Crónica de una violencia cotidiana, pero jamás naturalizada
Hace un mes, un colectivo de la línea ERSA me chocó el auto de atrás. Crucé el auto y me bajé. El chofer sacó su cabeza por la ventanilla y me propició una serenata de insultos referidos a mi vagina, mi condición de mujer y mis habilidades para el manejo; luego, huyó sin darme los datos del seguro. Quedé en shock, parada, sin saber qué hacer. ¿Fue violencia de género? ¿Cómo se transita el malestar? ¿Cómo se transita el trauma? Golpeé muchas puertas, todas cerradas. Escribo para no naturalizar el paisaje cotidiano de las violencias hacia quienes nos vemos como una mujer y manejamos en una ciudad cada día más abarrotada de autos, cortes, arreglos, pozos, semáforos rotos, un escenario propicio para la violencia.
Por Noe Gall para La tinta
En una de esas tardes de 40 grados, a las que nos estamos acostumbrando en la ciudad -gracias al aniquilamiento de nuestro bosque nativo-, conducía por el Boulevard Perón frente a la terminal nueva y un colectivo de la línea 74 me impactó de atrás, intentando pasarme en una calle que tiene un solo carril. Miré por el espejo retrovisor mientras seguía tirándome el colectivo, insistiendo en pasar. Detuve el auto en medio de la calle bloqueándole el paso, me bajé a pedirle los datos de su seguro para poder hacer el reclamo y él no se bajó. Me paré debajo de su ventanilla, el colectivo estaba repleto de gente, él asomó su cabeza, me miró fijo y, en una voz muy baja, me dijo:
“Qué hacés, la concha de tu madre, papudaza, pedazo de hija de puta, la puta que te parió, quién te enseñó a manejar, hija de puta, conchuda de mierda, forra del orto, concheta…”. Lo escribo porque, cuando fui a hacer la denuncia por violencia de género al Polo de la Mujer, me hicieron decirlo en voz alta y advertí el poder performativo que tienen los insultos aún y en su naturalización.
Me alejé de la ventanilla, sentí miedo, no podía dejar de observar su boca pastosa, la saliva blanca entre los dientes, las pupilas dilatadas, parecía un perro con rabia y advertí el peligro. En medio de la calle, ante muchos testigos, a plena luz del día, un hombre podía tirarme el colectivo encima, chocarme, hostigarme y violentarme.
Retrocedí un paso, le pedí que se calmara y me diera sus datos, me dijo que me estacionara y me los daba, que no podía cortar el tráfico así y cometí un error (que me salvó, creo yo), le creí. Corrí el auto y se dio a la fuga. Antes, logré tomar una fotografía. La única evidencia que tengo. Hace mucho no me veía expuesta a la violencia tan radicalmente, hace mucho no sentía miedo en la calle. Estaba sola, me senté en el auto de nuevo, lo puse en marcha y me frené, tenía un nudo de bronca atragantado en la garganta. El pragmatismo me rescató, pensé en el seguro, en el costo del arreglo, llamé a la policía para dejar asentado lo sucedido, nada sirvió, lo mismo lo voy a tener que pagar yo.
En los días venideros, el fuego empezó a crecer desde adentro: ¿qué hago? ¿Dejo pasar el insulto? ¿Pago el arreglo? ¿Le aviso a la empresa que tienen un violento en sus filas? Toda empoderada y feminista, destiné una cantidad de tiempo que nadie tiene a fin de año y fui a golpear puertas. Primero, en la comisaría, relaté lo sucedido y me dijeron que era una contravención, ¿saben cómo se denuncian las contravenciones? En una máquina.
Fui a la comisaría, subí al primer piso, toqué un timbre y vino una mujer joven por una ventanilla, le comenté lo sucedido y me preguntó: “¿Pero te pegó? ¿Te golpeaste en el choque? ¿Te hizo algo?”. Me señaló una máquina donde tenía que escribir lo sucedido. Había tres mujeres antes que yo, una de ellas estaba usándola, intentando escribir con un dedo letra por letra, mientras recordaba lo acontecido y lloraba, no me resistí de lejos y pude leer que se trataba de un robo de dinero de alguien cercano. ¿Qué especie de perversidad es esta de tener que dar cuenta a una máquina la violencia sufrida? Llorar ante una pantalla blanca, en una fila que espera su turno para denunciar ante la ley que alguien hizo un daño que no se puede saldar con unas disculpas o un olvido. Perversos, son unos perversos.
Sentada ahí, empecé a compartir por mis redes lo que estaba viviendo y una compañera me sugirió ir al Polo de la Mujer. A diferencia de la comisaría, la atención fue muy cálida, te escuchan, te ofrecen agua, café, algo para comer, te contienen. Así mismo, tuve que convencerlas de que me tomaran la denuncia, pues solo la toman si la persona que ejerce la violencia es tu pareja o familiar, ¿son las únicas capaces de ejercer violencia de género?
Me tomó la denuncia una persona muy amable, relaté todo lo acontecido, yo muy entera, habiendo acompañado a muchas en ese proceso, conociendo mis derechos, hablando la lengua de la academia de los estudios de género, nombrando cada cosa por lo que es, así y todo, me quebré. Me preguntó si había podido seguir con mis actividades después de lo acontecido y la verdad es que no, me tomó la semana, tuve pesadillas, me asaltó el enojo e intenté de todo para que esa persona supiera que lo que había hecho estaba mal.
Quienes sufrimos violencia de género en algún momento de nuestros trayectos vitales sobrevivimos a base de olvido, sanación, reparación, pero, muchas veces, queda una huella, una herida o lo que se podría nombrar como trauma. ¿Qué hacemos con el trauma?, ha sido una de las preguntas que ha motorizado mi feminismo y el de muchas. No era la primera vez que me insultaban así, lo habían hecho muchos hombres antes, creí haber desarrollado un callo que hacía que, cuando ese zapato apretara, no doliera tanto. Pues no, ahí quedé, paralizada, escuchando insultos, tomada por la bronca, no importa qué hagas de tu vida, salir a la calle implica la exposición a la violencia por el simple hecho de ser mujer.
Con la denuncia en mano, me fui a ERSA, ni siquiera logré entrar porque fui frenada por un guardia, que me dio un papelito con los datos del seguro y ya. Llamé por teléfono y me mandaron a cargar todo por internet, lo hice. Nunca llegó el mail de confirmación para seguir con el trámite. Fui hasta el seguro, no tienen atención al público, una reja gris, una persona diciéndome que no podía hacer nada, solo necesitaba el número de póliza, me quedé esperando mientras él “veía qué podía hacer”. Esa misma semana, otro colectivo de la misma empresa había atropellado a un niño, en esos minutos de espera, se me vinieron sus padres a la cabeza, ¿habrán ido hasta las puerta del seguro? ¿Habrán cargado el reclamo por internet en la pestaña correspondiente? ¿Habrán ido a la empresa? ¿Cómo se conjuga el dolor con la burocracia?
Unos días después, un policía llamó a mi puerta, dos juezas habían desestimado mi denuncia por violencia de género porque no pedí una orden de restricción para el chofer. ¿Cómo pedir una orden para alguien que no conozco y cuya violencia hacia mí no fue personalizada? No me insultó por ser Noe Gall, no me conoce, no sabe dónde vivo, qué hago… me agredió porque puede, porque soy mujer y porque sabe que cuenta con el apoyo de una empresa que se replegó a su favor, que cuenta con un sistema a su entero favor, donde la violencia es real solo cuando es visible o audible. Como la pregunta insistente de la policía: ¿te pegó? ¿Te golpeaste? ¿Te pasó algo? Cuando me ofrecieron la orden de restricción, la rechacé y, en cambio, pedí capacitación en violencia de género para los choferes de ERSA, no pedí castigo, pedí reparación.
Consulté a un abogado, en términos legales, podría hacer un juicio que me llevaría mucho tiempo y dinero, y lo más probable es que lo pierda. ¿Quién tiene tanto tiempo para golpear tantas puertas? Me quedé pensando en mi lectura de clase, es un trabajador que está en la calle con 40 grados en una ciudad enfurecida, al cual podría dejar sin trabajo a fin de año, que seguro tiene una familia que alimentar, todo por no bancarme un insulto. Al arreglo lo paga una parte mi seguro y otra yo, el chofer ni se anotició de todo lo que movilizó en mí su violencia, la empresa no le dará capacitación a sus choferes.
¿Era mi ego quien conducía esa bronca? ¿Cómo se traza esa distribución diferencial del enojo? ¿Cómo se repara el daño de la violencia de género recibida en el espacio público? ¿Cómo se puede diseñar una planificación de obras de manera que no desgaste y vulnere a quienes circulamos por la ciudad? ¿Es necesario cortar media calzada en puentes y calles con controles policiales? ¿Para qué están todas esas cámaras, esos policías, tanto control y vigilancia, si puede venir un tipo y violentarte como si nada?
Si sos mujer y manejás auto, moto, bici, te podés morfar en cualquier momento una flor de puteada por el simple hecho de atreverte a ocupar el mismo espacio público que ellos, por no ceder lugar, por no dejarte amedrentar aun cuando te tiran un colectivo encima.
Clase y género son variables que tienen que ser pensadas en conjunto, ¿es mi indignación un privilegio de clase? Esa contradicción me ronda en la cabeza desde entonces. Yo iba sola en mi auto con aire acondicionado a buscar a una amiga y la violencia irrumpió de repente, no iba a escribir esta nota, había decidido dejar atrás el asunto, pero tuve que manejar una hora antes de que juegue Argentina y, de nuevo, un colectivero me insultó y, de nuevo, una moto me insultó y un naranjita le pegó al auto por estacionarme donde frena los taxis, mientras yo recogía a alguien que salía de una intervención quirúrgica. Escribo para no naturalizar, para que no naturalicemos y porque tenemos derecho a habitar la ciudad libre de violencias.
Escribo desde el fracaso de haber intentado mucho y no haber logrado nada, en medio de un clima mundialista, donde la cultura del éxito está en el aire y donde ganar o perder lo es todo. Puedo reconocer en el fracaso la potencia de la perseverancia por vivir una vida feminista. Por suerte, ganó Argentina y me lancé a las calles como miles de ustedes, y canté, salté, caminé, manejé entre multitudes y fue una fiesta sin violencias para este cuerpo. Sin embargo, a unos kilómetros de nuestra fiesta, una mujer fue asesinada por su expareja y otra se encuentra desaparecida hace semanas.
*Por Noe Gall para La tinta / Imagen de portada: A/D.