Monos y manadas: gestos y opacidad
Si pensamos a los gestos como la huella de la humanidad, una especie de memoria viva que se ha ido transmitiendo miméticamente más que oralmente entre especies, nos podemos preguntar de nuevo: ¿qué es la humanidad y si la humanidad le pertenece solo a l*s human*s? Los monos de la reserva Carayá me devuelven un espejo para pensar en mi historia con mi manada. ¿Cómo amamos la animalidad sin humanizar?
Por Noe Gall para La tinta
Augusto, uno de mis sobrinos, cumplió 18 años y, como buen adulto, organizó su salida de cumpleaños. Agendamos y nos fuimos a la reserva de monos Carayá. Compramos sándwiches, gaseosas, pusimos música y disfrutamos del otoño cordobés, que debe ser el más lindo del mundo. Augusto, cuando era niño, fue diagnosticado con Asperger, hemos construido nuestro propio código de comunicación, con pocas palabras, sostenido en ritos, cotidianidades discontinuas, placeres compartidos como la música y los monos, quienes le despiertan una ternura particular, veo cómo cambia su tono de voz, cómo se enternece al mirarlos, la atención que le pone a cada movimiento. Dice que le recuerda a su hermano menor, sonreímos cómplices ante cada pirueta, sacamos fotos, caminamos y pienso en el vínculo que he construido con mi manada.
La reserva Carayá alberga varias especies de monos, realizan un trabajo de revinculación con su hábitat, rescate y supervivencia de una especie en peligro de humanidad. La mayoría son monos que fueron rescatados de situación de mascota y hoy están en rehabilitación de nuestra condición, para poder sobrevivir o vivir como monos. La primera acción que realizan l*s guardianes es abandonar el tacto, los monos piden contacto, comida, y ell*s les rechazan una y otra vez, es un gesto tortuoso de atestiguar, los monos con infinitas artimañas de ternura piden contacto y l*s guardianes estoicamente dicen no. Insisten en que guardemos las botellas de gaseosas, porque si ven una coca, se les desata una memoria de azúcares y placer, podemos ser asaltad*s por los monos. Tacto y azúcar, las formas del amor de la humanidad.
Vivo en una manada de seis perros y una gata, hace muchos años, desde que tengo memoria, un peludo habita conmigo los espacios. Mi vida cotidiana está atravesada por sus tiempos, sus rutinas, que ya son nuestras, a todas nos afecta la luna llena, a veces coincidimos en no gustarnos las mismas personas, nos gusta dormir juntas, ya sea en la cama o en el piso. Nos movemos como un cuerpo, son mis compañeras de escritura, si estoy sentada y me levanto para trasladarme a otro lado, ellas vienen conmigo o simplemente se acomodan, pero mi movimiento se responde con otro movimiento.
Se me ha acusado de humanizarlas por hacerlas partícipes de mi vida privada y pública -como si esa extinción dijera algo a la vida animal-, por llevarlas a lugares a los que un perro no debería ir y no porque esté prohibido su ingreso, sino porque se entiende por un acuerdo tácito entre los humano que los animales no participan de ciertas actividades, por ejemplo, las académicas, las movilizaciones, las fiestas, los asados, el trabajo. Sin embargo, cuando se encuentran con alguna de ellas ahí, todos interactúan, celebran su presencia, salvo algunas excepciones de personas que les tienen fobia a los canes por experiencias traumáticas en la niñez.
Una tarde, mi manada se trenzó en una pelea con otros perros en la calle, el resultado fue mucha sangre, colmillos cortados, heridas, veterinarios, pelea con los vecinos, empatía con la otra perrita herida. Cuando pasó todo y volví a casa, no pude parar de llorar, porque no podía saber cuánto les dolía, porque por primera vez su mirada, su rostro se me había vuelto opaco. “Noelia, es un animal -me dijeron-, hay cosas que no vas a entender, es un radical diferente, es un otr* no humano”.
Si pensamos a los gestos como la huella de la humanidad, una especie de memoria viva que se ha ido transmitiendo miméticamente más que oralmente entre especies, nos podemos preguntar de nuevo: ¿qué es la humanidad y si la humanidad le pertenece solo a l*s human*s? Los monos de la reserva Carayá sabían perfectamente cómo interactuar a través del movimiento con nosotr*s, cómo pedir comida, cómo llamar nuestra atención, cómo acercarse. Gestualidad reconocible para nosotr*s, gestualidad aprendida para su supervivencia.
Cuánto nos cuesta estar ante la opacidad de un lenguaje corporal, comunicarnos desde la incomprensión. Humanizar no es solo parecer, es también amar. ¿Cómo amamos la animalidad sin humanizar? ¿Cómo nos comunicamos sin buscar reconocer? No bastó con el trabajo pedagógico de los guías donde relataron las torturas que nuestra especie le hizo a esos monos, la gente sentía ternura y ganas de adoptar uno. Si bien la diferencia entre animales salvajes y domésticos es clara, no nos libra de pensar cómo hemos domesticado la animalidad. Escuchar a las guías me hizo pensar en el contacto como acto de humanización y dudar en mis formas del cariño animal. Me estoy yendo de mi manada e irse de una manada debe ser una de las cosas más difíciles a las que un mamífero se enfrenta. Separarse fue, sobre todo, desprenderme de una cotidianidad con mis perras. Empezar a irme fue afrontar la idea de no tocar más sus pieles, invitarlas amorosamente a olvidar mi cuerpo, las formas de mis caricias, los paseos vespertinos, el abrazo en la cama, los mimos con los pies mientras escribo.
El día que las desconocí, el día de la pelea, estaba sola en casa intentando entender cómo había sucedido tal episodio, cómo habían sido capaces de agarrarse entre ellas y agarrar a otro perro, ¿por qué? ¿Cuál fue el motivo? ¿Tenía las herramientas para entrar en su lenguaje? Por supuesto que hubo un motivo, pero no era decodificable para mí de ninguna manera. Pero la más lastimada era mi Lulú, nos sentamos en el sillón y ella me miraba fijo a los ojos mientras llorábamos juntas, no corrimos la mirada por un buen rato, ella me estaba diciendo algo. Opacidad pura y, a la vez, corporalidad pura. Allí, en ese instante, no había lenguaje posible, no había comprensión posible, no había manera de reconstruir los hechos por nadie. Era pura gestualidad, estar ahí, sostener la mirada, acuerparnos.
Desde las ideas y propuestas teóricas del giro afectivo, me vengo preguntando sobre la relación emocional que tenemos con nuestros animales. ¿Hay gestos animales y gestos humanos? ¿Cuáles son los gestos animales que podemos decodificar? Si esa decodificación está mediada por las múltiples representaciones que tenemos sobre la alegría, la tristeza, el dolor, entonces, ¿el humano solo siente empatía por lo que puede reconocer como humano? ¿Cómo establecemos una relación ética con la opacidad de los sentimientos animales? En definitiva, lo que me estoy preguntando es cómo los aprehendemos. La gestualidad animal nos abre la posibilidad de trazar otra ética relacional, donde las emociones no estén supuestas, donde podamos abrazar la opacidad de la otredad y ya no necesitemos humanizar para amar. L*s invito a que pensemos, cuando vemos a un animal, ¿qué nos genera ternura? ¿Qué nos genera compasión? ¿Qué nos genera terror?
Terminamos el paseo con Augusto, volvimos extasiados de corporalidad animal, repasando los gestos de los monos al saltar de árbol en árbol, cómo agarraban las bananas, sus aullidos, sus manitas, cómo cargaban con sus crías a los hombros, con la esperanza de que, en algún lugar, se resguarda una animalidad que, para ser cuidada, no tiene que ser humanizada. ¿Podemos amar a nuestros animales sin humanizarlos?
*Por Noe Gall para La tinta / Imagen de portada: Noe Gall.