El malambo de Laborde, el más argentino de los festivales
Un certamen de insuperable calidad, con delegaciones que representan cada provincia, en diversas categorías, desde niños hasta veteranos. Los participantes que compiten para ser campeones han entrenado todo el año, con mucho esfuerzo y dedicación para alcanzar el premio mayor: el honor de ser coronado el mejor de todos. A contramano de todos los campeonatos, aquí se conserva el origen de esta danza feroz y, una vez que se gana, no se defiende más el título. En esta nota, el autor recuerda los inicios de este festival que hizo grande a un pequeño pueblo de la llanura pampeana del sur cordobés.
Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta
Un pueblo es esa pequeña patria de la que uno permanentemente quiere escapar, pero siempre termina volviendo, aunque sea por momentos y mentalmente, aunque estés en el lado opuesto del planeta. Laborde es una localidad del sudeste cordobés, de apenas 6 mil habitantes y no muy diferente a los cientos de pueblos llanos que hay en la Argentina, especialmente, en la pampa húmeda. Rodeado de kilómetros y kilómetros de campos sembrados por soja o trigo, dependiendo la temporada, este es el pueblo en que nací y me crié.
Cada enero, el eco del repiqueteo de las botas y los bombos suena desde aquí hacia todo el país. Laborde es la “Capital Nacional del Malambo” y conserva una forma pura de esta danza y el origen del espíritu del festival que dialoga de generación en generación.
El Festival Nacional de Malambo comenzó a realizarse en 1966, cuando José Pepe Viani, mi abuelo, juntó a un grupo de hombres de campo, bohemios, actores, bailarines, poetas y músicos con el objetivo de crear algo que no había en Córdoba ni en el país hasta aquel momento. Un festival donde la más argentina de las danzas fuera la única protagonista y no tanto las grandes estrellas de la música popular, que también pasaron y siguen pasando maravilladas por lo que veían antes y después de sus shows.
El festival se hizo de manera ininterrumpida desde entonces, con la única excepción de 2021, por la pandemia. Si bien el mes en que se realizaba fue cambiando, hace ya varias décadas que se realiza durante la segunda semana de enero. Que este campeonato se reivindique a sí mismo como “el más argentino de los festivales” no es un eslogan. Las 23 provincias más la Ciudad Autónoma de Buenos Aires están representadas y, de cualquiera de ellas, puede salir el campeón.
Que yo sepa, existen dos libros sobre el malambo. Uno, de historia, escrito por la hija del fundador, María Elena Viani, quien, a su vez, es mi madre. Otro se llama Una historia sencilla y es una crónica sobre un bailarín escrita por Leila Guerriero. Allí, la autora describe al pueblo y sus alrededores de manera magistral como solo puede hacerlo alguien con su pluma, pero, también, con una mirada de ajenidad respecto de lo que se escribe:
“La ruta provincial número 11 es una cinta de asfalto angosta, con unos cuantos puentes oxidados por los que pasa una vía por la que ya no pasa el tren. Si se la recorre en el verano austral –enero, febrero-, se verá, a un lado y otro, la postal perfecta de la pampa húmeda: campos reventando de un verde como trigo verde, verde brillante, verde maíz. Es el jueves 13 de enero de 2011 y la entrada a Laborde no podría ser más obvia: hay una bandera argentina pintada –celeste, blanco- y la leyenda que dice: Laborde Capital Nacional del Malambo. El pueblo es uno de esos lugares con límites claros: siete cuadras de largo y catorce de ancho”.
Quien asista regularmente o, al menos, haya tenido la oportunidad de presenciar otros festivales de folclore sabe que lo que sucede en el predio, en este caso, donde entran más de 3.000 personas, es apenas una porción ínfima de la acción. Las peñas, los clubes del pueblo, incluso, las casas de familia adquieren una dimensión donde el espacio-tiempo deja de importar demasiado y, por estos días, todo el pueblo se llena de gente y se vuelve inmenso. Las guitarreadas improvisadas en cualquier lugar del pueblo suelen extenderse hasta bien pasada la madrugada, hasta que los primeros rayos de sol empiezan a posarse sobre los pañuelos de las bailarinas agitados al cielo.
Llegan delegaciones de todo el país, que se han preparado con muchísimo esfuerzo y dedicación durante todo el año para competir. Para ser el mejor, es necesario dominar los dos estilos de malambo: el sureño y el norteño. El primero tiene una música lenta, casi ambiental, que evoca los páramos de la Patagonia y el bailarín, casi descalzo, despliega toda una serie de sutilezas donde se puede escuchar el golpeteo de sus dedos sobre las tablas. El norteño tiene una fuerza vertiginosa, hasta violenta, el sonido en las tablas por momentos es el galopar de un caballo, la destreza física y de movimientos es brutal.
En el Facundo, Sarmiento hablaba de que, en el carácter argentino, existe una “cierta resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida”. Cada vez que un bailarín pisa las tablas del mítico escenario José Pepe Viani, ese estoicismo se ve patente en el baile del malambo.
“Cinco minutos son poca cosa. Una ínfima parte de un viaje en avión de doce horas, un soplo en una maratón de tres días. Pero todo cambia si se establecen las comparaciones correctas. Un malambista alcanza una velocidad que demanda una exigencia parecida a la de un corredor de cien metros, pero debe sostenerla durante cinco minutos”, detalla la autora de Una Historia sencilla. Cinco minutos de movimientos imposibles desplegados con la intensidad de una carrera de cien metros. Hay una bravura intrínseca en el baile que hace que el malambista, desde lo escénico, tenga más que ver con el “gaucho malo” sarmientino que con el domesticado y manso de la vuelta del Martín Fierro.
Quien se consagra campeón verá coronada toda una vida de dedicación y sacrificio, bastante similar a la de un atleta o un monje ascético. Ser campeón nacional del malambo es lo más cercano que existe a la Copa del Mundo o a una medalla de oro olímpica en el mundo del baile folclórico argentino. Los excampeones son reverenciados como leyendas y, muchas veces, son quienes preparan a sus sucesores. Porque la competencia tiene una particularidad: una vez triunfante, ya no se puede defender el título. “Un hombre que, en el mismo momento en que recibe su corona, es aniquilado”, dice Leila.
El premio que se cristaliza en levantar una copa es el honor, es ser el mejor, el campeón que, a contramano de cualquier competencia, ya no defenderá el título. Hay, entre campeones y participantes, un acuerdo tácito de no volver a competir en este o en otros festivales en la categoría solista. “El verdadero premio de Laborde -el premio en el que piensan todos- es todo lo que no se ve: el prestigio y la reverencia, la consagración y respeto, el realce y la honra de ser uno de los mejores entre los pocos capaces de bailar esa danza asesina. En el pequeño círculo áulico de los bailarines folklóricos, un campeón de Laborde es un eterno semidiós”, detalla con precisión Guerriero.
“El sueño está al alcance de la mano, tendrán que entregarlo todo. Quizá ya no hay un mañana y es ahora, a todo”, grita el locutor en el escenario y da comienzo a la pasada final y feroz del malambo mayor, la del campeón.
Cerca de las 4 de la mañana, madrugada del domingo, el jurado delibera, los participantes están expectantes y el público espera, hacen sus apuestas, porque ya conocen de movimientos, de técnicas, son años de educarse viendo esta competición de alto rendimiento, viendo a los mejores. Ya con el sol amaneciendo, se escuchan los nombres ganadores de cada categoría.
El último nombre que se pronuncia es el campeón y, en esta edición, fue consagrado Mauro Dellac, subcampeón del año pasado y representante de la provincia de Buenos Aires. Suele ser común que el último subcampeón se prepare al límite de sus posibilidades para volver con más fuerza y, esta vez sí, hacerse con el título más deseado de todos. Este año, se constata ese destino.
“Suenan bombos y guitarras, repiquetea la esperanza, Laborde está llamando a fiesta”. Así reza el himno que abre todas las jornadas y que vuelve a sonar en medio de gritos y emociones propias de una final del mundo, antes de que la consagración culmine. Durante toda la semana e, incluso, en los días previos, el sonido del repiqueteo de las botas sobre las tablas y el bombo se hace omnipresente. Se vuelve un latido y se escucha en todos los rincones. Es un latido que une a un pueblo con un país entero. Mi abuelo Pepe Viani siempre decía que había que tener anécdotas para contarle a los nietos y yo, su nieto, estoy contando esta historia que comenzó con mi abuelo y que sigue hacia el futuro.
*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta / Fotografías: Ana Medero y Ezequiel Luque para La tinta.