Los niños afro en el sistema educativo argentino
Por Maxonley Petit para La tinta
En julio de 2016, participé en unas jornadas nacionales de reflexión de la comunidad afro que organizaba la comisión 8 de noviembre. Esa noble iniciativa tuvo como objetivo explayarse sobre los diferentes problemas que enfrentaba dicha comunidad en todos los ámbitos de la vida argentina y buscar, juntos, posibles respuestas que servirían como pilares en la construcción de una sociedad justa.
Me tocó reflexionar en el taller de educación, donde compartimos experiencias vividas en los centros educativos. Fue allí que me enteré, entre otras cosas, del rechazo que sufrió el cantautor Fidel Nadal a los tres años de edad por parte del director de un jardín de infantes. Pero la historia que más me conmovió, y me hizo pensar en el futuro de mis amigos y parientes afro, fue la lucha de la valiente madre de un niño afro que acudió a las jornadas en busca de nuevas estrategias que ayuden a su hijo a enfrentar los problemas escolares y a insertarse en un sistema educativo en el cual no se siente identificado. Entre expresiones que adueñaron su cara y emociones que envolvieron su voz, ella desgranó el largo rosario de sus calamidades con una lista casi interminable de intervenciones en la escuela en protesta contra unas prácticas estructurales estigmatizantes nocivas a la construcción de su ser y de su subjetividad relativa. Esas prácticas prejuiciosas tienen raíces muy profundas y están lejos de erradicarse. Son ejercidas por el mismo sistema educativo, por la negligencia o la carencia de aplicación de políticas de inclusión, o por los ciclos de violencia dentro y alrededor de las escuelas. Puede afectar tanto el rendimiento y permanencia de los niños en los centros educativos como también poner en riesgo su integridad física y psicológica. Así, vemos como les niñes ven restringidos sus derechos fundamentales y las oportunidades de desarrollarse plenamente en sus proyectos de vida e identidades.
Tiempo más tarde, viví una escena que me hizo volver a pensar en aquella madre del taller de educación. Una de mis sobrinas (es costumbre haitiana llamar sobrinos a la progenie de tus amigos), con su manito dirigiendo mi cara hacia ella, me interrumpió en una charla con su madre para pedirme que le comprara un uniforme de trabajadora doméstica para cuando tenga que volver a participar en un acto de su escuela. Sorprendido, buscaba cómo formular mi respuesta según las leyes de su mundo infantil, cuando escuché un rotundo no de su madre claramente enojada. Ella, entre otras quejas relacionadas, me contó que hace 3 años que le viene tocando el mismo papel a su hija en las representaciones sociales de su escuela. En su perturbación, juró que esta vez no permitirá que le toque el mismo personaje. Terminada la charla, me acerqué a mi sobrina, un poco desanimada por la previa reacción de su madre, y, con mi celular, empezamos a comentar un universo de personajes, profesiones y estilos de ropa. Me contó todo lo que quiere ser cuando sea grande y, antes de partir, le prometí que iremos a ver Black Panther si se porta bien.
De regreso a casa, con mis ojos perdidos en la pantalla de mi celular y mi dedo índice deslizando entre las fotos de mis sobrinas en los actos de sus respectivas escuelas, no podía creer la rara coincidencia, a todas ellas siempre les tocaba el mismo personaje. Como si no fuera suficiente, al pasar por la plaza Díaz Vélez de Barracas, vi dos carteles en una pared en los cuales había una mujer negra con su cesta de empanadas y un uniforme similar al que usan mis sobrinas en los actos, en las fotos, atendiendo a dos hombres caucásicos felizmente sentados en una mesa. Esta representación social es una de las tantas definidas por un sistema cosido con hilo blanco, que proyecta mensajes subliminales que condicionan la percepción de lo real pretendiendo que ciertos comportamientos y estatus social están vinculados con un específico grupo étnico.
Sabemos que, en Argentina, no existe ninguna ley que impida explícitamente a un determinado grupo escalar niveles sociales o servir a su país en la gestión pública si cumplen con los requisitos. Pero este campo, aparentemente, libre y despejado esconde un minado selectivo. La constante reivindicación de una argentinidad blanca, convergencia exclusiva de sociedades europeas, pone en exilio en su propio país a los que tienen orígenes diferentes. Los calificativos como “negrito tal” o “chinita tal” son institucionalizados por los sistemas de enseñanza e incorporados en la sociedad. Ejemplos sobran, políticos diciendo de forma descarada “no seas negro” a otros, parodias electorales en donde el candidato ficticio es un ridículo “Omar Obaca”, el repertorio de «perlas» es inagotable, los chistes argentinos están inundados de prejuicios ocultos tras el “humor” en donde o se trata de “ubican al negro en su lugar» o se los «devuelven directamente a África de donde vienen».
Esto es el resultado de una manipulación patológica del subconsciente de los niños desde la escuela que establece, desde muy temprana edad, privilegios según el tono de piel y la contextura corporal. Y esto se ve claramente en otra anécdota que voy a contar que le pasó a otra de mis sobrinas. Aquel día, me tocaba ser su conejito de Indias para un nuevo juego inventado, estaba todo planeado y yo la esperaba con ansias. Sin embargo, cuando llegó, su carita estaba bañada en lágrimas de impotencia provocadas por el acoso discriminatorio de sus compañeros, no puedo explicar lo feo que fue verla así, le ayudé a secar las lágrimas que roban su sonrisa y le expliqué que los humanos son como sus crayones de colores. Sus diferentes colores hacen que cada uno sea especial y que juntos hacen lindos dibujitos.
Cierto que el bullying no es un fenómeno exclusivo de las escuelas argentinas, pero la homogeneidad estructural de la enseñanza, la falta de tratamiento de la diversidad cultural y de información sobre otras etnias no hacen más que profundizar la desigualdad escolar. ¿Cómo se puede explicar la inclusión a una niña que no se ve representada en ninguna de las proyecciones sociales de su propio país? ¿Cómo tiene que interpretar ella, y todes les otres niñes afro, la invisibilización de la gente de su color en la historia que empieza a estudiar? ¿Cuál tiene que ser su reacción al darse cuenta de que el «color piel» que acaba de aprender no refleja el suyo? ¿No se justifica así que el único papel que les reserva la sociedad es esperar a ser llamados con sus delantales para atender las necesidades de los privilegiados? Las discriminaciones son comportamientos aprendidos, son malos granos sembrados en los humanos que se desarrollan y se perpetúan por su reproducción masiva. Para un niño iniciando su proceso de socialización fuera del ambiente familiar, es un rodillazo del complejo de inferioridad en el cuello de su autoestima bajo la mirada complaciente de quienes no se atreven a cambiar la situación.
La formación de una sociedad no es un proceso azaroso, sino el resultado comprimido de la sinergia entre las instituciones básicas de socialización. La promoción de los valores y el trabajo de la identidad que empieza cada familia debería poder armonizarse en los bancos de la escuela, siendo un anticipo del futuro de la sociedad. Toda institución educativa debería desalentar en su seno el desarrollo de la intolerancia por las diferencias, esa va a ser la única forma de que, de una vez y para siempre, podamos cerrar la famosa grieta de la que tanto se habla en la sociedad argentina.
*Por Maxonley Petit para La tinta / Imagen de portada: Colectivo Manifiesto.