Una historia sencilla, la épica del hombre común 

Una historia sencilla, la épica del hombre común 
20 octubre, 2021 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Una historia sencilla es un libro de la escritora Leila Guerriero, publicado en el año 2013. La trama gira alrededor de la lucha por la gloria de un bailarín de malambo en la localidad de Laborde, al sudeste de la Provincia de Córdoba, donde se celebra el más prestigioso festival de malambo nacional. Esa danza, compuesta por sucesivas figuras de zapateo llamadas mudanzas, que se ejecutan cada vez a mayor velocidad e intensidad según avanzan los cuatro o cinco minutos que dura el ejercicio, hace que miles de hombres se preparen año a año para consagrarse campeones y así lograr el aura de un héroe olímpico en el mundo del folklore. 

Leila Guerriero viajó hasta Laborde en 2011, un pueblo de seis mil habitantes, con la intención de contar la historia de una competencia de baile folklórico tan secreta como prestigiosa que se lleva a cabo desde 1966: el Festival Nacional de Malambo de Laborde, pero en la segunda noche vio sobre el escenario a un bailarín que la dejó paralizada, Rodolfo González Alcántara. Entonces, Una historia sencilla también se transformó en su historia. 

historia-sencilla-leila-guerriero“La ruta provincial número 11 es una cinta de asfalto angosta, con unos cuantos puentes oxidados por los que pasa una vía por la que ya no pasa el tren. Si se la recorre en el verano austral –enero, febrero-, se verá, a un lado y otro, la postal perfecta de la pampa húmeda: campos reventando de un verde como trigo verde, verde brillante, verde maíz. Es el jueves 13 de enero de 2011 y la entrada a Laborde no podría ser más obvia: hay una bandera argentina pintada –celeste, blanco- y la leyenda que dice: Laborde Capital Nacional del Malambo. El pueblo es uno de esos lugares con límites claros: siete cuadras de largo y catorce de ancho. Eso es todo y, como es tan poco, la gente casi no conoce los nombres de las calles y se guía por indicaciones como <<enfrente de la casa de López>> o <<al lado de la heladería>>. Así, el predio donde se lleva a cabo el Festival Nacional de Malambo es, simplemente, <<el predio>>. A las cuatro de la tarde, bajo una luminosidad seca como un casco de yeso, las únicas cosas que se mueven en Laborde están en ese lugar. Todo lo demás permanece cerrado: las casas, los kioscos, las tiendas de ropa, las verdulerías, los supermercados, los restaurantes, los cibercafés, los almacenes, las rotiserías, la iglesia, la municipalidad, los centros vecinales, los edificios de la policía y los bomberos. Laborde parece un pueblo sometido a un proceso de parálisis o de momificación y lo primero que pienso cuando veo esas casas bajas con su banco de cemento al frente, las bicicletas sin candado apoyadas contra los árboles, los autos abiertos con las ventanillas bajas, es que vi cientos de pueblos como éste y que, a simple vista, éste no tiene nada de particular. Si existen en la Argentina otros festivales en los que el malambo es uno de los rubros en competencia –el festival de Cosquín, el de la Sierra-, Laborde –donde este baile es protagonista excluyente- tiene un reglamento que lo hace único: establece, para la categoría de malambo mayor, un máximo de cinco minutos. En los demás festivales, el tiempo aceptable es de dos y medio o tres.  Cinco minutos son poca cosa.  Una ínfima parte de un viaje en avión de doce horas, un soplo en una maratón de tres días. Pero todo cambia si se establecen las comparaciones correctas. Los corredores de cien metros libres más rápidos del mundo tienen sus marcas por debajo de los diez segundos. La de Usain Bolt es de nueve segundos cincuenta y ocho centésimas.  Un malambista alcanza una velocidad que demanda una exigencia parecida a la de un corredor de cien metros, pero debe sostenerla no durante nueve segundos sino durante cinco minutos.  Eso quiere decir que los malambistas que se preparan para Laborde no sólo reciben durante el año previo al festival el entrenamiento artístico de un bailarín, sino también la preparación física y psicológica de un atleta. No fuman, no beben, no trasnochan, corren, van al gimnasio, ejercitan la concentración, la actitud, la seguridad y la autoestima. Aunque hay quienes se entrenan solos, casi todos tienen un preparador que suele ser un campeón de años anteriores y a quien debe pagarle las clases y el viaje hasta la ciudad en la que viven”.

Leila Guerriero, desde una distancia tan íntima como implacable y tan discreta como intrusiva, acompaña a Rodolfo González Alcántara en el viaje hacia la noche final, en donde busca por todos los medios la épica del hombre común, del ciudadano de a pie. 

A través de las páginas, iremos conociendo personajes entrañables como Tonchi, amigo de la infancia de González Alcántara, que a pesar de tener un problema severo de salud, viaja hasta Laborde para verlo bailar. También descubriremos a los padres del bailarín, que ante la falta de dinero, alquilan un colectivo en el que viven y duermen durante los días que dura el festival. 

“Por qué, si él era igual a muchos. Usaba una chaqueta beige, un chaleco gris, una galera, un chiripá rojo y un lazo negro como corbatín. Por qué, si yo no era capaz de distinguir entre un bailarín muy bueno y uno mediocre. Pero ahí estaba él –Rodolfo González Alcántara, veintiocho años, aspirante de La Pampa, altísimo- y ahí estaba yo, sentada en el césped, muda. Cuando terminó de bailar, la voz opaca, impávida de la mujer, dictaminó: -Tiempo empleado: cuatro minutos cincuenta y dos segundos.  Y ese fue el momento exacto en que esta historia empezó a ser definitivamente otra cosa. Una historia difícil. La historia de un hombre común.  Esa noche de viernes, Rodolfo González Alcántara llegó hasta el centro del escenario como un viento malo o como un puma, como un ciervo o como un ladrón de almas, y se quedó plantado allí por dos o tres compases, con el ceño fruncido y mirando alguna cosa que nadie podía ver. El primer movimiento de las piernas hizo que el cribo se agitara como una criatura blanda mecida bajo el agua. Después, durante cuatro minutos cincuenta y dos segundos, hizo crujir la noche bajo su puño. Él era el campo, era la tierra seca, era el horizonte tenso de la pampa, era el olor de los caballos, era el sonido del cielo del verano, era el zumbido de la soledad, era la furia, era la enfermedad y era la guerra, era lo contrario de la paz. Era el cuchillo y era el tajo. Era el caníbal. Era una condena. Al terminar golpeó la madera con la fuerza de un monstruo y se quedó allí, mirando a través de las capas del aire hojaldrado de la noche, cubierto de estrellas, todo fulgor. Y, sonriendo de costado –como un príncipe, como un rufián o como un diablo-, se tocó el ala del sombrero. Y se fue. Y así fue. No sé si lo aplaudieron. No me acuerdo. ¿Qué hice después? Lo sé porque tomé estas notas. Corrí detrás del escenario pero, aunque intenté encontrarlo en el tumulto –un hombre enorme, tocado por un sombrero y con un poncho rojo atado a la cintura: no era difícil-, no estaba. Hasta que, frente a la puerta abierta de uno de los camarines, vi a un hombre muy bajo, de no más de un metro cincuenta, sin chaqueta, sin chaleco, sin galera. Lo reconocí porque jadeaba. Estaba solo. Me acerqué. Le pregunté de dónde era. –De Santa Rosa, La Pampa –me dijo, con esa voz que después escucharía tantas veces y ese modo de ahogar las frases al final, como quien se quita un poco de importancia-. Pero vivo en Buenos Aires. Soy profesor de danzas. Temblaba –le temblaban las manos y las piernas, le temblaban los dedos cuando se los pasaba por la barba que apenas cubría la barbilla- y le pregunté el nombre. –Rodolfo. Rodolfo González Alcántara. En ese momento, según mis notas, el locutor decía algo que sonaba así: <<Molinos Marín, harina que combate el colesterol>>. No escribí nada más por esa noche. Eran las dos”. 

Una historia sencilla de Leila Guerriero cuenta la historia de un hombre común que avanza tras un sueño movido por el más peligroso de los sentimientos: la esperanza. 

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(Imagen: Alejandra López)

Sobre la autora

Leila Guerriero nació en 1967 en Junín, provincia de Buenos Aires, Argentina. Comenzó su carrera periodística en 1991, en la revista Página/30. Desde entonces, sus textos han aparecido en La Nación y Rolling Stone, de Argentina; El País y Vanity Fair, de España; El Malpensante y SoHo, de Colombia; Gatopardo y El Universal, de México; Etiqueta Negra, de Perú; Paula y El Mercurio, de Chile; Granta, del Reino Unido; Lettre Internationale, de Alemania y Rumania; L ‘Internazionale, de Italia, entre otros medios. Es editora para el Cono Sur de la revista mexicana Gatopardo. En 2005, publicó el libro Los suicidas del fin del mundo, traducido al portugués y el italiano. En 2009, publicó una recopilación de crónicas titulada Frutos extraños. En 2013, publicó Plano americano, que reúne veintiún perfiles de personalidades de la cultura de España y Latinoamérica. Su trabajo ha formado parte de antologías como Mejor que ficción y Antología de crónica latinoamericana actual. En 2013, ganó el Premio González-Ruano de Periodismo, que concede la Fundación MAPFRE. 

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Leila Guerriero, literatura, Novelas para leer

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