandemia. La vacuna fue una parte de la solución del problema, pero todo lo otro vino de políticas y acciones coordinadas que se sustentaron en las dinámicas poblacionales de los países, ciudades y barrios, de información sobre el movimiento y flujos de personas, de las características etarias de las poblaciones, todas cuestiones atadas a «lo social». Así podríamos estar un rato largo trayendo información y contexto a lo que se busca subestimar desde una ignorancia déspota que rechaza todo lo que no sea «útil». El reduccionismo de lo útil como algo atemporal y urgente es negar la historia misma del devenir de las ciencias a lo largo de nuestra historia, que ha descubierto y descifrado fenómenos, componentes, procesos que, en un momento, no sirvieron para nada y que, tiempo después, fueron imprescindibles para nuestras vidas y el desarrollo de soluciones a los problemas de, paradójicamente, nuestra sociedad. 

Los insectos sociales, las abejas de la miel son el más claro ejemplo de que no se puede crear nada nuevo si no nos ponemos de acuerdo, si no nos comunicamos, si no tomamos decisiones en conjunto, si no coordinamos acciones, todas características que sustentan una vida en sociedad. Separar la tecnología de la sociedad es un mundo de fantasía que sólo permea sobre la eficacia performática y cínica de sus ejecutantes en redes sociales. 

Entonces, por qué pensar que una tecnología útil es la panacea de una buena vida, algo que, como país y humanidad, creo la mayoría aspiramos. A menos que otros aspiren a otra cosa, recortar brutalmente al CONICET y subestimar a las ciencias sociales es de una ignorancia suprema, que sólo puede ser comprendida si se comprende el papel central que quieren darle a lo material y al mercado a nuestras vidas. ¿Su revolución (¡perdón por la palabrota!) tecnológica no tiene en cuenta acaso a las personas? Las otras ciencias, tildadas de «inútiles» y que no son tenidas en cuenta en la idea tecnocrática del saber para esta gestión y para el exministro de CyT, han dado cuenta del deterioro de las bases ecológicas y sociales que implica un desarrollo deshumanizado, voraz y carente de «lo social». Y no sólo esas otras ciencias están realizando aportes a diagnosticar los problemas, desmenuzarlos y dar cuenta de lo que podría pasar en un futuro (proyecciones), sino también están aportando a las soluciones de las problemáticas que nos aquejan en términos ambientales, productivos y sociales. 

Miro a mi alrededor y veo gente trabajando para evaluar los componentes activos de plantas que, a su vez, son parte de los saberes locales sobre el uso medicinal de las mismas; veo proyectos de restauración ecológica con la finalidad de recuperar sistemas perdidos o, al menos, sus funciones (entre ellas, ¡la de proveer oxígeno al planeta!); veo gente estudiando las matrices productivas, sus especies y los vínculos con las áreas locales de vegetación nativa; se ven personas abocadas a comprender los vínculos intangibles entre humanos y otros no humanos, se escucha debatir, discernir, pensar, se escucha el murmullo de las mentes y el galopar de los corazones de quienes hacemos ciencia. Nada de creacionismo bíblico. Sin los estudios celulares que dieron cuenta del material genético (el ADN) hace menos de 100 años (1924-1948), hoy no tendríamos pruebas de ADN para las identificaciones genéticas de paternidad-maternidad; sin la arqueología, no sabríamos de dónde venimos; sin la primera vacuna, no existirían las que surgieron después; sin ciencia básica, no hay ciencia aplicada. Y sin ciencias sociales, no hay historia, no hay forma de identificar las desigualdades socioeconómicas, no hay justicia. La idea de que hay ciencia que NO sirve y otra que SÍ sirve, además de dogmatismo, esconde la ignorancia de los déspotas y las claras intenciones movilizadas por las redes sociales de que debemos dejar de pensar. 

¿Cómo desconectarse de toda esta pesadilla sin sentido que nos grita en la cara? «Es fuerte», me digo, respiro hondo y trato de ponerle buena onda a los días. Me voy a hacer las compras, llegó a la verdulería, el TV prendido, levantó la mirada y, luego de la placa roja de URGENTE ÚLTIMO MOMENTO, leo: «La casta no termina en los políticos, también incluye a los supuestos científicos e intelectuales que creen que tener una titulación académica los vuelve seres superiores y, por ende, todos debemos subsidiarles la vocación». Me sube un fuego contestatario y busco la salida, sin antes decirle a la verdulera que, sin agricultores y sin ella, no hay soberanía alimentaria. Porque podemos tener todo el petróleo y el litio del mundo, pero si ponemos todos los huevos en la misma canasta tecnocrática, esta se terminará desfondando, dejando ver el resultado catastrófico de privar a una nación del pensamiento crítico de todas las ciencias

¿Será que los 5 años de carrera, los 3 de maestría, los 5 de doctorado y los 2 de posdoctorado ―míos y de todos los colegas que ingresan a CONICET por concurso de antecedentes― solamente sirvieron para que, en nombre de la mentira y la difamación, se quiera reventar uno de los eslabones más críticos del buen vivir para cualquier país del mundo? ¿Se imaginan ese país? Me viene a la mente la tristeza e incertidumbre en el rostro de Chaplin en Tiempos modernos, pero es aún peor: en esta película, no hay Chaplin, no hay cine, solo una fábrica vacía de trabajadores… solo sobrevive el blanco y negro de la cinta, pero está muy negro y, en el cielo, cientos de aviones llevándoselo todo. Detener la rueda del saber por cuatro años es un desprecio demasiado grande por los y las que estamos, y por los y las que vendrán. Frenemos esta lobotomía generalizada con más aulas, más docentes, más educación y más ciencia. Desde tu rincón, con tu voz o con tu cuerpo, con tu lápiz y tus ideas, con todas las fuerzas.

*Por Fernando Zamudio para La tinta.

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Palabras claves: ciencia, ciencias sociales, CONICET

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