La agonía de la Argentina blanca
En una reunión con el primer ministro español, el presidente Alberto Fernández repitió el viejo adagio sobre el nacimiento de esta nación: «Los argentinos descendemos de los barcos». Nuestro país es uno de los pocos de la región que construyó un imaginario blanco y europeo. El mito sigue vigente pese a las voces de lo no-blanco, lo indígena, lo afro, lo mestizo y lo moreno que se las arreglan para plantear disidencias, abrir debates y construir narrativas de unidad que giren en torno a la mezcla.
Por Ezequiel Adamovsky para Anfibia
El video copó los noticieros, interrumpió conversaciones y llenó de memes las redes sociales. Una frase de Alberto Fernández mostró las ambivalencias y tensiones del perfil étnico-racial de la Argentina. El presidente se permitió repetir en un discurso el viejo adagio sobre los argentinos que “descienden de los barcos”. Y lo hizo en una de sus formulaciones más desagradables. Frente al Primer Ministro español, buscando fortalecer lazos de fraternidad, dijo: “Los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros, los argentinos, llegamos de los barcos y eran barcos que venían de allí, de Europa, y así construimos nuestra sociedad”. Nada menos. La formulación no es nueva en boca de mandatarios: Macri había dicho algo parecido, también en el contexto de buscar capitales y alianzas comerciales con el Viejo Continente. Lo de Fernández es un buen recordatorio de que el mito de la Argentina blanca y europea nos habita a todos. Aunque suela tenerlo más a flor de piel, no es un problema sólo de la derecha. Los peronistas están lejos de ser inmunes al respecto.
Es probable que, puestos a reflexionar un momento, ni Fernández ni Macri puedan o quieran sostener sus afirmaciones. El primero ya se disculpó por Twitter, pero es posible que incluso el segundo reconozca, si se lo cuestionamos, que este país no estuvo hecho solamente por inmigrantes europeos y, por tanto, que no les pertenece prioritariamente a sus descendientes. Porque eso es lo que la frase lleva implícito: que en la Argentina puede haber gente de otros orígenes, claro, pero que los verdadera y prioritariamente argentinos son los de ascendencia europea. Los demás son invitados o argentinos de segunda.
El hecho de que esa visión salga de sus labios es síntoma de que el presupuesto sigue teniendo un lugar dominante en nuestra sociedad. No hacen falta análisis demasiado sutiles para constatarlo. Nuestra prensa está repleta de alusiones francamente racistas sobre “conurbanos africanizados”, dirigentes a los que se nombra “caciques” para desacreditarlos, conflictos por tierras en los que se enfrenta algún pueblo originario con “la gente” o “los vecinos”. Para no mencionar los insultos contra “los negros” que se permiten con total impunidad periodistas, algunos dirigentes y miles de personas en las cloacas de las redes sociales.
Argentina es uno de los poquísimos países latinoamericanos cuyas élites propusieron visiones del “nosotros” nacional que lo imaginaban exclusivamente blanco y europeo. La mayor parte de sus equivalentes en la región plantearon narrativas de unidad que giraron en torno de la mezcla. Se imaginaron como naciones “mestizas” (como México), “democracias raciales” (Brasil), “trigueñas” (Puerto Rico) o “café con leche” (Venezuela). El Estado argentino eligió, en cambio, proclamar que su población era blanca y europea, y que toda mezcla posible había quedado sepultada bajo la portentosa inmigración de ultramar de fines del siglo XIX. Hay que decir, sin embargo, que fue siempre una idea que generó dudas y ansiedades. Las tenía Sarmiento cuando escribió Conflictos y armonías de razas en América (1883):
“¿Somos europeos? — ¡Tantas caras cobrizas nos desmienten!
¿Somos indígenas? — Sonrisas de desdén de nuestras blondas damas nos dan acaso la única respuesta.
¿Mixtos? — Nadie quiere serlo, y hay millares que ni americanos ni argentinos querrían ser llamados.
¿Somos Nación? — Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento?
¿Argentinos? — Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello”.
Pocos años después, intelectuales como José Ingenieros, en su caso, de ideas bien progresistas, afirmaron que la amalgama que Sarmiento sospechaba incompleta estaba ya concluida y que se había formado ya una “raza argentina” que era perfectamente blanca y europea. Buena parte de la sociedad eligió creer en ese mito. Las personas cuyas ancestrías o aspectos físicos no se correspondían con ese ideal fueron empujadas a la invisibilidad, a los márgenes de la nación.
La realidad de su existencia, sin embargo, continuó ejerciendo presión sobre nuestra sociedad. De muchas maneras, la presencia de lo no-blanco, la existencia de lo indígena, de lo afro, de lo mestizo, de lo moreno, se las arregló para plantear sus disidencias. Fue una presencia espectral en la cultura oficial, pero bien real en la demografía y en la cultura popular durante todo el siglo XX. A veces atravesó la barrera de lo enunciable y consiguió hacerse sentir en el terreno político, pero fueron las menos.
Las cosas en este terreno vienen cambiando aceleradamente desde 2001. Entre los numerosos efectos de la profunda crisis de entonces, uno no menor fue que minó la solidez de los discursos blanqueadores. Cada año, desde entonces, hemos visto una progresiva conciencia, en los debates públicos, acerca del profundo racismo estructural que existe en el país y de la inadecuación del mito de la Argentina blanca y europea respecto de nuestra realidad como nación.
En la última década, el activismo afrodescendiente, de pueblos originarios y “marrón” se ganó un lugar de creciente importancia en una agenda pública también nutrida por muchas otras iniciativas anti-racistas del movimiento feminista y de otros movimientos sociales, de colectivos políticos y de académicos. El Estado argentino comenzó a dotarse de políticas que, por primera vez, están orientadas de manera explícita a combatir el racismo y a visibilizar la presencia de lo no-blanco como parte insoslayable de una nación de raigambres y colores múltiples. Esos avances, como es de esperar, están acompañados de reacciones de sectores sociales que no desean ver sus privilegios cuestionados. La colisión de esos dos impulsos es inevitable.
Paradójicamente, desde la asunción de Alberto Fernández –el mismo que acaba de pronunciar esa frase infortunada e inaceptable–, las políticas anti-racistas ganaron un lugar que no habían tenido previamente. Por dar algunos ejemplos, se plasmaron en la creación de la Dirección Nacional de Equidad Étnico Racial, Migrantes y Refugiados (conducida por un referente afroargentino, Carlos Álvarez), de una Comisión Nacional para el Reconocimiento Histórico de la Comunidad Afroargentina y de una serie de campañas específicas del INADI.
Mientras se viralizaba el video, el Ministerio de Trabajo daba inicio a un inédito “Taller sobre perspectiva étnico-racial para sindicatos“. La irónica coincidencia temporal es ilustrativa del momento en el que vivimos. Aunque esté en retroceso, el mito de la Argentina blanca y europea sigue siendo poderoso. Tanto como para hablar por las bocas más inesperadas.
*Por Ezequiel Adamovsky para Anfibia / Imagen de portada: Museo de Ciencias Naturales de La Plata.