El atentado troll contra Cristina Fernández (y su posterior desmentida) en la época del goce irrestricto
(*) Por Jorge Foa Torres y Juan Manuel Reynares para La tinta
El atentado del 1° de septiembre a Cristina Fernández ha cambiado el escenario político en Argentina y sus consecuencias son aún incalculables. Lejos está de constituir un evento aislado, como han planteado dirigentes políticos y referentes mediáticos al insistir en la “locura” de su perpetrador o sus organizadores. Por el contrario, se suma a una serie de condiciones de posibilidad y transformaciones de nuestra época.
Sin dudas, el atentado tiene similitudes con otros sucesos históricos que, en Argentina y otros países, intentaron o consumaron magnicidios. Pero la época contemporánea posee coordenadas estructurales diferentes a las del siglo pasado que exigen otros marcos conceptuales y estrategias de intervención.
Como quien atraviesa un haz de luz por un cristal, al observar nuestro tiempo a través del intento de femicidio, podemos enfocarnos en algunos de sus rasgos constitutivos.
En primer lugar, no se trata de afirmar que el atentado es simplemente la consecuencia de la propagación de ciertos “discursos del odio”. Ello implicaría (en una cadencia tan tranquilizadora como atendible para quienes esgrimen el argumento) que tanto los responsables de la proliferación de esos mensajes, que aplicarían la aguja hipodérmica de medios masivos (redes y multimedios) como los individuos sometidos a esas pasiones violentas y tristes se inscriben en un lazo social. Habría, aún, algún discurso -entendido como lazo amoroso- entre la saturación mediática del odio y sus agentes. Sin embargo, desde una mirada atenta a nuestras transformaciones estructurales, la interpelación del odio parece cabalgar sobre la renegación de toda relación social. Esto nos convoca a comprender ese odio, precisamente, en su estatuto predominantemente imaginario.
Como ha señalado Jorge Alemán hace pocos días: “Lo importante no es el ‘llamado discurso del odio’, sino desentrañar cuáles son las condiciones del neoliberalismo para lograr con el odio la eficacia política de la que se nutren las ultraderechas”.
Visto desde esta perspectiva, el “discurso del odio” es un oxímoron, una contradicción en los propios términos: la concentración del odio se orienta a la disolución de los lazos sociales. Por lo tanto, el atentado no se inscribe en un discurso: es la evidencia de la puesta en acto de la voluntad destructiva más profunda y decisiva de la ideología capitalista de nuestra época, la de la disolución de todos aquellos rasgos de humanidad que produjeron a la cultura tal como la conocimos. Como se desprende de los mensajes que circulaban entre las personas organizadoras del atentado, lo que lo provoca no es la inmolación por un ideal superior ni el sacrificio reclamado por la historia. Allí habría, aunque de un modo terrible, un sentido para la acción. Quienes actúan lo hacen empujades por la demanda y la voluntad de liberación de sus impulsos más mortíferos, en medio de la disolución del registro simbólico.
En segundo lugar, la interacción de les señalades como partícipes del atentado, junto a la dinámica de la agrupación “Revolución Federal”, de la que ocasionalmente participaban, se presenta como propia de la actuación de lo que comúnmente llamamos trolls. Pero, en otros trabajos, hemos aludido a la idea de troll ya no como mero elemento anecdótico de la comunicación en redes sociales, sino como un concepto, el de subjetividad troll, que apunta al modo predominante de producción de subjetividad en nuestra época.
Prestando atención a los diálogos entre les organizadores del atentado, podemos comprender ciertos rasgos que, de otro modo, solo se entenderían en el terreno del delirio (en última instancia, una patología reconocible y aislable).
El troll, al tiempo que se autoconcibe como quien pone a funcionar el circuito (con la fantasía de que, con su posteo o su disparo, puede ser el que controla o dispone del dispositivo), reniega de toda responsabilidad subjetiva por sus actos y dichos. Puede decir y hacer todo sin consecuencias a la vista. Ante una supuesta ausencia de referencias válidas, el troll cree “tomar el asunto en sus propias manos”, pero sin asumir la responsabilidad de sus actos, ya que, precisamente, reniega de toda autoridad que pueda definir sus obligaciones.
En el castigo que pretende infligir, el troll cree alcanzar el máximo de su rebeldía. Pero, en realidad, es solo un mero agente del mandato de la época: matar al otro, segregar a lo otro. A fin de cuentas y tras su mascarada de omnipotencia, el troll es el más sumiso al orden imperante, en tanto su rechazo del lazo social y su imposibilidad constitutiva, lo vuelve impotente ante el imperativo de goce mortífero.
En tercer lugar, ese mandato o voz que empuja sin barreras al troll se traduce en Argentina en la expresión “maten a la chorra”. Pero, veamos, ¿qué se ha robado o se roba Cristina? O si pensamos en términos de su representación, ¿qué se ha robado o se roba el populismo o el peronismo? ¿Es acaso esta una simple cuestión penal o individual? En el manual de la impugnación antipopulista, las alusiones a la corrupción poseen una gran capacidad de afectación, haciendo de esta la causa básica de todos nuestros males. Hay entre el odio, el ímpetu a actuar por mano propia y la corrupción una vinculación estructural. ¿Por qué genera tal indignación cualquier denuncia de corrupción, creíble aún antes de cualquier prueba, al punto de trastocar el principio republicano básico de presunción de inocencia?
Este interrogante adquiere mayor relevancia si advertimos que el sistema capitalista en su conjunto es aquel en donde la corrupción es la norma estructurante para el desarrollo de la centralización, concentración y transnacionalización de las economías globales en pos de la maximización ilimitada de ganancias por parte de holdings y megamillonaries. Y en donde el Estado de derecho, en sus versiones liberales y sociales, ha caído subordinado al orden de la economía de mercado.
¿Por qué es efectivamente la corrupción político-populista el principal problema? ¿Qué herejía o anomalía ha producido el populismo para ser el único ladrón en este contexto? El discurso populista carga con la denuncia a priori de corrupción, porque efectivamente algo roba, aunque no sea un PBI. Roba el goce irrestricto al que empuja el neoliberalismo. En su proyecto político, el populismo (como podemos ver en diversas experiencias latinoamericanas) no podría ser otra cosa que el responsable de cierta interrupción de la circularidad del capitalismo neoliberal. En la superficie, la corrupción. Por debajo, el robo del goce irrestricto comandado por el neoliberalismo. Entonces, podemos ver en la acusación de ladrona a Cristina mucho más que la mera certeza en su culpabilidad penal frente a un cohecho. Por eso mismo, aun procesada y en prisión, el mandato a su eliminación física ha de seguir operando. Lo femenino (del insulto “chorra”) es determinante también en la operación. Es aquello que busca, en última instancia, ser rechazado, en tanto la posición femenina es la única capaz de descompletar -aún- a ese circuito.
Por último, asistimos en los últimos días a diversas formas de desmentida del atentado: desde las versiones del “armado” de la escena hasta los esfuerzos por endilgar a la propia Cristina la culpa por el atentado. Ahora bien, esta postura cínica, propia de aquel que se presenta como quien todo lo sabe del otro, no es exclusiva de este caso, sino que constituye la operación por excelencia de la época. La desmentida primordial, por decirlo de algún modo, puede apreciarse más claramente en la misma génesis de la “teoría de la grieta”. Podemos reconocer allí una homología estructural entre ambas, en la amplitud del intervalo que va desde el montaje (al atentado lo armó el kirchnerismo, a la grieta la inventaron los políticos) a su reconocimiento, seguido de la disolución de su significado histórico. En este punto, la proliferación de la grieta como metáfora de la política argentina es sintomática del rechazo segregativo y mortífero de la imposibilidad constitutiva de lo social. En el mismo momento en que es reconocida la división social, es negada, identificándose al causante-culpable de la misma. Se trata, en definitiva, de negar a sabiendas la división social para construir la ilegitimidad del opositor político, mientras se habla de “bandos” equivalentes en su odio e irracionalidad.
Lo que nos interesa destacar aquí es que el atentado cristaliza una época de transformaciones estructurales. Una época que aloja enormes peligros para las iniciativas colectivas emancipatorias, ya que predomina en ella una dinámica ideológica imaginaria con rasgos imbricados. ¿De qué maneras sutiles es posible horadar la consistencia del odio y la ignorancia de los goces irrestrictos? ¿Se trata para los proyectos emancipatorios de responder con la misma moneda, horadando los lazos e imaginarizando sus proclamas?
¿Acaso la salida -a la Deleuze- se trata de introducir lo delírico para un nuevo llamado a la revolución? Quizás, un camino no sacrificial pueda hallarse en la insistencia en el horizonte de la democracia radical, propuesto por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, frente a las formas sistemáticas de destrucción del Estado de Derecho y las democracias liberales del siglo XX. Pero a condición de que esa perseverancia no suponga la mera continuidad de un terreno en donde el plano de lo simbólico y de los nombres del padre (o grandes relatos) sean dominantes, sino que, todo lo contrario, tenga muy en cuenta que nuestro tiempo es uno en donde la primacía de lo imaginario tiende a capturar a los cuerpos como meras sustancias gozantes. Quizás el camino de la emancipación se yergue entre la insistencia al lazo social y la invención de modos singulares de desplazamientos de cuerpo: de sustancias gozantes a sujetos con derecho a goces no irrestrictos.
* Por Jorge Foa Torres (CCONFINES, IAPCS-UNVM/CONICET) y Juan Manuel Reynares (CCONFINES, IAPCS-UNVM/CONICET) para La tinta.