La imagen como una plegaria
En el gesto compulsivo de consumir historias instantáneas en redes sociales, aparece una que me obliga a volver y a sostenerla con el dedo para que no se vaya. Un niño vestido con el traje del doctor de la peste fue a vacunarse al Pabellón Argentina y Diego Ruiz Pianello lo fotografió. Hay una anécdota detrás de la imagen, por qué, quién, cómo, y hay lo que las imágenes dicen, lo que las desborda, lo que tocan. Estas imágenes me tocaron, no pude ser indiferente ante ellas, algo de ese niño me abrazó en este diciembre tan duro, ¿cómo no compartir un abrazo?
Por Noe Gall para La tinta
En plena tercer ola de la pandemia de nuestro tiempo, la variante Ómicron, nombrada por el abecedario griego -se saltearon dos letras por las resonancias actuales, NU porque sonaba a nuevo, ya vamos dos años, no hay novedad, y XI porque es el nombre del presidente chino y nadie quiere ofender al presidente chino-. Esta variante nos ha vuelto arrojar a la intemperie de nuestra humanidad, una persona entra al país portando un virus que se propaga con la velocidad de un estornudo, en medio de cenas, bailes, fiestas, recitales, colas eternas para hisoparse, para vacunarse, protocolos nuevos: el 2021 se quiere ir a toda gala.
¿Por qué el alfabeto griego sigue tan vigente como para nombrar aquello que nos acecha? Seguramente en el mundo científico hay una respuesta para esto, me gusta pensar que de alguna manera es una forma de estar ante la historia, nombrar las cosas en una lengua que en algún momento fue la madre de nuestras lenguas, que fundó esta sociedad donde se desatan -hoy como ayer- las pestes. En un tiempo donde se nos quiere imponer el inglés como lengua universal, que las variantes del COVID se nominen según el abecedario griego tiene su gracia, una mueca ante el tiempo. Como la de este niño que invoca esta figura más que emblemática.
El médico de la peste surge en el siglo XVII para afrontar las pestes que sacudían a Europa, eran médicos específicos, diferenciados de los generalistas, algunos ni siquiera eran médicos. Su labor era considerada un servicio comunitario, atendían a todas las clases sociales y el pueblo pagaba sus salarios. El atuendo tan característico que portaban se debía a las medidas de seguridad que ellos consideraban necesarias para la época, una tela encerada larga que cubría sus cuerpos, un bastón de un metro que les otorgaba la distancia social -que tan familiar nos es hoy-, lo utilizaban para tocar a sus pacientes o mover sus cosas, y -lo más llamativo- una máscara con forma de pico como el de un pájaro, que les permitía poner dentro esponjas con vinagre o algunas hierbas para mitigar los olores de la enfermedad y protegerse de sus daños.
Su presencia era ambigua; por un lado, verlos en la vereda de una casa indicaba que alguien estaba enfermo e iba a morir pronto, y por otro, eran las únicas personas que se acercaban a los contagiados, eran la primera línea. Su figura sobrevivió en el tiempo gracias al teatro callejero, desfilan -aún hoy- en el carnaval de Venecia, recordando el tiempo en el que este se vio suspendido por la muerte. Salvador leyó un libro sobre la peste y le pidió a su madre que le hiciera un traje que usó para ir a vacunarse.
En la era de los superhéroes, de las narraciones fatalistas y apocalípticas, aparece Salvador, un niño de 9 años al que le gusta el teatro, leer y dibujar, para sacudirnos la historia en la cara, una madre que sabe escuchar a su hijo, una abuela vestuarista y un fotógrafo curioso que registra de manera sensible esta intervención. Un entramado amoroso del acontecimiento, un deseo que se vuelve público, una pulsión de vida, de una vida de apenas nueve años, que cuando todo esto comenzó tendría siete. Arte, en su forma más verdadera.
Ese atuendo lúgubre irrumpe en el escenario vital de un sistema de vacunación para infancias, donde la realidad pretende ser abordada de maneras más lúdicas y creativas para amortiguar el peso de una pandemia ante la presunta inocencia infantil. El negro total convive con la payasa, las máscaras, las enfermeras, las miradas picaras, la pregunta en los ojos. ¿Por qué se vistió así para ir a vacunarse? ¿Qué quiere decir? ¿Tendrá calor? ¿Se podrán ver sus ojos detrás de la máscara? ¿Por qué es tan tranquilizador mirarlo? Un juego de miradas, presencias, complicidades que desborda los significantes que le podamos otorgar a estas imágenes y, a la vez, posibilita imaginar otras maneras de estar ante el tiempo, ante una pandemia.
El doctor de la peste camina con parsimonia en el umbral entre los vivos y los muertos, es la promesa de inmunidad, la cura, el tratamiento, el anuncio y el posibilitador de reconstruir el entramado social. Se sienta en una silla más, espera su turno, sostiene las miradas, ocupa el espacio, pone el cuerpo. El doctor de la peste es un niño con toda la vulnerabilidad expuesta ante el tiempo.
Hace siglos que la humanidad no habitaba tanta vulnerabilidad compartida, lo que implica una exposición ante la intemperie; incertidumbres, supersticiones, especulaciones, paranoia, dolor, duelo se apoderan de nuestras agendas emocionales. La vulnerabilidad es una condición humana, obliga estar ante uno mismo, estar ante l*s otr*s sin eufemismos, podemos hacernos de ella, abrazarla y transitar este tiempo con esa conciencia, o podemos negarla, creernos inmortales, superiores, soberbios. Burlarse de la muerte nunca fue algo sabio. La gestión de la vida ha cambiado desde el tiempo de los médicos de la peste hasta ahora, ya no existe la figura de un médico específico que nos salve, es el Estado quien gestiona nuestras vidas y nuestras muertes, como es el capital quien determina cuántos días de aislamiento tenemos que hacer para que la maquinaria no pare y no quedarse sin mano de obra. Está en nostr*s reconocer los rituales que nos damos para sostener la vida, el cuidado, los duelos, sobrevivir a una pandemia es finalmente vivir.
Que el doctor de la peste ponga el hombro para vacunarse es un gesto de humildad, de redención ante la historia. Figura de la muerte y la vida, figura de poder, figura de inmunidad que se muestra vulnerable, mortal. En un tiempo de estupidez generalizada, de ignorancia desparramada por medios masivos de comunicación, en un tiempo donde la gente toma cloro o no se vacunan por temor a morir envenenados, que el doctor de la peste se vacune, sin soltar bastón ni la luz, sin dejar de ser lo que es, aparece en escena la fuerza de la vulnerabilidad.
Ojalá tod*s puedan oír la plegaria de estas imágenes, dejarse interrumpir por ellas, permitirse conmoverse, sublevarse, llorar, sonreír, jugar, recordar, ¿cuándo fue la última vez que te disfrazaste? ¿Cuándo fue la última vez que pusiste el cuerpo ante la historia?
Gracias Salvador por esa sonrisa ante el tiempo, por recordarnos que las figuraciones que necesitamos son anacrónicas, están más allá y más acá del tiempo, que somos finitos y que tres siglos no son nada ante la condición humana. Gracias por sostener ese farol en medio de la turbulencia, esa vela prendida es la promesa de que la noche no es eterna y que el fuego resiste hasta el amanecer. Mañana será otro día. En unas horas será otro año, otro número, nuestra ficción favorita, la posibilidad de empezar de nuevo. Espero estemos a la altura de las infancias de nuestro tiempo.
Salvador, gracias por poner el cuerpo y por permitirme compartir estas imágenes. Diego, por sostener el tiempo de las imágenes.
*Por Noe Gall para La tinta / Imagen de portada: Diego Ruiz Pianello.