El río es una persona
El río Atrato en Colombia es un caudal de vida y diversidad que pareciera acoger en su cauce a toda una época de 500 años. Contaminado, saqueado y violentado, pero también abundante, bello, repleto de resistencias. Con cientos de comunidades viviendo a su vera, también es protagonista de una sentencia judicial pionera en la región: una que lo declaró sujeto de derecho.
Por Edna Martínez y Paula Mónaco Felipe para Bocado
Es un día caluroso en Quibdó. Uno de esos días cuando incluso respirar exige un esfuerzo extra de energía y resistencia. Es abril, pero da igual, aquí no hay estaciones, sino calor, siempre calor. Hoy hacen 30 grados de temperatura y el aire, húmedo y denso, te recuerda que estás en el corazón de la selva. En una selva lejana de la capital -a más de 500 kilómetros de Bogotá- donde nosotras, un grupo de mujeres, nos atrevemos a desafiar las inclemencias del clima haciendo nuestro entrenamiento de boxeo en el malecón de la ciudad.
El malecón es uno de los pocos espacios públicos diseñados para el disfrute y el esparcimiento en esta ciudad. Una amplia plataforma como balcón sobre el Atrato, uno de los tres ríos más importantes de Colombia. Un cauce ancho que serpenteando cruza el departamento del Chocó, uno de los lugares más biodiversos y diversos del mundo. Aquí el 80% de las personas son -somos- negros descendientes de población esclavizada o cimarrona; un 10% mestizos y el otro 10% pueblos originarios como los Embera, los Wauná y los Tula, según datos oficiales.
Yo, Edna, soy una mujer afrocolombiana. Socióloga, doctora y posdoctora por la Universidad Libre de Berlín. Vivo entre el Chocó y Alemania, la Europa donde están muchas de las empresas que contaminan los cauces de América Latina. Mientras dirijo en Quibdó nuestro entrenamiento de box, tengo algunas fantasías o, mejor dicho, alucinaciones. Imagino que en medio del malecón hay fuentes de agua potable —como en muchos lugares del mundo— y que después de sudar tanto podremos ir allí para beber y refrescarnos. Fantaseo que después de entrenar nos podremos lanzar a nadar en ese río majestuoso que tenemos al ladito nuestro ahora. Cruzar de una orilla a otra, flotar dejándonos llevar por la corriente y mirar al cielo.
¿Cómo no fantasear con fuentes de agua cristalina y pura para beber si Quibdó es uno de los lugares con más lluvias en el mundo? Aquí no para de llover: hay entre 28 y 30 días de lluvia por mes y la humedad nunca es menor al 85%. ¿Cómo no soñar con nadar si en este pedacito de mundo hay 17 ríos que alimentan al Atrato? Aquí se vive en medio del agua: la que cae del cielo, la que produce el cuerpo que transpira sin pausa, la que está en el ambiente y hace que todo huela y se sienta húmedo, la que se acumula en las calles por falta de alcantarillado, la que corre por los ríos y quebradas. ¡Agua! ¡Bendita agua!
Pero no hay agua para beber.
Para calmar nuestra sed, debemos comprar el agua en bolsas miniatura de 100 mililitros que cuestan $100 pesos colombianos (equivalentes a 0,027 centavos de dólar). Bolsitas pequeñas que alcanzan para un sorbo, algo así como medio vaso. La otra opción son botellas de medio litro a 3 mil pesos (82 centavos de dólar). Cristal es una de las marcas de empresas que empacan y venden el agua, hacen parte de multinacionales como Coca-Cola y de los consorcios de Carlos Ardila Lüle, uno de los hombres más ricos del continente. La mayoría de nosotras optamos por comprar dos o tres bolsas de agua, equivalentes a un vaso y medio, porque pagar 3 mil pesos por botella es un lujo en una de las ciudades con mayor tasa de pobreza en Colombia.
Estamos exhaustas después de hora y media de entrenamiento, tratamos de cubrirnos bajo los pocos árboles que hay en el malecón. Tenemos la ropa pegada al cuerpo y una sensación de ahogo que genera la mezcla de sol intenso, actividad física y humedad, aunque también nos distrae del sabor a plástico que tiene el agua que tomamos. Nos amarga la boca, pero no pensamos mucho en eso; al final, tener agua con sabor a plástico parece mejor que la sed.
A veces llega una brisa que nos acaricia y refresca. El clima parece clemente, pero el placer dura poco: con la brisa llegan olores fétidos, nauseabundos, por la mezcla de aguas con desechos acumulados en las calles de esta ciudad sin alcantarillado. La brisa también hace que muchas de las bolsas de agua, ya vacías, sean arrastradas hasta el río. Flotan junto a otras basuras: desechos orgánicos, plásticos, electrodomésticos, muebles.
Mi madre es chocoana nacida en las riberas del río San Juan, pero visitaba esporádicamente Quibdó y me ha contado cómo era antes este río: “El Atrato era cristalino y la gente entraba al agua a bañarse. Usaban sus aguas para cocinar y lavar. Al mirar en él, se veían peces y abundantes especies de pájaros en la superficie”.
No han pasado tantos años, apenas décadas. Miro el río ahora y me cuesta imaginar que ese lugar de color gris-verdoso, de aguas espesas donde he visto más basura que pájaros haya sido alguna vez el lugar mágico y paradisíaco que mi madre describe.
Nací en Bogotá, la capital de Colombia, y al parecer pertenezco a la generación que mirará la muerte de los ríos. Que verá cómo un sistema irracional de explotación de recursos y creación de basura los acaba. En Bogotá, las empresas de cueros, cauchos y las agroindustrias de alimentos y flores mataron al río que por ahí pasaba. Para una citadina como yo, era normal una ciudad sin más fuente de agua que la tubería.
Cuando vine por primera vez a Quibdó, tenía afán por encontrarme con el Atrato, el río majestuoso, uno de los más caudalosos de Colombia, el que se extiende por 670 kilómetros y parece desafiar a la misma naturaleza corriendo hacia el norte al revés que los demás cauces de la región. Imaginaba que, al llegar a Quibdó, me quitaría los zapatos y brincaría dentro de él. Soñaba con nadar, tirar agua, jugar, sumergirme y llegar hasta donde las fuerzas me alcanzaran. En fin, imaginaba hacer todas las cosas que no pude hacer en el río de Bogotá.
Mi primer encuentro no fue así.
Guardo dos imágenes de ese día. Un hombre sin pudor alguno se bajó los pantalones y cagó en el río al tiempo que una mujer en una acción casi automática arrojó al mismo cauce el pañal sucio que acaba de cambiar a su bebé. Y una canoa en la que dos personas pescan en medio del río entre pañales sucios, botellas, colchones, plásticos de todos los colores, ropa, neumáticos, entre otros desechos irreconocibles a simple vista.
El río añorado era una cloaca. Fue convertido en una cloaca de la cual se saca el pescado que alimenta a mucha gente en la región. Tanto que existe una forma de nombrar la simbiosis excremento-pescado, cuenta Avelina, una atrateña de 55 años: “A nosotros, los de este lado del Chocó nos decían come canchino. El canchino es un pescado al que le gustan muchos los excrementos humanos. Entonces, cuando la gente del sur del Pacífico nos quería ofender, nos decían come canchino, una forma sutil de decirnos come mierda”.
Durante mis primeros viajes, pregunté a algunas personas por el color del agua, los olores y la basura. Me respondieron que siempre había sido así. Un vendedor de la plaza de mercado me habló con naturalidad del agua turbia: “Desde que yo recuerdo está así. Ese es el color del río, pero es porque es muy arenoso (..) es por la arena que tiene ese color como sucio, pero no está sucio. Uno lo ve así, pero no está sucio”.
Creo que pensar así puede ser una estrategia para mitigar el dolor y la impotencia. Una forma de no preguntarse por las causas ni consecuencias y, sobre todo, no tener que actuar sobre ellas.
Superada la primera mala impresión, mi relación con el río Atrato se volvió más lejana. Aprendí a ignorarlo como parece hacer mucha gente. Evito mirarlo, evito pasar por ahí. No disfruto ver el reflejo del sol al atardecer porque sólo veo la basura, ni siquiera disfruto la brisa que el río produce porque el aire que se respira cerca es pesado y fétido, una mezcla de aguas de cañería y animales en descomposición.
Al lado del malecón donde entrenamos, está la plaza central. Ahí las mujeres venden peces de río que sus familiares —por lo general hombres— han colectado. Uno de los peces típicos y más consumidos de la región del Atrato es el bocachico. Es de tamaño mediano, grisáceo, con una boca pequeña de la que sobresalen muchos dientes miniatura en forma de sierra.
El bocachico es el plato favorito de mi mamá, ella podría comerlo todos los días. Por lo general, se prepara frito y luego se le agrega una salsa de tomates, cebolla, cilantro chocoano y coco. De pequeña, no me gustaba porque tiene muchas espinas y hay que comerlo con mucho cuidado y concentración. Luego, cuando yo aprendí de “lo bueno”, como dice mi mamá, el bocachico se convirtió en uno de mis platos favoritos, pero el romance duró poco. Cuando vi que el hábitat del bocachico era un depósito de basura y veneno, dejé de consumirlo.
Y casi siguiendo la canción de Chocquibtown: “¡Yo no me como ese pescado, así sea del Chocó. Ese pescado envenenado, ese no lo como yo!”.
—¡Negro!— grita acentuando la ene y alargando la o.
—¡Negro!— le responden desde otra lancha con el mismo hablar cantado.
Los amigos se saludan de costa a costa, de lancha a lancha sobre el cauce del río Atrato. Eugenio desacelera para acercarse lento y no espantar a los peces con su motor. Al llegar, el fondo de la panga de su amigo muestra que la pesca va floja: apenas unos 20 animales, varios todavía brincando como resistiéndose a la asfixia por estar fuera del agua. Entre risas, los dos hombres —ambos negros, ambos chocoanos— negocian venta y precio. Se despiden con cariño, Eugenio seguirá navegando y su amigo pescador volverá a tirar la red.
“Antes los peces llegaban hasta Quibdó, ahora para conseguirlos hay que ir más lejos”, me cuenta Eugenio Valoyes Murillo. Un hombre alto, fuerte y de primera impresión muy serio. Alguien que escucha con atención, estudia los gestos de su interlocutor en aparente desconfianza, pero seguido suelta carcajadas estruendosas. Disfruta bromear tanto como platicar y, sin dudas, navegar sobre el “majestuoso Río Atrato”, así lo nombra a cada rato resaltando el adjetivo.
Yo, Paula, soy periodista argentina viviendo en México y vine a Colombia por trabajo. Es mi primer viaje al Chocó. Así conozco este caudal gigantesco y amarronado donde hoy aprendo que existe una barrera invisible para mí, pero muy clara para los peces: ya no entran a donde el agua está más contaminada.
Pasamos cerca de una especie de montaña de arena, algo así como un volcán que parece surgir del agua misma. Detrás hay algo como maquinaria vieja, destartalada, oxidada. Eso que parece una ruina es, en realidad, una draga, una instalación para extraer oro, platino, plata y zinc pasándolos por una serie de químicos que lo contaminan todo con metales pesados como mercurio.
“El oro es una maldición”, dice Eugenio y hace una pausa histriónica, silencio que resalta la paradoja. Continúa: “Es una maldición porque trae todo lo malo. En donde yo vivo, tenemos la fortuna de que ya no hay mineral. La fortuna”, resalta vocalizando cada sílaba.
El lanchero me advierte que no se puede grabar ni tomar fotos de la draga. Lo dice sin siquiera girar el cuello, evita hasta el más mínimo gesto de mirar a este punto de minería ilegal que está a pocos metros de la ciudad de Quibdó.
Como esta, hay decenas de mineras en la cuenca del Atrato. El Chocó lleva 80 años de explotación y el 99.2% de operaciones han sido ilegales, según un estudio de la Universidad de los Andes.
Aunque existe extracción manual, que es una práctica antigua, familiar y más rudimentaria, a partir de la década de los años 90, se han multiplicado los yacimientos mecanizados para la extracción de oro y platino. Grandes y destructivos negocios que en su mayoría caen en manos de transnacionales. Anglo Gold Ashanti, Muriel Mining Corporation, Gold Plata Ressourses, Votoratin Metais Col… hay muchos nombres en inglés y algunos en portugués en la lista de beneficiarios de las concesiones.
Tanto mineral se saca de la cuenca de este río que el Chocó es el mayor productor nacional de platino, un 95.48%, y aporta el 25.4% del total del oro del país, según datos oficiales. En 2014, el Sistema Nacional de Regalías reportó que, sólo en oro, en ese departamento se extrajeron 8.064.180 de gramos En 2020, el Estado colombiano reportó una producción récord de oro: 47.6 toneladas en todo el país, un 29.0% más que en 2019.
La fiebre del oro, que en otros lugares del planeta suena a relato del pasado, es aquí un presente impactante. Dragas, dragones, excavadoras y maquinarias aparecen a cada rato en las costas de este río caudaloso. Por el cauce que en el siglo XVI fue la entrada de la conquista española, salen ahora barcos con oro y minerales, llevándose las riquezas, pero también destruyendo todo a su paso: flora, fauna y la paz de sus comunidades.
Río adentro, cuando la ciudad de Quibdó se ve lejos, agua y selva lo invaden todo. El agua huele fresca, la brisa es suave y se escuchan sonidos en armonía. En ese silencio de río que abre selva, Eugenio explica qué es Champa MIA, la cooperativa de turismo de la que forma parte, fundada en 2015.
Una asociación con el objetivo de auto-empleo y al mismo tiempo de cuidar al río y defender las identidades que lo habitan. La nombraron Champa MIA porque “champa” llaman aquí a las embarcaciones antiguas, hechas de madera, que avanzan sin motor; “MIA” como acrónimo de Mestizo Indígena Afro. “Nuestros orígenes”, resume Eugenio con una gran sonrisa de satisfacción y orgullo.
“Nosotros hacemos tours, pasadías, con recorridos cortos y con pernoctación. En el majestuoso río Atrato tenemos 12 comunidades donde estamos llevando a turistas o a personas que desean salir a conocer la naturaleza, vivir la experiencia, ver un bello amanecer. Llevamos a reservas, a ciénegas para mirar las aves, a mirar cómo mujeres y hombres de la región transforman la caña”.
Paseos que pueden durar algunas horas o hasta cuatro días durmiendo dentro de la selva, a la vera de un río que en tramos resulta tóxico y en otros es un paraíso. Eugenio describe tesoros escondidos en la selva: las 20 ciénegas de Beté y las aguas del afluente Munguidó, para disfrutar flora y fauna; paraísos como Orosito donde hay pelícanos, monos, ardillas y osos perezosos; las experiencias de visitar comunidades a las que sólo se llega por agua como Tanguí y La Baudata, habitada por población indígena emberá.
Son 32 personas quienes hoy integran Champa MIA: 15 lancheros y 17 habitantes de comunidades ribereñas. Por eso, definen a su emprendimiento como turismo comunitario: porque no llegan de visita, este modelo de turismo sostenible se construye junto a las comunidades. Y todos ganan, desde los lancheros a quienes venden sus productos, desarrollan propuestas de acuerdo a sus realidades y coordinan convenios educativos con instituciones.
En tierra como navegando, Champa MIA intenta aportar al cuidado del río. Colocan bolsas de basura alrededor del malecón para que las personas no arrojen los desechos al río y cada día recogen las bolsas llenas. También han dejado de cambiar el aceite de sus lanchas dentro del agua, una práctica común en Quibdó. “Recogemos galones, cuando no hay, nosotros los compramos. También a las mujeres que fritan chorizo y echan aceite al río les decimos ‘ya no’”.
—¿Por qué la gente echa basura al río?—, pregunto .
—Bueno… —dice y hace una pausa de quien busca paciencia para hilar ideas-. Desafortunadamente, hay que hablarlo como dicen por allá, a calzón quitado. Hay gente que no ha tomado conciencia de lo que es el río Atrato, como que no le da importancia. A eso se lo lleva el río, dicen, pero no han llegado a la desembocadura para ver cómo está. Aquí en el majestuoso río Atrato, son 13 bocanas para salir al mar y hoy contamos sólo con uno; hay 12 bocanas cerradas por la basura, no se puede pasar, todo se sedimenta abajo.
Mientras el lanchero explica recuerdo un libro de Joseph Conrad: “El río parecía salir de la nada y fluir hacia ninguna parte. Fluía a través de un vacío”, la disociación hombre-naturaleza en Una avanzada del progreso, relato de factorías y extractivismo ya en 1897.
“Desafortunadamente, el pueblo chocoano se ha vuelto indiferente con el río”, Eugenio me trae al presente que es muy parecido al pasado.
Para Eugenio, la salida está en lo que llama “pedagogía”: salir a las calles, a los medios locales de comunicación, difundir en cada rincón para hacer conciencia. Y también sugiere multas “porque a la gente cuando le tocan el bolsillo, ahí sí”.
Pedagogía es una palabra que Eugenio usa seguido. Porque sin ayuda del Estado, que dice nunca les ha facilitado ni una bolsa para residuos, la palabra es su principal herramienta. Los funcionarios permiten negocios de transnacionales, no están preocupados por limpiar al río y la corrupción también afecta aquí.
—El majestuoso río Atrato tiene los mismos derechos que usted y que yo -dice levantando las cejas, con una sonrisa provocadora-, ¿lo sabía usted?
El río Atrato fue declarado sujeto de derecho. Algo así como una persona a quien se debe proteger, cuidar y sanar. En 2016, la Corte Constitucional de Colombia, máxima instancia jurídica del país, dio una sentencia histórica (y única) del continente americano, la T-622.
Richard Moreno, de 48 años, tiene mucho que ver en el logro. Es abogado chocoano y activista afrocolombiano, su identidad está vinculada al río desde el minuto uno de su vida: “Yo nací en una canoa del río Tangui, dentro del río”. Su mamá recogía cosecha de maíz con su abuelo cuando le dieron contracciones. Su abuelo la sacó del monte, la subió a una canoa para llevarla hacia el pueblo, pero “en el trayecto, le tocó partearla porque ahí nací yo. Un 14 de septiembre de 1972 a las 12 del día, en una canoa en el río. Mi afinidad con el río es de nacimiento”.
Como activista y abogado, ha acompañado las batallas legales en defensa del Atrato y sus afluentes. Un largo camino “de construcción colectiva”, remarca, porque empezó en 2014 desde el Foro Interétnico Solidaridad Chocó (FISCH) que aglutina a 120 organizaciones de la región. Ellas lograron la inédita sentencia, “un fallo que a nosotros mismos nos sorprendió”, porque habían solicitado al Estado que des-contaminara y conservara al río, pero los magistrados fueron más allá al declararlo sujeto de derechos, algo así como considerarlo una persona”.
Un río-ser.
Inédito, inusual, pero, en realidad, lógico. Si empresas como Coca-Cola son consideradas sujetos de derecho, ¿cómo los ríos no?
“Lo que la corte hizo fue reconocer la relación hombre-naturaleza, la relación del pueblo étnico con el río”, explica Richard Moreno. ¿Cómo llegaron a entenderlo jueces que viven en la capital, en ciudades? Moreno y las organizaciones del Chocó los llevaron a ver con sus propios ojos, a conocer y escuchar a las comunidades en el lugar; a visitar mineras ilegales y sentir en su propia piel al majestuoso río Atrato.
Moreno es ahora Procurador del Departamento del Chocó. Habla con la formalidad de todo abogado, pero intentando traducirlo a relatos comprensibles. Enumera siglas y muchos esfuerzos por defender la pesca artesanal, combatir la minería ilegal, reducir la explotación forestal indiscriminada y infinidad de formas de procurar acciones jurídicas de protección del medio ambiente. Esa ha sido su vida: hijo de un líder afrocolombiano, formado en luchas campesinas, comunitarias y negras, eligió especializarse en temas ambientales. Como abogado “me gradué el 6 de agosto del 98. El día 7 de agosto ya estaba en Quibdó y el 8 ya tenía oficina en Cocomacia (Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato)”.
Cinco años después de la histórica sentencia pasó el tiempo del triunfalismo, toca hacer un balance de lo conseguido. Moreno admite que hasta ahora las soluciones han sido “tibias” y los avances parciales: “Aunque ya se hicieron los estudios sobre la contaminación, todavía no se han iniciado los dragados. (Tampoco) se ha logrado el fortalecimiento de la soberanía alimentaria de las comunidades y de los sistemas tradicionales de producción”.
“Se ha logrado disminuir la actividad minera en muchas comunidades porque se han logrado controles y mayor presión de organismos del Estado. Eso no significa que no siga la actividad ilegal, sigue, pero se ha retomado un poco la actividad pesquera”. Entre avances, resalta una creciente conciencia entre los pobladores “porque antes hasta los desechos hospitalarios terminaban en el río” y ahora “se han creado muchas organizaciones ambientalistas”. También como triunfo la interlocución permanente entre el Estado y las comunidades a través de los Guardianes del Atrato, un grupo de vigilancia ambiental creado post-sentencia. “Antes eso no existía, (para cualquier gestión) casi que había que pedirle permiso a Jesucristo -resume y sigue-. Colocamos a Colombia, al país, a hablar del río Atrato. Y no sé si es que se puso de moda o qué, pero a partir de la sentencia han declarado a muchos ríos como sujeto de derecho: Cauca, Bogotá, Amazonas”.
Calcula que tomará 10 a 15 años ver mejoras y para eso, dice, no cabe el desánimo.
Banessa Rivas López es guardiana del Atrato, una de las 7 mujeres y 7 hombres que integran el grupo. “Nosotros lo que hacemos es representar al río, hablamos por él”, dice con ruidoso fondo chocoano, que siempre incluye música, voces, bocinazos de motos y toda clase de sonidos.
Su hablar oscila entre el orgullo y el cansancio. Porque no se propuso para ese cargo, la eligieron. Dudó en aceptarlo, pero al final asumió la responsabilidad: “Quiero colocar mi granito de arena para este sueño. Esperamos que se puedan recoger muy buenos frutos para nuestros hijos, nuestros nietos y para las personas del Atrato”.
Banessa también dudó porque integrarse como guardiana implicaba multiplicar su carga. Tiene 33 años, un hijo de 12 y pronto será mamá por segunda vez. Estudia la carrera de trabajo social y ayuda a su madre. Su nueva responsabilidad no le da paz ni sueldo: “Los guardianes no tienen sueldo por parte del Estado. Al trabajo lo hemos hecho voluntariamente. En algunas ocasiones, los ministerios cuando se hacen reuniones apoyan digamos con el pago del transporte, la alimentación y a veces también el hospedaje. En este momento, no tengo contrato. La verdad es que a veces ni yo misma sé cómo sobrevivo”.
“Es un trabajo voluntario que se hace por amor al río”, dice Banessa sentada enfrente de ese río y a poco de parir a su segundo hijo. Hoy está en Quibdó porque debe realizar gestiones, pero su lugar natal es Isla de los Rojas Negra, municipio Murindó, ya en el departamento de Antioquia. Es una mujer joven y muy seria al hablar de sus responsabilidades aunque luego ablanda el gesto: “Qué rico fuera que el río estuviera limpio, sin contaminación. Que una pudiera tomar su agua sin riesgo. Yo recuerdo que el agua era clara. Más que todo en verano era como azul o verdecita, más que todo como un azul. Uno iba en embarcaciones y de pronto tocaba el agua, cogía la mano, subía su agua. Tenía un sabor pues… a agua rica”.
“Ahora toca hervirla. En ocasiones, cuando hay asesinatos, bajan cadáveres por el río. Eso limita un poco la tranquilidad, a uno le cambia la paz”. Baja la voz, endurecida otra vez, y cuenta que, debido a la inseguridad, ya no pueden navegar de noche.
No es sólo la minería, violencia y pobreza empañando todo. Aquí entre el 60 y el 80% de las personas no tiene lo básico para un vida digna, según datos oficiales, aunque navegando por el río como recorriendo las estrechas calles de Quibdó cuesta creer que la cifra real no sea el 100% porque no se ven casas ni barrios acomodados, no se ve a personas sin carencias económicas.
Naturaleza de riqueza desbordante, poblaciones empobrecidas.
Es un estado rural -el 70% de sus municipios- y diverso: un 74% de la población se reconoce como afrocolombiano, 11% indígenas (pueblos Embera, Embera Katío, Embera Chamí, Tules o Cunas y Waunaán) y una minoría blancos, según datos de la misma ONU.
En tan complejas condiciones de sobrevivencia, resulta difícil difundir la idea de cuidar al río y mantenerlo limpio. Difícil también el que se implemente una sentencia ejemplar en jurisprudencia, pero con pocos dientes en una realidad donde los contaminantes son transnacionales frente a guardianes y ambientalistas locales sin presupuesto ni para llamadas telefónicas.
La comunidad internacional, que aplaudió la sentencia emblemática, ha hecho poco por apoyar proyectos concretos en la cuenca. No ha hecho nada, dicen las voces aquí consultadas. Sin embargo, los atrateños aún confían.
El procurador Richard Moreno confía en que los intereses económicos y políticos no serán más fuertes los pueblos. “Somos una cultura del agua”, resume y ejemplifica: “Si vas por el Atrato y otros ríos de la fuente del pacífico, y pasa un hombre cantando frente a una casa, inmediatamente se dan cuenta que tiene un amor ahí. Si pasa una mujer y le da fuerte al canalete (remo), se dan cuenta que tiene interés en esa casa. Los muchachos bajan a enamorarse en las canoas, en las playas. Esa relación entre los pueblos étnicos y las cuencas garantiza la pervivencia de las comunidades”.
El lanchero Eugenio Valoyes cuenta: “Somos de un pueblo, pero no nos gustaba vivir en el pueblo, sino en la orilla. Uno se dormía con el ruido de los pájaros y se despertaba con el ruido de los pájaros”. También había chigüiros (capibaras o carpinchos en otros países), “a esos animales ahora los vemos, pero por televisión. Los demás animales también han pasado trabajo porque ya no consiguen comer. En la naturaleza también ha habido desplazamientos, como en los seres humanos”. Se enoja el cooperativista y ecologista nato, pero también confía: sus esperanzas son volver al pasado.
Mientras tanto, Edna camina por Quibdó. Pasa por el malecón, un puerto vivo a donde cada mañana llegan cargamentos de banano y montañas de pescado. Sigue por el barrio San Vicente, donde antes las casas se construían mirando al río. Con el crecimiento de la ciudad, todo cambió de sentido: ahora las puertas de los hogares dan a un río de motocicletas y el Atrato se ha convertido en patio trasero, muchas veces vertedero de basura y sanitarios. Su conclusión: “Pareciera que no sólo las casas, la sociedad quibdoeña le da la espalda a su río”.
La lancha de Champa MIA llega a La Baudata, una pequeña comunidad de indígenas embera a pocos kilómetros de Quibdó. Hombres y mujeres con el torso desnudo, faldas coloridas, collares de chaquiras y algunos tatuajes en el rostro, las costumbres de su identidad ancestral. Hay muchos niños, ellos desnudos con sus panzas infladas por parásitos. Debajo de las casas de madera y techo de palma, elevadas para sortear inundaciones, hay mucha basura de plástico. Se distinguen envases de bebidas azucaradas, bolsas y empaques de yogures.
Reciben a Eugenio con respeto. Platican de un cerdo que se comió los cultivos, de opciones para sembrar y las fechas de próximos tours. Les sugiere ofrecer sus artesanías, pero además presentando a quien tejió collares y pulseras para que sea reconocida. Es una mujer bajita, tímida y joven. Se llama Estela, tiene un tatuaje sobre su nariz.
Antes de irse, Eugenio les habla sobre la importancia de recoger la basura. Su lancha recién pintada vuelve a navegar sobre el majestuoso río Atrato, cauce que parece no tener fin con mil brazos que aparecen en cada curva. Suena la selva, niños saludan mientras se sumergen desnudos y la brisa vuela sobre agua amarronada. Fundan un recuerdo imborrable.
Es un día caluroso en Quibdó.
*Por Edna Martínez y Paula Mónaco Felipe para Bocado / Imagen de portada: Paula Mónaco Felipe / Bocado.
Este reportaje fue producido por la red de periodismo latinoamericano Bocado.lat