El idioma del universo: Aldo Rodríguez, luthier
En esta nota, un retrato del luthier en su taller, en su pequeña oficina del cosmos en la calle Lima. Un discurrir sobre la música, el oficio y el trabajo en palabras y fotos.
Por Hugo Suárez para La tinta
“Vos imaginate… el Big Bang seguramente sonó en una nota, ponele, en un acorde… Desde ese preciso momento, todo vibra continuamente. Esas ondas están ahí, alrededor nuestro, comunicándonos, constituyendo, de una manera u otra, todo lo que somos. La naturaleza es vibrar, los planetas vibran, el sonido de un río es una vibración… los árboles, las aves, la tierra. Por eso, creo que la música es el idioma del universo, es la energía primal a través de la cual todas las criaturas nos comunicamos y podemos llegar a entendernos”, y así empieza.
Aldo Rodríguez, que integró grupos musicales hasta decantarse por los secretos del sonido, habla y, mientras habla, mueve los brazos, abre sus manos, gesticula. Intenta graficar en su cuerpo lo que está queriendo decir. Quiere que el mensaje llegue. “La humanidad busca, desde sus orígenes, decodificar el universo y la respuesta está quizás en la madera. Los árabes, por ejemplo, fueron grandes difusores de la música. En sus campañas militares había músicos, orquestas y, con sus ‘laúdes’ (en árabe, ‘al-‘ūd’, que significa ni más ni menos que ‘la madera’), pusieron la semilla de lo que posteriormente serán las guitarras españolas. Dicho sea de paso, en algunas regiones de España aún se le llama ‘la madera’ al instrumento más universal de todos. Todas las culturas han ido encontrando, a lo largo de los siglos, la ingeniería necesaria para ‘hablar’ la música. Sea por la razón que sea, religiosa, festiva, comunicativa, los pueblos han venido descubriendo la forma adecuada de moldear la materia para reproducir las vibraciones en la nota justa”, dice.
En este punto, tengo que decidir por dónde sigue esta charla. Es tan sustancial lo que cuenta que no me animo a interrumpirlo. Sinceramente, no dispongo de muchas herramientas conceptuales para debatir con él y hay cierta fundamentación radical en lo que dice que tengo miedo de meter la pata. Su local es una pequeña oficina del cosmos y él parece tan pequeño rodeado de flautas andinas, cornetas de Nepal, campanas hindúes, un “wong” japonés. Hay un arpa y me animo a relacionarme con ella. El sonido es hermoso. Me dice: “Mi mamá nunca vio un arpa y no me extraña, porque la nuestra, lamentablemente, no es una cultura rica en cuestiones musicales”. Frunzo el ceño con la intención de discutir, pero me derrota con un ejemplo: “El otro día, bajé de un taxi con ese instrumento (el arpa) y la gente que estaba cerca se paró a ver, fascinada, y lo entiendo, por esto que te decía más arriba. Es una pena que en las escuelas no se enseñe música de una manera más universal”.
Intento aportar algo y le cuento que, hace un par de días, miraba en un libro la pintura de Brueghel el Viejo, La torre de Babel. Según la leyenda, los hombres, intentando llegar al cielo y encontrarse cara a cara con Dios, deciden construir una torre, pero este, obstinado en su misterio, crea los idiomas y entonces los obreros, que antes hablaban un dialecto común, ahora dejan de entenderse y la torre queda inconclusa. La pregunta es si no será acaso la música la respuesta a todo, si en la universalidad de las siete notas no encontraremos el idioma común del entendimiento. La respuesta es contundente: “Es así, de hecho, enviamos un satélite con un disco de platino lleno de música que suena permanentemente en el espacio”.
Vuelvo a la Tierra. Charly García hace un tiempo manifestaba su preocupación por la dirección que estaba tomando la música, con predominancia del ritmo por sobre la armonía y la melodía. Ni hablar de la poesía. Ambos observamos que tenía razón, que todo se orienta hacia un empobrecimiento de la cultura musical, con lo sensacional como imperativo por encima de la calidad. Es una batalla desigual, la industria marca sus propios parámetros y, si bien hay experiencias genuinas, es claro que estéticamente estamos exigiendo menos. Le cuento que mi preocupación es la lírica, la ausencia de metáforas, la pérdida de valor de las palabras. Somos personas mayores y, en ese momento, Aldo hace una observación que yo no había advertido: “Sí, las letras… Y bueno, por ahí alguien se reconoce en algo que le pasó, personalmente, y eso suele dar buenos resultados, accesibles”. Se renuncia a la contemplación, a su fuerza creativa y, en ese momento, concluyo que el arte no es en sí mismo elitista, es una función humana que miramos de manera invertida: elitistas son las fuerzas sociales que marginan a las mayorías de la posibilidad de acceder a él.
¿Qué retribución para este heredero de los modos de hacer antiguos? ¿Cuántos hay como él? No deben ser muchos, no, al menos, si miramos con el prisma de las grandes ciudades. Por el momento, cuenta con un discípulo, al modo de los gremios artesanales de la Edad Media. Un pibe joven que se llama Nicolás Kwiecinski, que también tocaba en un grupo hasta que comenzó a apreciar el otro lado de la armonía. Nicolás sale de trabajar y se dirige directamente al taller de Aldo para aprender el oficio. No es un esfuerzo menor, pero lo hace aun sabiendo que será difícil “vivir” de esto.
Con su taller, Aldo debe sostener dos alquileres. Reconoce épocas mejores y no se queja del presente. Hay trabajo. Coletazo de las importaciones, con la invasión de instrumentos chinos, se incrementó la necesidad de reparaciones, calibraciones, mejoras. A veces reniegan con la mala calidad de una guitarra “engrampada”, pero le encuentran la vuelta. Cobrar un trabajo de este tipo no suele ser una buena noticia para el que no sabe, por ejemplo, un padre que compró un instrumento barato que se rompió al poco tiempo. Los músicos o, mejor dicho, aquellos que se dedican a la música sí reconocen el valor del servicio, ya que de ello dependerá en gran medida la satisfacción de sus aspiraciones creativas.
Le pregunto si hace aportes, si tiene obra social y me contesta que sí, que es monotributista y que puede hacer aportes, mínimos. Que al no haber una obra social específica de su oficio, tuvo que optar entre varias y se quedó con la de los conductores de taxis, cuyos servicios, como imaginarán, no son los mejores. No puede darse el lujo de tomar vacaciones, “aguinaldo olvidate”, aunque indirectamente, el sueldo complementario de los trabajadores formales impacta en una mayor demanda laboral para el taller en esas épocas del año.
El mayor problema que reconoce Aldo Rodríguez para el desarrollo de su arte es conseguir los insumos a un precio accesible. Está todo dolarizado y así se hace imposible estimar cuánto costará hacer, por ejemplo, una guitarra. La madera adecuada, los aceites, los metales, las cuerdas, en fin, todo lo necesario para su construcción está cotizado a precio dólar y sujeto a una gran carga impositiva, por lo que casi ni conviene ponerse en ese plan. Será muy difícil cobrar de manera adecuada y más o menos razonable un instrumento artesanal de gran calidad considerando los precios del mercado que, ya de por sí, no están siendo baratos.
Antes de irme, Aldo me agradece la visita y, señalando un cajón peruano, me pregunta si conozco el origen de la frase “dar bola”. Me cuenta de los negros que lustraban zapatos con una bolita de grasa y así entablaban una conversación con el ocasional cliente. El cajón servía para calzar el pie y dentro de él llevaban lo que necesitaban para ganarse el pan. Por las noches tocaban, en los puertos, los techos, las plazas, reproduciendo las vibraciones de un lenguaje anterior. Así se comunicaban, así de simple. Que todo se haya complejizado con el paso del tiempo no ha logrado cambiar el hecho de que las notas musicales sigan siendo las mismas.
El taller de Aldo Rodríguez y su discípulo Nicolás está ubicado en la calle Lima 263, PB, Oficina 5. Trabaja de lunes a viernes y tiende a convenir horarios personalizados para una mejor atención. Pueden contactarse con él al teléfono (0351)153088582, ya sea para reparar un instrumento, encargar otro o simplemente “darse bola” en el infinito universo de la música.
*Por Hugo Suárez para La tinta / Imagen de portada: Hugo Suárez.