24M: ¿Adónde van los juicios cuando mueren?
En un discreto pie de página, un informe de diciembre de 2020 de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad deja caer un dato alarmante: desde que se reactivaron las causas, 39 investigaciones judiciales fueron archivadas antes de llegar a juicio oral por la muerte de todos los acusados. ¿Qué va a pasar con las causas abiertas cuando los dinosaurios vayan (por fin) a desaparecer? ¿Se llevarán la verdad a sus tumbas? El planteo de un fiscal en La Plata y una masacre de 1924 en Chaco abren una oportunidad.
Por David Nudelman para Perycia
Esa mañana del 10 de diciembre, no se despertó a desayunar. Lo encontraron muerto en la dependencia de la prefectura Naval del partido bonaerense Tigre donde estaba detenido, cuatro días antes de que se conociera la sentencia. Héctor Febres –conocido también como “El gordo Daniel” o “Selva”–, autor de secuestros y torturas, encargado de la maternidad que funcionaba en la ESMA, era el único acusado del que era el primer juicio por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención más grande de la última dictadura militar. La sentencia nunca llegó. La autopsia determinó que falleció por un paro cardiorrespiratorio y en su cuerpo se encontraron restos de cianuro. La justicia liberó de culpa a los prefectos responsables de cuidarlo y quedó la incertidumbre sobre si se trató de un suicidio o si lo asesinaron antes de que rompiera el pacto de silencio. En un escrito presentado por su defensa al comienzo del juicio, Febrés se había quejado de ser el único sentado en el banquillo y que no se convocara a sus oficiales superiores.
“El juicio más importante que se iniciaba contra la Marina, lo empezaron con él que ni siquiera era marino, era prefecto –cuenta a Perycia Carlos ‘El Sueco’ Lordkipanidse, una de las cuatro víctimas querellantes en ese proceso que juzgaba a Febres por torturas y privación ilegítima de la libertad–. Él era el encargado del reparto de los bebés y se llevó eso a la tumba”.
En un informe publicado el viernes, la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad señaló que, de las 3.490 personas bajo investigación en los juicios iniciados tras la anulación de las leyes de impunidad, 1.661 se encuentran libres, 859 detenidas –636 con prisión domiciliaria–, 29 prófugas y 941 fallecieron. De ese último grupo, 715 murieron antes de oír la sentencia. Según otro dossier del mismo organismo, presentado en diciembre de 2020, 39 causas fueron archivadas en la etapa de instrucción por el fallecimiento de todas las personas imputadas, aunque puedan estar condenadas en otras causas. Es que el Código Penal plantea la extinción de la acción penal cuando se presentan determinadas circunstancias que impiden su ejercicio. Una de ellas: la muerte del imputado.
Tomás vuelve de la escuela y pide el celular.
-Primero merendá y después mirás el celu.
Pero no hace caso. Cuenta que tiene que escuchar una lista de canciones que armó su maestro de música por la semana de la memoria.
-Son canciones de Charly García y Rubén “Bleids” –lo dice como si Blades se pronunciara en inglés.
Agarra el teléfono y empieza a sonar un piano firme y sentencioso. En oposición, como salida desde otro parlante, una voz dulce inunda la cocina y cubre la casa con un clima de nostalgia. Desde algún lugar, hace unos 38 años, en el ocaso de la dictadura, Charly García canta:
Los amigos del barrio pueden desaparecer /
Los cantores de radio pueden desaparecer /
Los que están en los diarios pueden desaparecer /
La persona que amas puede desaparecer /
Los que están en el aire pueden desaparecer en el aire
Los que están en la calle pueden desaparecer en la calle /
Los amigos del barrio pueden desaparecer /
Pero los dinosaurios van a desaparecer.
A 45 años del golpe, los organismos de derechos humanos, las víctimas y sus familiares miran con preocupación lo que denominan la “impunidad biológica”. Temen que con la muerte de los acusados se sepulte cualquier posibilidad de acercamiento a los hechos que aún se investigan. Los juicios llegaron treinta años después de ocurridos los hechos, tras la anulación de las leyes de impunidad –leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los indultos–. A eso, se le sumaron las demoras en diferentes instancias del proceso, sobre todo en la etapa recursiva, en la que los acusados y sus defensas pueden recurrir las sentencias dictadas por los tribunales federales y postergan la consolidación de la condena. En 2018, la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad cuantificó en cinco años y medio el tiempo que suele transcurrir desde el requerimiento de elevación a juicio –es decir, cuando el fiscal y juez de instrucción consideran concluida la investigación- hasta lograr una sentencia firme. A ese ya largo proceso, a veces se le suma el tiempo adicional del “espiral recursivo”, como bautizó la Procuración al mecanismo en el que los estamentos superiores –la Cámara Federal de Casación, los tribunales orales e incluso la propia Corte Suprema- devuelven los expedientes a los tribunales inferiores para que dicten nuevas sentencias o profundicen ciertos aspectos de la pesquisa, lo que abre la posibilidad de nuevos planteos de las defensas de represores y nuevas revisiones por parte del máximo tribunal penal.
“Si bien existe una gran voluntad en muchas de las personas que trabajan en el sistema de justicia, si medís cuánto tarda un juicio hasta que la sentencia quede firme, son tantos años que también son un nuevo daño”, dice Juan Martín Nogueira, Auxiliar Fiscal Federal de la Unidad de Derechos Humanos de La Plata, preocupado en que “el fallecimiento de los acusados no signifique que la Justicia no pueda llegar en alguna medida la verdad de lo sucedido, en cuanto a la circunstancia de tiempo, modo y lugar, y también sobre las responsabilidades”.
En diálogo con Perycia, el fiscal federal de La Plata explora las posibilidades técnicas que permitirían enmendar la encrucijada biológica en que decantaron tantos años de impunidad: “Hay que buscar la manera para que, a pesar del fallecimiento, en el caso de que exista la voluntad de las víctimas de pedirlo, la obligación del Estado se mantenga y quede latente una acción tendiente a que la Justicia tenga que declarar la verdad de los hechos. Los juicios por la Verdad tienen muchas posibilidades: que las víctimas puedan declarar, hacer un testimonio, obtener un alegato de la fiscalía que establezca la materialidad de los hechos y sus responsables, una sentencia judicial que disponga medidas de reparación que muchas veces van más allá de la sanción penal, en una dimensión individual y también colectiva en aquellos casos que implica intereses homogéneos sobre grupos de trabajadores, de artistas, de vecinos”, dice el fiscal. Y asegura que hay antecedentes concretos, que su idea no es una quimera. “Hay una jurisprudencia muy sólida en la Corte Interamericana y en la Corte de nuestro país. Frente a este tipo de situaciones, la Justicia no tendría que encontrar obstáculos legales o formales para dar respuestas”.
“¿Por qué la imprescriptibilidad no puede ir incluso más allá de la muerte de la persona?”, se pregunta telefónicamente desde Berlín Valeria Vegh Weis, Asesora legal en la Relatoría de Memoria, Verdad y Justicia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, investigadora y docente en Justicia Transicional y Crímenes de Estado con foco en Argentina, Alemania y Kenia. El sistema penal, expresa Vegh Weis, está pensado para probar hechos, establecer si constituyen delitos y eventualmente imponer una pena en el marco de garantías constitucionales. Entre ellas, el derecho de defensa. “Podemos pensar que tiene poco sentido continuar con un proceso penal si no es posible imponer una pena y si es incluso legítimo, ya que la persona no puede defenderse y, entonces, se estarían vulnerando garantías constitucionales –razona la profesora de la Freie Universität Berlin, la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la de Quilmes (UNQui), pero coincide con el fiscal Nogueira-. Incluso si el imputado fallece, se podrían continuar los procesos penales en curso bajo la modalidad de los Juicios por la Verdad, como los que se hicieron en la década del noventa, cuando el fundador del CELS Emilio Mignone y Carmen Lapacó, de Madres de Plaza de Mayo, acudieron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Argentina tuvo que darle lugar. Estos juicios permitirían que se pueda garantizar el derecho a la verdad y al duelo de las víctimas”.
En 1999, Carmen Lapacó, el Estado argentino y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos firmaron un acuerdo que decía: “El Gobierno argentino acepta y garantiza el derecho a la verdad que consiste en el agotamiento de todos los medios para alcanzar el esclarecimiento acerca de lo sucedido con las personas desaparecidas”. Un año antes, en abril de 1998, habían comenzado en La Plata los Juicios por la Verdad tras una presentación de la APDH en nombre de nueve familiares de desaparecidos.
Estos juicios abrieron la posibilidad de investigar y conocer los crímenes de los dictadores y sus subalternos frente a la imposibilidad de condenarlos. Más de 1.800 declaraciones, el secuestro del archivo de la ex Dirección de Inteligencia de la Policía bonaerense, libros de la morgue, certificados y actas de nacimiento y de defunción, legajos policiales y penitenciarios, y exhumaciones de sepulturas N.N. con la identificación de sus cuerpos: pruebas invaluables que nutrieron los expedientes cuando las leyes de impunidad cayeron y ayudaron a condenar a los genocidas.
“A la trilogía de Memoria, Verdad y Justicia, le falta la verdad -dice Matías Moreno, subsecretario de Derechos Humanos bonaerense, consultado sobre la posibilidad de usar la herramienta de los juicios por la verdad frente a la muerte de los acusados-. La memoria está consolidada en la mayoría del pueblo. Se ve en cada 24 de marzo, en el afianzamiento del Nunca Más a la dictadura cívico-militar, y se vio cuando hubo un intento del gobierno anterior de avasallar conquistas históricas, poner en cuestionamiento la cantidad de desaparecidos, volver con la teoría de los dos demonios y el famoso 2 x 1. La Justicia tardó, por decisiones políticas con las leyes de impunidad, pero está llegando en los diferentes juicios. Nos falta la verdad. Nos falta saber dónde están los cuerpos, dónde están más de 300 chicos y chicas apropiadas durante la dictadura. Cualquier instancia que nos permita llegar a la verdad, como gesto reparatorio para los familiares, pero sobre todo para saber qué pasó en nuestro país, siempre es saludable”.
Los habitantes de la reducción de Napalpí amanecieron temprano por el ruido de una avioneta que desde el cielo presagiaba lo que estaba por ocurrir. El mismo aeroplano había sobrevolado el día anterior por encima de las tolderías de las comunidades que llevaban adelante una huelga contra las condiciones de semiesclavitud en las que trabajaban en la explotación del quebracho y el algodón. La respuesta fue la masacre, como en otros conflictos sindicales de la época –Patagonia rebelde, Semana trágica–. Un destacamento policial a las órdenes del comisario Sáenz Loza, junto con vecinos de la zona armados con fusiles, descargaron su furia sobre las comunidades Moqoit y Qom. Se calcula que más de 300 personas fueron asesinadas y enterradas en fosas comunes. Los caciques fueron desmembrados y sus órganos presentados como trofeos de la conquista. Fue un 19 de julio de 1924.
Pero los pueblos no olvidan. Noventa años después, el fiscal Diego Vigay, de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía Federal de Resistencia, decidió impulsar la investigación a pesar de que todos los masacradores habían muerto. “Ni bien empezamos a analizar el caso, vimos que ningún acusado estaba vivo porque habían pasado 90 años. Entonces, en ese marco, pensamos qué alternativas teníamos para cumplir con la obligación del Estado Nacional con las convenciones internacionales de juzgar los crímenes de lesa humanidad, más allá del momento en que pudieran haber ocurrido, como es el caso de la masacre de Napalpí”, dice Vigay a Perycia.
El año pasado, la Cámara Federal de Apelaciones de Resistencia hizo lugar a la demanda civil por daños y perjuicios promovida por una de las comunidades y condenó al Estado Nacional al pago de una reparación económica. Más allá de lo actuado en este fuero, el fiscal elevó el pedido de un Juicio por la Verdad, alegando que en el fuero civil no se habían tomado todos los testimonios ni usado la documentación disponible.
“La plataforma probatoria es muy sólida, hay muchos trabajos de investigación sobre la masacre de Napalpí en sí y sobre lo que fue la reducción Napalpí y la cuestión indígena en el Chaco, también muchos trabajos sobre el genocidio indígena, con lo cual tenemos todo un contexto de que esa masacre no fue una cuestión casual ni aislada. Tenemos una expectativa enorme de que se pueda reproducir en un juicio oral y público, con todos esos testimonios, algunos de manera in voce, con las personas vivas, los hijos de los sobrevivientes, los testimonios de sobrevivientes, los investigadores. Hay mucho material para que sea un proceso interesante, valioso, de reconstrucción, al que las comunidades puedan seguir como espectadores”, explica Vigay.
Desde la fiscalía percibieron como una buena señal que el juzgado haya aceptado y ordenado las excavaciones que solicitaron, en las que ahora trabaja el Equipo Argentino de Antropología Forense. “Sería el primer Juicio por la Verdad que se daría en el marco de lo que fue el genocidio indígena y como crimen de lesa humanidad”, se entusiasma el fiscal al otro lado de la línea. Si avanzara, marcaría un hito en materia de derechos humanos en la Argentina y reforzaría a los Juicios por la Verdad como una herramienta fundamental para que los dinosaurios no se lleven la verdad a sus tumbas.
*Por David Nudelman para Perycia / Imagen de portada: Matías Adhemar.