El otro salar
Es necesario hablar del litio, empiezan a decir algunas voces. La interpelación, consecuencia directa de los terribles hechos acontecidos en Jujuy los últimos días. Desde que las políticas extractivistas posaron sus ojos en Salinas Grandes, no han parado de agredir los territorios indígenas que la habitan. ¿No deberíamos hablar también de las comunidades y su relación con el salar? ¿De su salar, ese que muchas de ellas están defendiendo ahora mismo en el cruce de Purmamarca, mientras escribo esta nota desde Córdoba?
Por José María Miranda para La tinta*
Hay que hablar del litio para entender y denunciar cómo la reforma constitucional de Gerardo Morales busca deshacer la obligación del Estado provincial de realizar una consulta previa, libre e informada a las comunidades indígenas. De su continuidad con un proceso histórico, estructural, por el que desde hace cinco siglos -primero la Colonia y hoy el Estado nacional- viene expropiando los mundos indígenas. Para ver cómo, amparándose en un marco jurídico hecho a la medida de los intereses mineros, busca despojarlas, ahora de una vez por todas, de sus territorios para entregárselos en bandeja a la fiebre extractivista del litio: la nueva fuente de progreso y desarrollo de turno. Hablando del litio, me digo otra vez, entendemos por qué, para hacer todo esto, los gobernantes tienen que criminalizar la protesta. Dar luz verde al aparato represivo y frenar la movilización indígena que, en el caso de las comunidades del salar, desde 2009 -cuando la provincia estaba a cargo de un partido del signo opuesto- viene frustrando los proyectos litieros del Estado y sus grandes aliados, las empresas. La semana pasada, un pequeño adelanto de esta estrategia. Hablar del litio nos obliga a encarar la verdad: el litio es una política de Estado y no importa quién la diseñe y la dirija, el precio es el mismo, el sacrificio de las comunidades y el salar. Hace 500 años, la misma Historia.
¿No deberíamos hablar también de las comunidades y su relación con el salar? ¿De su salar, ese que muchas de ellas están defendiendo ahora mismo en el cruce de Purmamarca, mientras escribo esta nota desde Córdoba? Aquel que, en realidad, desde hace más de una década es motivo de enormes disputas. Estas preguntas crecen a medida que pasan los días y el trasfondo del litio emerge con más fuerza. Hay que decirlo, este conflicto no es nuevo, quizás la radicalización de su violencia lo sea. Desde que las políticas extractivistas posaron sus ojos en Salinas Grandes, no han parado de agredir los territorios indígenas que la habitan.
La pregunta por ese otro salar, el de las comunidades, no es gratuita, no al menos para mí. Es el efecto de las enseñanzas que las personas de la comunidad de San Miguel Colorados han tenido la generosidad de compartir conmigo; una de las tantas comunidades indígenas que ocupan y transitan este complejo entorno desde tiempos inmemoriales. Especialmente, las enseñanzas de sus salineros, cuya relación con Salinas Grandes vengo investigando etnográficamente desde 2018. Mi disciplina, eso que las ciencias modernas llaman antropología, me ha llevado a convivir con las familias coloradeñas, acompañando sus actividades diarias, incluyendo el cortado tradicional de panes de sal. Una labor productiva que se remonta al pasado prehispánico y que siguen practicando hasta el día hoy, utilizando las mismas herramientas de los abuelos de sus abuelos: dos hachas, una barreta y una pala. Así de simple es la tecnología salinera. El resto, como aprendí con ellos en las canteras de sal, depende del correcto manejo de las artes de la “crianza del mineral”. Aquí empieza otra historia, una en minúscula, que supone otro salar, otra minería, que es la que las comunidades oponen fervientemente a la del litio. Porque, es necesario explicitarlo, la Historia del litio se escribe con mayúsculas, es la Historia de los vencedores. Esta breve crónica es solo un pobre intento de traducir parte de esa historia en minúscula.
Son las siete de la mañana, el frío es insoportable, todavía el sol no ha despuntado. Miro a mi alrededor, no veo nada ni a nadie, solo un interminable océano blanco delante. La vista es hermosa, es un páramo de otro mundo. Rodolfo, un experimentado salinero, me dice: “Esta es la mejor hora para empezar a trabajar, la salina todavía no ha calentado”. Estamos frente a su banco de sal en la cantera, ubico sus hachas de trabajo y las pilas de panes de sal que ha ido cortando a lo largo del último mes. Dejamos las cosas, comida y agua principalmente. Después, me lleva a un ojo de agua cercano. “Hay que agradecerle a la pacha y los ojitos”, advierte con tono serio. Esto es una lección, lo puedo sentir. “Si no compartimos con ellos, te quedas sin fuerza, como cansado, no avanzas”. Nos arrodillamos frente a la pequeña vertiente, nos quitamos los gorros y entregamos unas hojas de coca y un poco de ulpada -una bebida local hecha a base de maíz tostado, azúcar y alcohol medicinal-. Rodolfo “pide permiso”. Lo hace en voz baja, con ternura, como si le hablara a un pariente querido o un amigo cercano. “Hay que hablarle bonito, porque si no, se siente atacado. Es como una persona, si le hablas con respeto y cariño, él se siente bien, alegre, te da fuerza, suerte, trabajas lindo”.
Nos quedamos un rato más, coqueamos y charlamos un poco. Rodolfo es abierto y comunicativo conmigo, quiere enseñarme, sabe que no sé nada y eso lo entusiasma. Él, por el contrario, sabe que conoce, que conoce este otro mundo en el que yo soy solo un visitante, un ignorante de paso. Sigue la lección. Me doy cuenta de que me está hablando de técnicas, pero de otro tipo, técnicas de otro mundo. Aun así, indispensables para llevar adelante la ardua labor del cortado tradicional de sal: “Viste que nosotros nunca vamos apurados, tranquilo vamos hachando, haciendo a nuestro ritmo, aquí nadie nos apura. A la pacha le gusta escucharnos reír, así sabe que estamos para trabajar nomás, que no venimos a hacerle nada malo”. Siempre calidad en vez de cantidad, la calidad del “trabajar bien”.
Cortar panes de sal es una de las tareas más difíciles de realizar y, por eso, no todas las personas de la comunidad se dedican a ella. Sin embargo, en el pasado reciente no era así. Los coloradeños y coloradeñas cuentan que, hasta hace pocos años, “todas las familias venían a hacer sal para los corrales”. Afirman que la sal es como “el dulce de los animales”, los deja tranquilitos para que no se escapen al cerro. El comentario revela la profunda relación entre las prácticas de pastoreo y la sal, que incluye, entre otras cosas, los viajes de intercambio, cuyos registros se remontan a un pasado ancestral. Y que hicieron de Salinas Grandes uno de los corredores interétnicos más importantes de la Puna, poniendo en contacto comunidades indígenas provenientes de Bolivia, Chile y Argentina. Rodolfo coge una de las dos hachas, cada una pesa alrededor de seis kilos. Traza una línea recta sobre su banco, lo hace con un pulso digno de un artista o un arquitecto, “es el oficio”, afirma. Levanta la herramienta y empieza a golpear el piso del salar. Una vez, dos veces, tres veces hasta que logra penetrar los veinte centímetros de sal gema. Me pasa el hacha, me anima a probar. La levanto con esfuerzo y torpemente, intento pegarle al trazo. Le doy a la primera, con el segundo y tercer golpe me desvío. Rodolfo se ríe amigablemente. “Esto tiene su maña, yo cuando recién empecé tampoco podía, pero le pedí a la pacha y al Tata, y un día pude. Ahora tengo más de veinte años en esto. Hay que tener fe”. Lo escucho y pienso: «Estoy perdido». Si hay algo que no tengo es la “fe” de la que habla Rodolfo. La fe de que la fuerza no proviene de uno mismo, que tu cuerpo es solo una extensión; un efecto de aquella otra fuerza, la verdadera fuerza, la del salar, la de la pacha, la del cosmos que se hace presente cada vez que este hombre corta el piso con su rudimentaria hacha y extrae de su interior la “riqueza”. Así llaman los salineros a la sal, “riqueza”. La comparan con la riqueza de la tierra, “la sal da vida”, enseñan. Es como la pacha, “vos por ella comés, bebés, vivís”.
Esta “riqueza” no tiene nada que ver con la que el litio promete. El litio, ese otro mineral del salar, por el contrario, parece estar en contra de la vida. “Acaba con el agua, seca la puna”, reclama Rodolfo. “Los geólogos de los informes dicen que esto es un desierto, que no hay plantas, no hay animales. Mentira, no ves el carrizo en las orillas. Todo alrededor, hay zorros, vacas, pájaros”. Me explica que el salar crece gracias a las lluvias del verano, que también dan el pasto para la hacienda. Para el salinero, este lugar está vivo, no hay lugar a dudas en sus palabras. “Además, la salina tiene venas, como nuestro cuerpo, y por ahí respira, como tú y yo. Por ahí entra el aire y el sol, que fertiliza la salmuera. Es como la planta, el animalito, también crece, madura. Eso no entienden”. ¿Quiénes no entienden? Rodolfo habla de los Informes de Impacto Ambiental y de los geólogos que los elaboran. Y que en el caso de los proyectos de litio, jamás llegaron a las comunidades para ser presentados y evaluados en conjunto, tal como dicta la Ley que hoy Gerardo Morales busca deshacer. Informes que debieron ser entregados en 2009, cuando el infierno del litio comenzó, cuando las fronteras productivas de las economías capitalistas cruzaron los límites de sus márgenes: la desértica Puna.
Rodolfo también habla de otros informes, los de las empresas mecanizadas de sal, instaladas en Salinas Grandes desde la década del noventa, cuando el Estado provincial segmentó el salar en múltiples pedimentos mineros y los dispuso para su licitación. Tierras fiscales al servicio de la producción fue la máxima de ese momento. “Tiempo en que las empresas han venido, sin pedir permiso, se han posicionado y han querido hacerse dueñas de la salina. Han actuado como si no viviéramos de siempre nosotros. Pero ya no, hemos despertado. Ahora les decimos que no, ustedes están en nuestro territorio. Si quieren trabajar, lo van a hacer como nosotros digamos, respetando nuestras decisiones”. Rodolfo prosigue con tono aún más serio su examen, se trata de otra lección. “El litio es diferente. Fijate vos que las empresas, las de sal, son ambiciosas y hay veces que tenemos que decirles que paren un poco. No se dan cuenta que si sacan mucho le hacen mal a la salina. Pero los podemos hacer escuchar, cuesta, pero podemos. Imagínate si es así con la sal, cómo será con el litio, que es todo interés del gobierno, empresas internacionales. No van a dejar nada, no va a aguantar la salina”. Para el salinero, siempre se trata de “trabajar bien”, no de producir más.
Son las seis de la tarde y el viento empieza a soplar en la cantera, ráfagas de veinte kilómetros por hora, heladas, empiezan a golpear nuestros cuerpos. Es hora de irnos, advierte Rodolfo. “La jornada estuvo linda”, me comenta satisfecho de sí mismo y continúa: “La pacha ha dejado trabajar bien y has aprendido, ¿no?”. Le respondo: “Sí, por supuesto”. Aunque no sabía exactamente qué había aprendido. Solo me quedaba la sensación, la simple y poderosa sensación de que el salar de Rodolfo, el de los salineros y el de mis amigos coloradeños es otro salar. Es el salar que defienden desde hace más de una década; un salar vivo, cósmico o, mejor dicho, cosmopolítico. Guardamos las pesadas hachas, hacemos un último “cocazo” antes de irnos y nos subimos a la moto. Volvemos a casa, a su casa, donde nos espera una cena caliente y más historias.
Hay que hablar del litio, sí, pero también hay que hablar del salar. No solo del salar que definen los políticos, fuente de recursos aparentemente inagotable para el desarrollo de la Nación. Tampoco hay que hablar solo del salar de los expertos, algunas veces solidarios con los gobiernos y las empresas, otras veces en su contra. La diferencia es importante, lo sé, no la voy a minimizar. Las comunidades necesitan aliados y solo pueden ser los segundos. Pero también es cierto que los salares de los «buenos» y «malos» científicos tienen algo en común: ambos se comportan según las reglas de la naturaleza, no tienen cosmos, no tienen política. Solo los habita el mineral y el mineral, para las ontologías modernas, no tiene vida, es inorgánico, no respira, no tiene voz. No niegan que la sal sea riqueza, pero sólo puede ser riqueza económica. En el mejor de los casos, riqueza social, bien distribuida. Sin embargo, no es la riqueza de la pacha, aquella que florece de sus entrañas, cargada de su fuerza vital. Aquella que exige permiso, respeto y cariño para emerger. Una pacha cosmopolítica, que instaura los modos adecuados de relacionarse con ella.
Sobre los «buenos modernos»’, aliados de las comunidades, solo puedo decir lo que ya sabemos todos, que la definición de los salares como humedales es clave. No se puede ni se debe decir lo contrario. La profunda negativa en firmar la Ley de Humedales del Estado y los lobbies de la industria agropecuaria y minera detrás de sus intereses explicita su urgencia. Sí, estoy de acuerdo. No lo discuto ni lo discutiré. Pero… nuevamente, mi experiencia con los coloradeños y coloradeñas me obliga a parar, a pensar, a ralentizar el juicio.
¿Acaso la definición del salar como humedal, ecosistema complejo y frágil, al mismo tiempo fundamental para el desarrollo de la vida en la Puna, no sigue dejando afuera otro salar, el salar que reclama de los salineros respeto y cariño, que conversa con ellos todos los días antes de que comiencen a trabajar? ¿De dónde proviene esta exclusión? ¿Qué es este exceso cosmológico, vital, encantado, que las definiciones modernas y occidentalizadas, desde las más conservadoras hasta las más progresistas, resisten sin parecer siquiera darse cuenta?
Quizás se trata de la “fe”, aquella a la que Rodolfo me sugirió entregarme o, más bien, conectarme si quería aprender a habitar el salar. Cabe decir que no se trata de una fe religiosa, por lo menos no la fe trascendental del catolicismo oficial. Es otra fe, inmanente, indisociable de venas que respiran, minerales que florecen, ojos de agua que se sienten queridos o se enojan, que dan y quitan fuerza. Es la fe de la pacha, que define el salar como un espacio poblado de seres, cuyas voces las comunidades indígenas no pueden dejar de escuchar. Son estas voces, las que las impulsan a enfrentarse al Gobierno y los saberes expertos que justifican sus acciones, como he atestiguado en más de una ocasión. “La sal está viva, se cría como los animales, florece como las plantas. Se cría como la pacha nos cría a nosotros”. No es un desierto, es un cosmos. Cosmos que también es política, otra política. Porque esas voces, que parecen venir de otro mundo, pero que son la esencia de este mundo, se manifiestan, exigen, niegan a lo que quiere hacerles daño.
Este es el otro salar, el salar del que también tenemos que estar hablando. Hablar del litio es importante, innegable. Como también lo es hablar de las normativas que pueden proteger estos entornos. Pero hay que ir un poco más allá o, mejor dicho, «más acá», más apegados a los movimientos vitales del salar, si queremos comprender lo que está en juego para las comunidades. No digo pretender escuchar lo que ellas escuchan. Hace cinco años que las acompaño y no puedo escuchar las voces del salar, quizás nunca pueda hacerlo. Pero mi relación con los coloradeños me llevó a escucharlos a ellos. A comprender, sentir en el cuerpo, que en sus voces habitan otras voces, que en sus palabras se expresan otras palabras. Que las medidas y acciones que estos últimos días están sosteniendo en esa ruta, pasando frío y exponiéndose a la violencia del Estado, son también parte de una cosmopolítica. Es decir, una política otra, que enuncia un mensaje contundente que marca la máxima distancia con nuestras ideas modernas de lo que es el salar y de lo que es la política; incluso de aquellas ideas que movilizan a sus aliados. El salar está vivo, el territorio es cosmos y se niega a ser sacrificado. Se niega a pagar el precio que las políticas extractivistas, una de las tantas expresiones de la necropolítica capitalista, le quieren imponer a la fuerza. Porque lo que este Gobierno, y todos los que lo precedieron, declara en nombre del desarrollo y el progreso de las mayorías, del pueblo, es que los mundos indígenas, esos mundos en minúscula, deben ser destruidos.
*Por José María Miranda para La tinta* / Imagen de portada: José María Miranda.
*Antropólogo. Desarrolla desde hace varios años investigaciones etnográficas en Salinas Grandes. Es parte del colectivo Laboratorio de Antropología Especulativa, con sede en el Instituto de Antropología de Córdoba y Museo de Antropologías de Córdoba, de la Universidad Nacional de Córdoba.