Maite Amaya: donde el deseo sea lo único a flote

Maite Amaya: donde el deseo sea lo único a flote
6 noviembre, 2023 por Redacción La tinta

Por Cin Musso para La tinta

Esta podría ser la historia de una travesti excluida. Segregada durante toda su vida de los espacios heteronormativos: la familia, la iglesia, la escuela, el partido, el Estado. De un niño afeminado muerto por gatillo fácil o atropellado por algún auto mientras pedía, “faneado” en Av. Juan B. Justo. De una víctima de prostitucíon infantil y del desmembramiento de su núcleo familiar por la pobreza y la crisis económica. Podría. Solo tendríamos que perder de vista qué hizo con todo eso.

“¡Paloma Negra!”, le dicen cuando la invocan. La canción de Tomás Méndez que Chavela Vargas encarnó en 1961 parece un designio. “Ya me canso de llorar y no amanece / ya no sé si maldecirte o por ti rezar”. A 6 años de su muerte, sus amigxs y compañerxs la nombran en tiempo presente: bruja, feminista, anarquista, panadera, piquetera, mariposa disidente

En una de sus vidas, Maite Amaya fue Juan Matías, el Juanma de la primaria, monaguillx en la escuela de curas, delegadx de curso en el colegio secundario, militante gay de ACODO —Asociación contra la discriminación Homosexual—, en Otra, Las Histérikas, Las Mufas y Las Otras. Activista contra el gatillo fácil y la represión policial, las violaciones a los derechos humanos en las cárceles y la persecución a las trabajadoras sexuales. Maite es bruja de escoba. Su mirada hipnótica y penetrante se parece a la de un búho capaz de atravesar el cuerpo y leer el interior. Desde la primera línea, barre a la policía de Córdoba con un escobillón de paja que empuña como un arma con la mano izquierda —tiene enyesado el brazo diestro—. La enfrenta, la maldice, la conjura. Dos metros separan sus sandalias gruesas y curtidas de los borcegos negros del comando antidisturbios. Una hebilla le sostiene los rulos rojos y rubios, y dos invisibles le despejan la frente con glamour táctico y combativo. Del cuello le cuelga un morral de tela y un pañuelo marrón que sostiene el yeso. 

La pollera de jean azul a la rodilla contrasta con las calzas naranjas y la musculosa ocre con el chaleco de capucha negro desteñido. Lxs uniformadxs se alinean en fila, unx al lado de otrx. Llevan cascos, rodilleras y protectores de espinilla. Esperan la orden para reprimir. Maite grita y su cuerpo de trazos grandes y fornidos retumba. La carne de sus labios se engrandece. Su metro ochenta macizo se abalanza sobre la fila de oficiales entrenadxs, armadxs y guarecidxs tras los escudos. La instantánea de la prensa cordobesa se imprimirá en la retina popular como la cicatriz de un presente que solo existe en la memoria colectiva. «A veces hay que hacerse cargo de los roles históricos que podemos llegar a tener como personas, tanto para romper, para quebrar estructuras, para flexibilizar estructuras, para entendernos desde otro paradigma, otra forma de vida. Cuánto podemos aportar materialmente a la transformación, a un cambio real».

Hija de Roberto y Susana. Él, un estibador del puerto de Santa Cruz, tucumano, de origen gitano; ella, una mujer católica, militante cristiana de ascendencia vasco-francesa dedicada al cuidado de infancias expuestas a todo. Maite nació un miércoles de madrugada, entre rayos y relámpagos, el 5 de noviembre de 1980. A Susana se le agitó el corazón unos minutos antes de las primeras contracciones y a las 05:00 parió en la Clínica Chutro de Córdoba. Así dice que se lo contaron, aunque ella no lo recuerda y que, muchas veces durante la infancia, dudó de ese dato biográfico únicamente apuntalado por una foto de su primer año de vida. No había cámara, práctica de registro familiar ni plata para fotos. Y aunque a los 13 años les pidió a sus padres un examen de ADN, poco después supo que aquella duda era algo que el dato genético no podría saldar. En la historia que sí recuerda tiene tantas madres como luchas.

De cinco hermanxs, Maite fue la tercera. Roberto Gabriel, el mayor, Cecilia y las dos más chicas, Gisela y Antonella. “No podían tenernos a todxs”. A Maite la mandaron con los curas al Instituto Peña, un colegio burgués en Villa Cabrera. “¡Eran todos blancos!”. A las 6:00 de la mañana, la mestiza de pelo afro separaba las hostias sanas de las rotas. Se comía las partidas y, pegadas al paladar, las tragaba con Mistela porque no había agua en la sacristía y no se atrevía a tocar el agua bendita. Con 9 años, celebraba la mejor misa de las 7:00 de todo el colegio. Trabajaba como monaguillx en las misas y hacía extras en casamientos y cumpleaños de 15. De las bolsas de limosnas, le daban una pequeña parte que transformaba en largas tiras de pan que aportaba a las casas donde vivía. Durante un tiempo, estuvo en lo de su abuela, una casa quinta en Argüello, al norte de la Ciudad. «Una hermosa la vieja». Perseguía a las hormigas que le comían el rosal. Andaba con la mano atrás sujetando la pava, atenta a las hileras que se formaban alrededor de las flores, las combatía con agua caliente. «Rosa, que cuidaba las rosas», era descendiente originaria y Maite asegura que sabía cuando ella se escapaba de noche para ir a sus primeros recitales y fumar sus primeros porros. Saltaba desde el techo y caía al lado de la ventana de su cuarto. «Imposible que no supiera». Era su cómplice.

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Maite intuye que su éxodo involuntario ensanchó su universo. Dice: “Podría haber sido peor si no hubiera salido del barrio”, y sus ojos parecen mirar lejos como quien ve con distancia una vida que es parte suya, pero que ya no le pertenece. Tal vez hubiera terminado muerta por la policía o atropellada, como las crías del «villerío de Argüello», mientras mangueaba a los autos en el CPC. O con una bala de plomo de la “cana” por gatillo fácil o de la pibita del mangueo, la fana y las pastillas en una esquina. ¡Pum! Caería. «Andá a saber en qué hubiera terminado».

Podría haber sido mucho peor si a los 13 años no le hubieran dicho:

—Quería hablar con vos, tengo unos volantes, es por la Noche de los Lápices.

—¿Qué es la Noche de los Lápices?

—No sé si sabés que acá, en el 76, hubo una dictadura militar.

—¿Qué es una dictadura militar?

—¡¿Asesinadxs?! ¡¿Dónde están sus cuerpos?! ¡¿Cómo que desparecidxs?! Y así Maite continuó preguntando a su compañero en el patio de la escuela.

“Siempre gracias a otras, a otres. Siempre hubo alguien que me tiró una soga porque, si no, estaría enterrada. (…) Una sola se muere. Si somos seres sociables, vamos a ser seres sociables, pero hablemos de qué sociedad queremos, porque ser socia de la iglesia, de la escuela, del Estado, de la fábrica, del manicomio y de toda la cosa que han montado para que nosotras estemos maltratadas y esclavizadas, paso, si la sociedad es un pacto con, si la sociedad es un acuerdo entre socixs, yo quiero que el acuerdo entre socixs de convivencia sea pensado en otros términos y ahí entran los compañeros y las compañeras”. 

La libertad es un músculo a ejercitar que se entrena haciendo. Militancia es movimiento, conciencia crítica. Un ejercicio constante para transformar la realidad. Hacerse cargo del rol histórico de ser sujetas políticas. Tiene que ver con qué se hace con el territorio propio, el cuerpo. Empezar por casa. ¿Qué hacemos con nuestro cuerpo? ¿Es un territorio de libertad? «Cuerpos que narramos, que hablamos dentro de un cuerpo social que, en definitiva, termina agrietando esa percha que nos sujeta al cuerpo social, que no deja moverse y que sostiene ahí, ¡pum! Hetero, varón-mujer, todo tan rígido, es como si fuera una percha en un perchero, parece que tuviéramos que estar todas colgadas, bueno, tal vez podamos descolgarnos y empezar a militar en nuestro cuerpo».

Ese “hacerse cargo”, en Maite, fue material antes que ideológico. Un proceso anidado en lo colectivo, con mucha historia y poder de proyección donde poder mirarse. «No se nos puede pasar la vida como si fuéramos una planta de acelga en una huerta y no hacer nada para transformar, hay gente que no está comiendo». Se trata de entrenar el músculo y «pensarnos en la posibilidad de sentirnos carne y mamíferas libres en algún momento, es medio loco de pensar, ¡libres!, imaginate, una cosa de locos». 

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En 1990, mientras el gobernador Angeloz presentaba el proyecto que transformaría el Colegio Olmos en el shopping Patio Olmos, lxs estudiantes secundarixs cantaban: “Se corre la bolilla, se corre el bolillón, no queremos shopping, queremos educación”, frente al edificio histórico construido en 1906, Maite ya leía la prensa de los partidos de izquierda y organizaba sus primeras reuniones con referentes. El contacto con el antiespecismo y el anarquismo dio paso a otras geografías. “Se me empezó a desdibujar lo que estaba sosteniendo, ¡la bandera Argentina y este país tiene que ser libre y viva la patria carajo y los héroes de la patria! Y empecé a entender que tal vez no era la patria y que tal vez que estábamos en todos lados y que tal vez ni siquiera era pensarse a nivel global como especie humana, sino que era el contacto con el resto, y empecé a mirar la tierra y a mirar las plantas y empecé a mirar a los animales de otra forma”. 

Casa Karacol fue en 2002. Llegó luego de la larga procesión de familias adoptivas, pensiones y estadías en la calle. Una construcción fragmentada de techos altos, ladrillo visto y persianas de hierro. Un galpón de doble entrada en barrio General Paz, a doce cuadras del Cabildo. 1.000 metros cuadrados de derrumbe y abandono que transformó —con otrxs— en huerta, horno de barro, panadería, radio comunitaria, asambleas y peñas de organizaciones y movimientos sociales en clave internacionalista. Un espacio de referencia del activismo no solo anarquista libertario, sino también migrante, feminista, decolonial, disidente y piquetero —sin fronteras— vinculado al EZLN, familiares de Ayotzinapa y la liberación del pueblo de Kurdistán. Hoy, sede de la FOB (Federación de Organizaciones de Base), libertarixs de identidad piquetera con quienes se vinculó por primera vez en 2007, luego de que, camino al Encuentro Nacional de Mujeres en Córdoba, las piqueteras que viajaban desde Buenos Aires quedaran varadas y fueran a parar a la Karacol.

Con 23 años y habiendo conseguido el reconocimiento como varón puto, dejó el domicilio de la masculinidad. «Fue fuerte salir de ese puerto donde había estado cómodo durante mucho tiempo. Porque tener barba, boina y borcegos arriba del pantalón en una marcha, de alguna manera, me resguardaba de un montón de cosas y me hacía sentir cómoda, dejar eso para vaya a saber qué iba a encontrar, que todavía es una búsqueda permanente”. “Mostra” de tetitas sensibles, odiaba las muñecas, nunca quiso ser mujer. Una identidad en transformación permanente donde el deseo fue lo único a flote. “Mujeres con pito, con dos pitos, con un cuerno, con lo que quieran, todo es válido, no hay reglas universales en esto. Yo, mi historia subjetiva no está construida para que yo, cuando abandone ese puerto, llegue a otro. Reconocí que no había un océano y tal vez me quedé varada y me quedé disfrutando de cómo la barca da vueltas y vueltas, y es arrasada por un montón de vientos que tal vez los genero yo, las tempestades”.

Las batallas de Maite travesti, piquetera y anarcofeminista tienen raíces en el desierto santacruceño durante su infancia. “Hacíamos trincheras, eran las guerritas, me encantaban. Ahora también lo hacemos en otra coyuntura, en otro contexto, vinculado a otros escenarios que tienen que ver con la política”. Una infancia rodeada de desierto donde lo grande eran los animales, no la vegetación. Guanacos, ñandúes, avestruces, ballenas y toninas. El viento y la meseta eran el paisaje donde organizaban caza de liebres con galgos, una excusa para propiciar los primeros encuentros sexuales entre lxs más jóvenes, lejos de la vigilancia adulta. En los 80, Puerto Santa Cruz, a 150 km de Río Gallegos, no superaba los 2.500 habitantes. Sobre la costa del Atlántico, las temperaturas eran bajas y en invierno nevaba mucho. «Hasta la gotita que perdía el sifón de soda se congelaba y quedaba en suspenso». Para divertirse, tiraban una silla por la ventana de la escuela al jardín, le cortaban las patas, se desplazaban por la meseta congelada y terminaban en la laguna, como si fuera un trineo. “Patinaje artístico que le dicen, así empezó mi carrera”. 

A su padre le dieron el retiro voluntario en 1989, frente al inminente cierre del puerto Santa Cruz. De ese momento, Maite recuerda: saqueos, olor a kerosene y la adjudicación de una casa en barrio Argüello —19 años después de haberse inscripto en un plan habitacional—, que propició el retorno de todo el grupo familiar a Córdoba. La hiperinflación del 194% mensual arrasaba con la primavera democrática, precipitaba la caída del gobierno alfonsinista y el desmembramiento de muchas familias empobrecidas, como la suya.

Desvariar de un lugar a otro, dormir en galerías y manguear plata para el cospel era cotidiano para Maite en 1993. Una noche, mientras caminaba por Nueva Córdoba, sobre calle Buenos Aires, un auto que pasaba despacio frenó y el conductor le hizo una seña, a la salida del pub Luca. “Empezamos a hablar y entendí cómo era la cosa. Subí al auto con miedo al principio. Hice de activa, no había penetración, era oral, lamidas y eso, y me llevé mi plata. No tenía que manguear para el colectivo y ni siquiera tenía que preocuparme por comer al otro día, tenía varios billetes en la mano». Todo se hacía en el auto. El circuito de chicos en situación de prostitución se distribuía entre la zona del Mercado Sud, Plaza San Martín y Plaza Austria, frente al Parque Las Heras. «Pibitos que no tienen qué comer parados, frena el auto, negociás un plato de lentejas, un techo para la noche o plata directamente que te permita a vos pensarte». “Taxi Boy” con intermitencias, siempre que necesitaba la plata, una negociación constante de «una feminidad que solo nos es posible habitando o dramatizando. Nuestra carne dramatiza un papel de lo que nos han vendido que es femenino. Esa negociación con el cuerpo, si no es prostitución, ¿qué carajo es?».

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Con eso pagaba el abono del colegio, la comida y sostenía su militancia hasta que a los 20, mientras trabajaba de noche como telefonista en una remisería, tuvo fiebre y picor en el cuerpo, y sospechó. Reconocía los síntomas de las campañas de concientización del VIH que hacían desde ACODO. En el Hospital Rawson, no tardaron en confirmar el diagnóstico positivo.

Los primeros cruces feministas se dieron post 2001. Ocupaban casas para hacer trueque, asambleas barriales y vivir en comunidad. Después de hacer pie en Kasa Las Gatas —una de las primeras experiencias okupas en Córdoba en el cambio de siglo— y en torno de las reuniones por el ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), se hizo parte de Las Histéricas, Las Mufas y Las Otras, feministas anticapitalistas, que le permitió repensar quién estaba siendo en ese momento de transformación y construcción de su identidad. “Me re costó habitar el feminismo (…). No nos dejaban entrar a los Encuentros Nacionales de Mujeres, no nos dejaban entrar a los encuentros lésbicos, siendo muchas de nosotras tortas (…), nos negaron la escuela, nos negaron la familia, nos negaron el espacio público, nos negaron todo y voy a un movimiento emancipatorio y me están negando la posibilidad de construirme como torta, me están negando la posibilidad de construirme como feminista, me están negando la posibilidad de construirme como una identidad femenina, otra identidad femenina”. 

A principios del 2000, las travestis eran consideradas el enemigo camuflado, caballos de Troya de las políticas masculinistas, un término que Maite —en un gesto pícaro y quirúrgico de escorpiana implacable— transformó en La Yegua de Troya, autodenominándose en sus propios términos. “Con el tiempo, me di cuenta de que esas dificultades fueron construir con las compañeras feministas fortalezas. Y me hice fuerte en esas discusiones y por eso me recontra reivindico feminista”. 

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La primera vez que fue a la cárcel, la revisaron policías varones. El procedimiento consistía en desnudarse y ponerse en cuclillas para constatar que no ingresara drogas, celulares o elementos ilegales. En la puerta, le explicaron que, para una visita, no le permitirían el ingreso con cinto, mochila ni llaves, y dejó sus pertenencias en el kiosco de enfrente a cambio de un número para el retiro. Entrar a la cárcel era como respirar una atmósfera de nostalgia y angustia que debía cruzar para encontrarse con las dos travestis que Adriana Revol —militante histórica de DD. HH., en una reunión de la Coordinadora Antirepresiva— le había comentado que estaban abandonadas por el servicio penitenciario en el pabellón de varones del Penal de San Martín. Atravesaba los controles y escuchaba voces que se comunicaban de un pabellón a otro. Imaginaba que los gritos eran como islas lejanas que se comunicaban entre sí. Se trataba, entonces, de atravesar la marea de vigilancias para llegar a tierra firme. Primero, conoció a Cocó Contreras, alias “Coqui”. Las dos celdas estaban contiguas. Habían logrado —después de muchas luchas— que las pusieran juntas, en el mismo pabellón.

A Laura Dominique Pilleri, “La Condesa”, la conoció después. Dice que la primera vez que la vio, «la vieja» le hizo una radiografía con los 20 años de práctica que llevaba en la «tumba». La celda era como entrar a un sótano con olor a humedad y una luz que poco a poco se iba apagando. La Condesa tenía una reputación reconocida dentro. Salía con sus polleras y sus camisitas, toda pintada con una uña de cada color. Nadie se metía con ella ni con sus visitas. Se les «paraba» a lxs guardiacárceles más allá de las represalias. La fama de brava la precedía hasta el punto de ser una leyenda del bajo fondo. Varias versiones giraban acerca de su apodo. Una, la del Conde Drácula, que incluye sangre de palomas muertas para fingir tuberculosis, ser trasladada a un hospital y fugarse. Otra que resaltaba su coquetería: usaba tapados de piel, joyas y valiosos anillos de sus víctimas. Sin embargo, antes de entrar a la cárcel, la prensa ya titulaba: “La Condesa vuelve a asaltar a Córdoba”.

Laura Pilleri fue la primera trans en la cárcel que logró cambiar su identidad en el DNI y ser trasladada a una cárcel de mujeres. Eso les permitió registrarse como pareja lesbiana y que Maite pudiera quedarse con ella los fines de semana. Llegaba los sábados al mediodía y se iba el domingo por la tardecita. Juntas construyeron un lazo que no dependía tanto de las cosas que a ella le hacían falta, sino de las que eran mutuas. «Necesidad de afecto, de encontrarnos y de jugar, de escribirnos cosas, de hablarnos por teléfono. De leernos, de contarnos». Cuando Laura salió —después de cumplir una condena de 19 años—, hasta las más jóvenes de la zona roja hablaban de ella aunque no la conocían. «Es alguien de quien se habla. Historias que hacen a la comunidad, que les permiten encontrar un espacio y a otras para construirse, un legado que no pasó inadvertido porque no eran sumisas». Laura era de la generación de las que no querían prostituirse, robaban y dormían con goteros a los tipos, de las que se plantaban a los tiros con la cana, de las que volvían a la esquina aunque se las llevaran una y otra vez.

«Cuando se cuente la historia nuestra es como cuando se cuenta la historia de nuestro pueblo. Hay tantas cuestiones que no son hitos históricos, que no son el Cordobazo, que no son el Rodrigazo, el Viborazo, el Santiagueñazo, no son el 2001, pero para nosotras son, desde lo más sencillo, lo más básico, lo más sutil y lo más pequeño. Han sido grandes acciones que nos han dejado ser, que nos han dejado existir, que nos han hecho un camino posible».

*Por Cin Musso para La tinta / Imagen de portada: A/D.

Palabras claves: feminismo, Maite Amaya

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