Cómo luchar contra el apartheid mundial de vacunas
Las naciones más pobres tienen mucho poder en sus manos. Lo único que necesitan es un poco de coraje para utilizar ese poder que tienen. Y esa valentía suele provenir de la organización popular.
Por Astra Taylor para Jacobin Lat
Actualmente, Estados Unidos acumula más dosis de la vacuna contra el COVID-19 de las que jamás utilizará. A pesar de que su investigación fue financiada con dinero público, las empresas farmacéuticas se niegan a compartir las fórmulas y la tecnología que permitirían a otros países fabricar sus propios suministros. Mientras tanto, cobran sumas extorsivas a los países pobres del mundo. Sudáfrica, por ejemplo, está pagando la vacuna dos veces y media el precio por unidad que AstraZeneca (Oxford) vende a los países europeos.
Después de más de un año de pandemia, existen múltiples vacunas altamente eficaces. La gente ya no tiene que morir de COVID-19, y ese es un avance científico que todos deberíamos agradecer. Pero desgraciadamente, como ocurre desde hace tiempo con los medicamentos vitales, la vacuna no se distribuye de forma equitativa. Los países ricos están vacunando a una persona cada segundo, mientras que muchas de las naciones más pobres aún no han administrado ni una sola inyección. Algunos expertos advierten que nueve de cada diez personas de los países más pobres del mundo podrían no ser vacunadas nunca.
Con el coronavirus mutando rápidamente y volviéndose más transmisible (y aparentemente más letal), es imperativo que la vacuna se libere en todo el mundo sobre la base de la necesidad y no de la capacidad de pago.
Astra Taylor conversó con Achal Prabhala para «The Dig», un podcast de Jacobin, sobre el régimen de patentes que imposibilita una distribución justa de las vacunas. Prabhala ha sido activista de la salud pública durante 18 años empezando en Sudáfrica, donde trabajó para la mayor federación sindical del país. Ahora vive en la India y dirige el proyecto Access IBSA, que hace campaña por el acceso a los medicamentos en la India, Brasil y Sudáfrica.
—A.T. En abril de 2020, usted escribió un artículo de opinión muy clarividente para The Guardian titulado «Encontraremos un tratamiento para el coronavirus, pero las compañías farmacéuticas decidirán quién lo recibe». Ahí usted pudo ver que el reto no sería solo el desarrollo de estas vacunas, sino la distribución. ¿Puede ahondar un poco sobre esta lucha por las vacunas, que algunos denominan «apartheid»?
—A.P. Cuando hay monopolios farmacéuticos, el resultado siempre ha sido una especie de catástrofe. La única diferencia en el grado de catástrofe es si afecta únicamente a los pobres, o si afecta a los pobres y a algunas personas de clase media en los países ricos.
Actualmente el mundo entero se está dividiendo en categorías. Hay países ricos, como Estados Unidos y Europa, que tienen enormes pedidos anticipados de dosis de vacunas occidentales. Ya habían acaparado esos mercados en 2020, algo que sabíamos que ocurriría desde el tercer trimestre del año pasado, cuando los países más ricos del planeta (Canadá, Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Australia y otros) compraron estas vacunas antes de su desarrollo, y también invirtieron mucho en su investigación y producción.
Estos países están utilizando ahora las vacunas que compraron por adelantado en la medida que llegan al mercado. Algunos están realizando campañas más exitosas que otros, pero eso es más una cuestión de cómo han conseguido situarse en la cola para comprar las vacunas. La cola como tal no es un problema para los países de ingresos más bajos, donde en algunos casos literalmente no hay vacunas. Los países de bajos ingresos comenzaron a recibir vacunas para menos del 1% de su población tres meses después de que comenzara a distribuirse en Estados Unidos.
Entre los países ricos hay algunos —como Israel— en los que el camino hacia el acceso a las vacunas ha sido simplemente pagar más para conseguirlas, y vacunar al país entero tan rápido como sea posible. Los Emiratos Árabes Unidos han hecho lo mismo, pero con vacunas procedentes de China. Y esto es lo que están haciendo muchos países del centro: pagar precios más altos para garantizar el acceso.
También hay anomalías, como la India, que en realidad es un enorme centro de producción de vacunas. Las empresas occidentales AstraZeneca y Novavax concedieron enormes contratos a una empresa de la India para producir mil millones de dosis para 92 países pobres este año.
Pero dejando de lado a la India, todos los demás países de ingresos medios están utilizando vacunas provenientes de China y de Rusia para vacunar a sus poblaciones: Brasil, Perú, Bolivia, Argentina y casi todos en América Latina; los países árabes como Egipto, Jordania, Túnez, Marruecos, los Emiratos Árabes Unidos; o los países de renta media en Asia como Malasia, Indonesia, Filipinas, y la mayoría de los países de Europa del Este. Al no poder acceder a las vacunas occidentales, su estrategia consiste en eludirlas y acudir a los fabricantes de vacunas que están dispuestos a venderles. Lo que los países de más bajos ingresos han hecho es unirse dentro de organizaciones, como la Unión Africana, que representa un gran número de países de bajos ingresos en el continente africano. La Unión Africana acaba de llegar a un acuerdo para obtener 300 millones de dosis de la vacuna Sputnik V, que recibirán en mayo.
Pero es una lucha caótica.
—A.T. Hoy en día, la lucha por el acceso a los medicamentos implica lidiar con el derecho de patentes y de propiedad intelectual. ¿Cómo describir los esotéricos detalles de los acuerdos comerciales sobre propiedad intelectual?
—A.P. Sinceramente, creo que una parte del fracaso en el acceso a las vacunas y los tratamientos contra el coronavirus se debe a que todo está envuelto en estas capas increíblemente técnicas del derecho de patentes, de los derechos de propiedad intelectual, del derecho comercial, de la teoría económica sobre los incentivos a la innovación y de la comercialización.
Esencialmente, los monopolios de propiedad intelectual son términos de monopolio de 20 años sancionados por el Estado que se conceden a los innovadores de cualquier tipo. En este caso, lo que nos preocupa son los innovadores de productos farmacéuticos, la gente que lleva los productos farmacéuticos al mercado. Antes de la década de 1990, estas eran en gran medida decisiones soberanas. Los países podían tomar sus propias decisiones sobre lo que querían y lo que no querían.
Pero en 1996, con la creación de la Organización Mundial del Comercio, las empresas descubrieron la manera de convertir este monopolio en una ley global. Y lo hicieron estableciendo normas en la Organización Mundial del Comercio que obligaban a cualquier país miembro a respetar una especie de norma uniforme de protección y aplicación de estos monopolios principalmente farmacéuticos y tecnológicos.
Es una cosa muy, muy extraña, porque cuando pensamos en los monopolios pensamos en ellos como cosas malas. Todo el mundo ha sido formado para pensar en los monopolios como algo indeseable para el mercado, para la sociedad y para la humanidad. Sin embargo, en lo que respecta a los productos farmacéuticos, hay monopolios estatales que son muy buenos.
Los problemas comienzan cuando esos monopolios se globalizan. Las compañías farmacéuticas internacionales mostraron por primera vez los efectos de este nuevo tipo de monopolio de patentes con el VIH y el SIDA: la enfermedad explotó en algunos de los países más pobres de la Tierra, en el África subsahariana, en América Latina, en Asia y, de repente, esos países descubrieron lo que significaba que esos monopolios se hubieran globalizado y convertido efectivamente en una especie de ley internacional. Significaba que no podían tener acceso a los medicamentos que necesitaban para vivir.
La OMC crea una especie de norma mínima que todos los países miembros tienen que cumplir. Pero luego hay mucho margen de maniobra dentro de esa norma mínima, lo que significa que se pueden hacer todo tipo de cosas interesantes y, de hecho, hay países que logran combatir el régimen de patentes.
En los años 40 y 50 teníamos normas muy estrictas de patentabilidad, lo que significaba básicamente que hay que inventar algo de verdad para tener una patente. Pero en los años 90, con la OMC, de repente se podía «inventar» el agua, metiéndola en un vaso y patentándola.
Lo que hicieron algunos países, como la India, fue restaurar esta vieja exigencia (y, de hecho, aumentarla aún más). India dijo: si se hace algo trivial, como cambiar un producto farmacéutico de una píldora a un líquido, sin aumentar la eficacia de la cosa en sí, entonces no se puede tener una patente sobre él. Así la India se erigió como una productora mundial de medicamentos genéricos.
Argentina es otro caso atípico realmente interesante. Se negó a firmar el llamado Tratado de Cooperación en Materia de Patentes, que existía incluso antes de la OMC. El Tratado de Cooperación en Materia de Patentes permitía que un empresario en los Estados Unidos podría simplemente declararse propietario de una patente mundial. Con firmar algunos papeles, se podía tener una patente global que se respetaba y tenía que cumplirse en todos los países miembros del Tratado. El resultado del Tratado, como también ocurre con los países miembros del OMC, es que hay países obligados a comprar patentes que ni siquiera quieren.
En la práctica, como Argentina no firmó ese tratado, significa que si una empresa farmacéutica quería una patente en Argentina, tenía que contratar a un montón de abogados de ese país y solicitarla directamente en la Oficina de Patentes de Argentina para obtener la protección del monopolio de ese medicamento. Y la mayoría de las veces no se molestaban, porque no creían que Argentina fuera un mercado lo suficientemente grande. Así que, como resultado, Argentina podía fabricar medicamentos genéricos que no solo estaban disponibles en el país, sino que se exportaban a otros países como el Reino Unido, donde el Servicio Nacional de Salud (NHS) compraba ciertos medicamentos vitales a Argentina a 1/6 del coste.
—A.T. Cambiando un poco de asunto, quería preguntarle sobre quién financió realmente estas vacunas. Y, quizás igual de importante, quiénes son sus propietarios.
—A.P. Si usted vive en Estados Unidos, eso significa que en realidad financió todas las vacunas en las que invirtió el gobierno estadounidense. En el caso de Pfizer, en el que el gobierno estadounidense no invirtió técnicamente en la investigación, el gobierno de Alemania le concedió un subsidio de 500 millones de dólares para investigar la vacuna.
Esto es lo más interesante de las vacunas contra el coronavirus. El Instituto Nacional de Salud, el vasto gobierno federal y otros fondos institucionales públicos ponen cantidades masivas de fondos en las escuelas de medicina e instituciones de investigación privadas, que luego se canalizan en patentes y luego en licencias para las empresas farmacéuticas privadas que ponen esos medicamentos en el mercado. Sin ningún tipo de reconocimiento o rendición de cuentas. Se lanzan como productos privados, fruto del capital privado, al tiempo que se borran los enormes recursos públicos que se destinaron a la fabricación, directa e indirecta, de esos productos farmacéuticos.
La única razón por la que esta dinámica se hizo más visible en la pandemia es que los gobiernos de repente se encontraron con la necesidad de justificar y hacer visible su papel en la creación de estas vacunas. Así que en lugar de esconder bajo la alfombra todo este dinero que iba directamente a las manos de las empresas farmacéuticas, lo hicieron público, y esa publicidad significó que teníamos una especie de cuenta corriente del tipo de dinero que iba a parar a estas empresas que fabricaban las vacunas.
La lógica subyacente del monopolio de patentes es que es una recompensa por el riesgo asumido por actores privados con capital privado. Esa es la razón de ser de todo el sistema de monopolio de la propiedad intelectual. Y hubo varias maneras en las que esto se desmoronó por completo en la pandemia de coronavirus. Una es que los gobiernos pagaron por una investigación que podría no haber funcionado en absoluto. Ese riesgo era esencialmente indoloro para estas empresas, porque no habrían perdido un centavo si toda esa investigación se hubiera desperdiciado. Pero no solo se cubrió el riesgo, sino que hubo contratos masivos de precompra de miles de millones de vacunas. Lo que significa que no solo el proceso de investigación está completamente pagado, sino que también cuentan con un mercado rentable completamente garantizado para estas vacunas. Alguien ya le está dando un precio rentable para adquirir todas las vacunas que cree. Y, además de eso, usted también tiene un monopolio mundial sobre la producción de estas vacunas. Así que puede restringir su llegada a los países de bajos ingresos que las necesitan.
—A.T. ¿Podría hablar más sobre la propuesta de suspender los derechos de propiedad intelectual?
—A.P. Sinceramente, jamás hubiera creído que la antigua forma de hacer negocios iba a ser aplicada igual en el caso de algo como la pandemia. Pero resultó que no solo estaríamos permitiendo monopolios, sino que los estaríamos intensificando.
Con nuestros compañeros que luchan contra el monopolio de patentes, pedimos por favor que se suspendiera el sistema, porque ya sabemos que lo único que va a lograr es que la pandemia dure mucho más. Varios países en desarrollo vinieron a apoyar a Sudáfrica e India en sus intentos de suspender las patentes. De hecho, de los 165 países miembros de la OMC, más de 100 países en desarrollo apoyan la propuesta.
Pero el problema es que la OMC funciona con algo que se llama consenso absoluto, lo que significa que si un solo miembro se opone a la propuesta, se acabó. Y en este caso, más de un miembro se opuso: Estados Unidos, Australia, Japón, Canadá, el Reino Unido… Brasil, inexplicablemente, también se opuso.
—A.T. ¿Es decir que Estados Unidos –que sabemos controla la OMC– no solo está acaparando vacunas, sino que está impidiendo que otros países las fabriquen?
—A.P. Sí, es para no creer. Lo más sorprendente es que Wall Street y las empresas farmacéuticas insisten que la liberación de las patentes perjudicaría a todos, incluidos los pobres. Dada la magnitud humana de la pandemia, no pueden más invocar los beneficios de las empresas farmacéuticas. Tienen que decir que en realidad están defendiendo el sistema en nombre de los pobres del mundo.
Pero la objeción más interesante proviene de los economistas centristas liberales. Dicen: tal vez esto funcione en esta pandemia, pero entonces, ¿qué pasará en la próxima? No tendremos vacunas. Se trata de una línea de argumentación increíble porque, como ha demostrado la Cámara de Comercio Internacional, se calcula que la economía mundial sufrió pérdidas de 8 billones de dólares a causa de la pandemia. Y si la desigualdad en materia de vacunas continúa sin cesar, causará más pérdidas masivas, incluso en los países ricos.
—A.T. Imaginemos que la producción y distribución de productos farmacéuticos se hiciera sin consideraciones de propiedad intelectual, y sin que los monopolios farmacéuticos explotaran a un público desesperado para maximizar sus ganancias. Esto puede parecer una fantasía utópica, pero en realidad es una descripción de cómo se ha producido la vacuna contra la gripe durante los últimos 50 años. ¿Puede decir algo más sobre cómo ha funcionado esto históricamente?
—A.P. Si yo fuera a decir hoy: «Tengo esta idea de cómo podemos hacer una vacuna contra la gripe. Conseguimos que 110 países cooperen y pongan dinero y analicen las cepas de la gripe cada año. Y luego hacemos que alguien coordine eso y produzca una fórmula para la vacuna contra la gripe basada en los tipos de cepas que circulan en los hemisferios norte y sur. Entonces, simplemente se publica y se permite que cualquiera pueda fabricarla». Si fuera a decir todo eso, me tacharían de socialista chiflado, pero esa es exactamente la forma en que todos tenemos los miles de millones de dosis de vacunas contra la gripe que se han dispensado desde mediados de la década de 1970.
En realidad, hay un sistema cooperativo de 110 países que reúnen dinero en 140 laboratorios. Y lo que hacen es analizar constantemente las cepas de la gripe y enviar esa información a un nodo centralizado que luego analiza todo sobre la base de lo que parece más prevalente, o lo que está surgiendo, etc. Ajustan la fórmula, hacen una lista de las cepas que deben incluirse en esa vacuna actual y luego ponen esa información a disposición del público sin monopolios de propiedad intelectual.
Lo hacen todo de forma cooperativa, financiada por los gobiernos y los contribuyentes, y luego ponen todo en el dominio público supervisado por una organización experta con autoridad. Y una vez que se publica esa fórmula, múltiples fabricantes de todo el mundo pueden hacer esa vacuna contra la gripe, que luego hacen a un precio asequible. Así que nunca hay escasez; cada año, miles de millones de personas toman esta vacuna contra la gripe común, y así es como hemos sobrevivido a nuestra temporada de gripe cada año.
—A.T. Es increíble, porque estamos aquí preguntándonos cómo podemos hacer llegar la vacuna contra el COVID al mundo mientras, al mismo tiempo, se invierte tanto esfuerzo en ocultar estos sistemas que son soluciones que realmente funcionan. ¿Puede hablar un poco más sobre el caso de la India?
—A.P. En los años 60, en plena Guerra Fría, India tenía muy claro con quién se alineaba: con la URSS, no con Estados Unidos. A diferencia de lo que ocurre hoy en día, en que tenemos mercados muy capitalizados y pocos controles de importación y exportación, India aspiraba a la autosuficiencia. A finales de la década de 1960, una persona llamada Yusuf K. Hamied reconoció que no podía fabricar la mayoría de los medicamentos debido a una ley de patentes colonial. Acudió a la entonces Primera Ministra, Indira Gandhi, y le dijo: «Mira, esto debe ser revocado». Y ella estuvo de acuerdo.
La razón por la que podían hacerlo, por la que India tenía autoridad soberana para hacerlo, era que no eran signatarios de ningún acuerdo comercial. Y la otra razón por la que podían hacerlo era porque formaba parte de un proyecto socialista de ser autosuficientes, creando industrias que pudieran satisfacer al menos unas necesidades muy básicas. No tenían televisión por cable, pero tenían medicamentos que salvaban vidas.
Esto condujo a la creación de gigantescas industrias de medicamentos genéricos muy rentables en la India, que durante los siguientes 25 años, sin interrupción, crearon este vasto mercado en el que se tienen múltiples proveedores para cada medicamento que se necesita a precios extremadamente bajos. Lo que ocurrió simultáneamente en la década de 1980 en Europa y Estados Unidos es que, a través de algo llamado la Ley Vital —una ley que aumenta masivamente las patentes— la gente comienza a darse cuenta del valor de la renta que pueden obtener de esta forma de propiedad increíblemente inusual, que es tan fácil de mantener, porque en realidad no supone ningún tipo de aspecto físico.
Se dan cuenta de que si obtienen todas estas rentas de la propiedad intelectual de los productos farmacéuticos que poseen en Estados Unidos y Europa, también deberían poder hacerlo en el resto del mundo. Empresas como Pfizer e IBM, en nombre de las industrias farmacéutica y tecnológica, se insertan en el gobierno de Estados Unidos, especialmente en la oficina del representante comercial de Estados Unidos, e insisten en la inclusión de una norma en las próximas negociaciones de la Organización Mundial del Comercio. Lo que se decidió allí es insertar una ley que ordene una especie de norma global para la protección y aplicación de la propiedad intelectual en la Organización Mundial del Comercio.
Esto fue bastante novedoso porque, en ese momento, existía una organización mucho más antigua que se llama Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. Pero esa organización no tenía dientes. Si uno entraba en conflicto con la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, era algo así como ofender a la UNESCO. No era algo que le importara a nadie.
Ahora, la OMC, por otro lado, es en realidad el alma de todas las economías del mundo. Todos los países existen ahora principalmente gracias al comercio, tanto si es un país importador o exportador. Y se dieron cuenta de que si la protección y la aplicación de la propiedad intelectual estaba atada a su capacidad de comercializar, es decir, existir, entonces el sistema de patentes podría volverse imbatible. Y eso es exactamente lo que ocurrió.
En los años 90, muchos de los países, incluida la India, que se adhieren a estas leyes, no entendían del todo lo que significaban. La OMC dijo: «India, tendrás 10 años para cambiar tus leyes y los países más pobres tendrán 15 años para cambiar sus leyes, y todo estará bien». Y de inmediato tuvo un efecto increíblemente horrible al restringir el acceso a los medicamentos.
—A.T. Y, sin embargo, Rusia y China han desarrollado sus propias vacunas. ¿Compiten estos países? ¿Qué significa eso para el esquema monopólico?
—A.P. Lo que ocurre es que se están formando todos estos nuevos bloques entre los países en desarrollo, un nuevo tipo de solidaridad entre los oprimidos que está surgiendo al calor del apartheid de las vacunas. El mundo ha tardado unos 20 años en descubrir que se pueden tener medicamentos de calidad, copias de medicamentos que hace rato ya se fabricaban en la India y que se vendían en Europa y Estados Unidos. Muchos de los países más ricos del mundo ya obtienen estos medicamentos genéricos y dependen de ellos hoy en día. Así que no solo los países pobres dependen de los medicamentos genéricos y las vacunas de la India, sino también los países ricos.
Y ahora que el mundo se ha acostumbrado a eso, también tiene que acostumbrarse a la idea de que se puede tener buena ciencia y vacunas originales contra el Coronavirus que provengan de lugares que no están en Occidente. Así que no todas las vacunas tienen que desarrollarse en el Reino Unido, Estados Unidos o Europa. Ahora, Rusia y China están liderando ese camino.
Desgraciadamente, se ven perjudicados por una infraestructura que realmente privilegia las vacunas occidentales. Y su reputación es atacada por medios occidentales como The Wall Street Journal, el Financial Times, o incluso el New York Times, a pesar del hecho de que todos los países de ingresos medios, desde Brasil hasta Turquía, pasando por los Emiratos Árabes Unidos, Hungría e Indonesia, están utilizando estas vacunas, y a pesar del hecho de que han sido rigurosamente probadas.
En la medida en que el eje pueda cambiar y podemos ver que ahora hay vacunas en desarrollo en la India, en Tailandia, en Cuba, en Irán… en la medida en que el eje de la innovación científica pueda cambiar y extenderse por todo el mundo y ser un poco más equitativo, creo que realmente en sí mismo presenta otro tipo de horizonte. Por supuesto que esta solución también significa más competencia. El hecho de que una empresa esté ubicada en Rusia o en China no significa que estas empresas no necesiten ganar dinero.
En realidad, las naciones más pobres tienen mucho poder en sus manos. Lo único que necesitan es un poco de coraje para utilizar ese poder que tienen. Y esa valentía suele provenir de la organización popular.
El problema ahora está en el norte, donde el apoyo popular está muy del lado de Pfizer y Moderna. Son empresas que supuestamente han salvado a Estados Unidos y algunos otros países ricos. Por lo menos es así como se comunicó el mensaje, en parte porque los gobiernos querían atribuirse el mérito de estos milagros. Esto hace que ahora, de manera transitoria, sea más difícil atacar estas empresas por no haber fabricado suficientes vacunas, por haber sido demasiado codiciosas, y, sobre todo, por haber mantenido mucho más control sobre la vacuna de lo que está moralmente justificado en esta pandemia. Pero eso no significa que sea imposible socavar su poder.
*Por Astra Taylor para Jacobin Lat / Imagen de portada: Jacobin Lat.