Miramar de Ansenuza: el pueblo que resurgió desde el agua
Una enorme laguna de agua salada -la quinta más grande del mundo- crece y decrece en Córdoba, y por ella confluyen historias de inundaciones, inmigrantes y aves exóticas.
Por María Eugenia Marengo para CDMnoticias
A 188 kilómetros al noroeste de la ciudad de Córdoba y a 280 de Capilla del Monte, una enorme laguna de agua salada -la quinta más grande del mundo- crece y decrece en medio de 600 mil hectáreas. Miramar de Ansenuza es el pueblo que nació tres veces, después de cada inundación. Tienen la reserva de flamencos más numerosa de Sudamérica, el tercer Parque Nacional de Córdoba y un poblado que mira el atardecer sobre un horizonte costero de aguas curativas, sin puerto.
Todo empezó de a poco. Apenas se mojaba unos centímetros cada semana la tierra barrosa. Así durante diez años. El agua subió, entre 1977 y 1987, hasta ahogarlo todo. Esa fue, de las tres, la peor de las inundaciones. La anterior había sido en 1959, cuando el pueblo aún era pequeño, estirado bien a la orilla del agua que conocían mansa. Esa duró hasta 1963.
La segunda dejó a un pueblo entero sumergido. Fueron, en total, 198 viviendas, 102 de los 110 hoteles y alojamientos, y más de 60 comercios bajo el agua. La emigración forzada dejó sólo a 1.600 pobladores de los 6.000. “La gente no se quería ir, subían sus muebles al techo”, cuenta Anahí Marcheti, trabajadora del Museo Fotográfico de Miramar. El gran caudal de agua dulce bajó la salinidad de la laguna y atrajo al pejerrey. Los pescadores se lanzaban con sus cañas desde los techos de las casas que hacían de muelles en medio de la inundación.
A finales de la década de 1980, comenzó el proceso inverso. El agua, con los mismos pulsos lentos, se fue retirando. Gradualmente, entre 10 y 15 centímetros por semana. Toda la década de 1990 fue un período seco. En el año 1992, se decidió demoler las ruinas, los restos de ese pasado fueron volados por el Ejército. “Desde ahí, el pueblo comenzó a resurgir. Fue como cerrar ese duelo, de a poco, comenzaron a construir hoteles, playas, el anfiteatro, pero, en el año 2003, se vuelve a inundar”, dice Anahí.
Ese año -el de la última inundación-, la laguna llegó al caudal máximo registrado y, si bien quedaban pocas familias, se inundaron 108 casas. “Esta vez, el Estado estuvo presente. Construyeron un barrio bien alejado y recuperaron sus viviendas. Trajeron médicos y psicólogos”, agrega Anahí. Empezaron a estudiar la laguna y se llegó a la conclusión de que ya había tenido esos 10 mil kilómetros cuadrados de superficie, sólo que hacía 15 mil años atrás. “Ahora el pueblo está fuera de la cuenca. Para el poquito que queda dentro, como una manzana y media, están protegidas por la costanera que está en la cota máxima”, concluye.
La sal milenaria
Esta “Mar Chiquita” se conforma con la desembocadura de tres ríos: el río Dulce, es el 80% de su caudal y viene desde Tucumán, atraviesa Santiago del Estero hasta desembocar en la laguna y los ríos cordobeses Suquía (o río Primero) y el Xanaes (o río Segundo). Estos tres ríos formaron hace 70 mil años la laguna que -originalmente- era dulce.
Miramar está ubicada en la costa sur y es la única población costera ribereña que tiene esta laguna endorreica, donde el agua no tiene salida, excepto que se evapore. “La sal y los minerales que salinizaron la laguna provinieron de los mismos ríos que la conformaron, que los traen en su arrastre y son imperceptibles”, explica Hugo Giraudo, guía del museo de Ciencias Naturales de la localidad. “El agua se evapora, pero la sal y los minerales no, se va concentrando a lo largo de miles de años”. Hoy, es como si fuera el sarro de una pava que tiene 65 kilómetros de norte a sur y 75 kilómetros de este a oeste.
A principios del siglo XX, la laguna era muy pequeña, tenía unos 2.000 kilómetros cuadrados de superficie. Sus primeros pobladores arribaron en un período de sequía y la concentración de salinidad era muy alta. En 1911, en la Mar Chiquita llegó a haber 360 gramos de sal por litro de agua. Actualmente, contiene unos 75 gramos por litro, tres veces más salada que el océano.
El efecto de la sal en el agua genera que los cuerpos floten sin proponérselo. La invitación, entonces, es a relajarse y entrar con toda la anatomía hecha una tabla que se mueve despacio, en medio de las aguas verde oscuras sin oleaje. Entre las propiedades curativas, se recomienda el baño para las afecciones de la piel, como la psoriasis, y el barro que proviene del fondo con un característico olor a azufre para las articulaciones.
En la década de 1940, el “turismo salud” era su principal atracción, por lo que se construyeron un centenar de hoteles y hospedajes, entre ellos, el Gran Hotel Viena, que aún se puede ver y visitar, establecido sobre la costa de la laguna. Construido entre 1940 y 1945, fue financiado por un empresario alemán, Máximo Pahlke, motivado después de que su esposa, Melita Fleishesberger -nacida en Viena-, quien padecía de asma, junto con su hijo, quien tenía psoriasis, habían notado una gran mejoría luego de haber pasado por Miramar un verano de 1938. Un águila bicéfala, el escudo de la ciudad de Viena, era el logotipo del hotel, que también identificaba a los papeles de carta y sobres que se encontraban en su sala de lectura.
El Gran Hotel Viena es, de alguna manera, uno de los sobrevivientes gracias a sus cimientos que, en determinadas zonas, miden hasta 25 metros de profundidad. Construido por inmigrantes alemanes, fue la perla del turismo salud. Su arquitectura fue pensada para dividir el espacio en tres clases sociales. Un Titanic a medio naufragio, por el cual se dice que hasta pasó Adolf Hitler. La clase alta se alojaba del lado de los ventanales con vista hacia las aguas de la Mar Chiquita. Quienes se hospedaban solían pasar allí largas estadías donde hacían fangoterapia y flotaban en la pileta del hotel.
En 1985, en medio de la soledad del agua que llegó hasta sus subsuelos, el hotel cerró definitivamente sus puertas. Hoy se ven los esqueletos de algunas habitaciones con palomas que cuelgan desde las vigas oxidadas. Su alboroto es, por momentos, un eco macabro entre las ruinas por las que -según sus visitantes- se escuchan ruidos y deambulan espectros que muchos turistas dijeron haber visto alguna vez.
El degradé rosado de cada día
Miramar de Anzenuza -nombre que le dieron sus pobladores originarios en relación a una diosa del mar- es, desde julio de 2022, el tercer Parque Nacional que tiene la provincia de Córdoba. Este mar interior alberga a casi 400 especies de aves permanentes -de las 1.000 que tiene Argentina- y 100 especies migratorias. Algunas recorren hasta 16 mil kilómetros para llegar a este humedal.
De todas las aves, son las tres especies de flamencos las que hacen de este sitio una postal llena de contrastes. Entre los árboles que emergen petrificados, el paisaje renace con los más de 300 mil flamencos que habitan este destino sobrecargado de sal. “Hay una población que va creciendo. En diciembre del año pasado, se registraron 340 mil flamencos”, dice Hugo desde el Museo de Ciencias Naturales. Explica que pueden vivir hasta 80 años y, de las tres especies, dos ya no migran y pasan su vida entera sobre estas aguas.
Después de unos cinco años, toman ese color rosado. Sus glándulas les permiten sacar el exceso de sal y sus patas -largas y flacas- los ayudan a moverse en el barro. Tienen un pico filtrador de agua para comer un pequeño camarón: la artemia salina. Este ínfimo crustáceo es su principal fuente de alimento y la cantidad de betacaroteno que contiene lo hace responsable de la coloración de las plumas de los flamencos. Los nidos tienen la forma de volcanes, son un montículo cónico de barro que termina con un hoyo donde ponen, por lo general, un huevo una vez al año. Los nidos suelen medir entre 20 y 30 centímetros de alto.
El flamenco, cuenta Hugo, más que un canto, tiene un graznido, “es como una alerta para la comunidad si ven algún depredador cerca. Cuando salen a buscar comida, hacen las guarderías, donde un grupo de adultos queda al cuidado de los nidos”.
Durante todo el día, se puede ver desde la costa a estas grandes aves en fila. Al atardecer, su particular figura hace una sombra que se distingue de lejos entre las gaviotas, los chorlitos, garzas, patos y tantas más variedades que conviven en este gran ecosistema de agua salada.
Hoy la costanera de Miramar de Ansenuza se extiende entre palmeras y comercios. Una puesta en escena marítima que atrae a miles de turistas, en especial, durante los meses del verano. Sus pobladores aún identifican el patio sumergido de alguna casa o el techo que una vecina reconoce ahora como un trampolín en medio de las aguas oscuras.
Hay en ese resurgir entre las ruinas un escenario que en parte parece de posguerra, una nostalgia superada, un amor que se volvió a fundar por el pueblo de los árboles quemados por la sal. Una postal hecha fósil que permanece como un vestigio de lo que fue y una alerta de lo que puede volver a ser.
*Por María Eugenia Marengo para CDMnoticias / Foto de portada: María Eugenia Marengo.