Interferencias con el más allá
Por Santiago Somonte para La tinta
A unos cuantos días de la partida del mandamás de (la) las radios cordobesas, surgen nuevas preguntas que develan quizás un incipiente mapa renovado: no en los medios, pero sí en sus protagonistas al frente de los micrófonos. Tampoco será en su propio imperio tejido desde los primeros noventas a fuerza de favores y pautas, sino en la periferia de los viejos conductores de aquí y de allá, de cada ciudad grande y la representatividad porteño-centrista donde las figuras y los discursos van padeciendo lentamente el paso del tiempo. Desde el poder central, no sólo del establishment político, sino también de las corporaciones mediáticas, parece haber una tregua, ¿una pausa de días?, para matizar el presente-futuro aún distópico y darle aire a un gobierno que, francamente, no arranca.
De regreso a la Docta, y a ese imperio del éter que el viejo conocido de Menéndez, de Méndez –como alternativa semántica antimufa- y de otros inefables que se sucedieron en el poder mediterráneo, la situación, se supone, no cambiará demasiado. Será cuestión, entonces, de que la inercia de los días avance y lo sucedido sea lo que tuvo que ser… Luego de los frondosos obituarios de rigor, las palabras alusivas de agradecimiento, el show radial sigue bajo el ala contemplativa del poder de turno. Si nos remontamos al pasado, en un ejercicio de ralentización cada vez más impensado en la era digital, lo sucedido con el zar del dial hubiera provocado un parate; podría haber significado un gran movimiento radiotelúrico de alta intensidad en la escala de los ratings, desde hace rato cooptados por los monopolios: la masividad se gana a fuerza de un producto o de ser el dueño de muchos envases. La picardía para pinchar, omitir y hacerse el tonto hicieron el resto.
Así, el malogrado activista vio en generales impiadosos, empresarios corruptos y políticos olvidables el tándem perfecto para balancear los rótulos y contrapesos a los poderes que pudieran interponerse. Entonces, desde allí, fue fácil entrar y salir, gambetear el título de periodista y cambiarlo por el de comunicador, y a este bajarle el precio al eufemismo sin pretensiones de “simple” presentador de noticias, de discos, de goles, de créditos… Entretanto, fue acentuando el veneno de la verba algo irascible, bajándolo al llano con formas coloquiales, para intentar un diálogo sordo en que el abanico de sus audiencias geográficamente amplias ´entienda el mensaje´. O bien, ante algún esbozo de los súbditos que le rodeaban o un mensaje cuestionador de oyentes chúcaros, ensayar un balbuceo; un redoble díscolo rematado con una cortina en alto o una pausa con sus queridos auspiciantes al pie del cañón.
Claro que hay un mérito en esa sapiencia; un objetivo cumplido, una habilidad que no por bondadosa, pero sí por efectiva, supo interpretar en tiempo y forma a los estratos del poder en sus cíclicos vaivenes, y también a ese botín en disputa al que llaman “las audiencias”. En ese devenir, a través de las décadas y con un magazine apenas aggiornado a los nuevos tiempos -basta pensar en los deplorables bloques musicales o las “opiniones” de los columnistas basadas en un nihilismo criollo, entreverado con un chauvinismo berreta y música castrense de fondo, si es que el calendario marcaba una fecha patria-, don Pereyra hizo y deshizo a su antojo, amplió su alcance a casi todo el país y sonrió provocador a los embates del tiempo y algún enemigo de turno.
El final lo encontró complaciente con uno de los peores presidentes de la historia y enfrentado, en línea con los poderosos medios monopólicos, a la dupla gobernante del oficialismo. “Cuando éramos chicos, teníamos un solo par de zapatillas. Se nos rompían y bueno… era el único que teníamos”, contaba en modo de remembranza cuyana y ejemplo discursivo de la meritocracia, proceso sociocultural encabezado por el niño de oro, un par de años atrás. Palabras más, palabras menos, esa era por entonces su diatriba: hay que arreglarse con lo que uno tiene y trabajar por un objetivo; así se llega, aseguraba Marito, sin contemplar los números acuciantes de una economía destructora de cualquier índice de progreso.
El balbuceo, el estreno musical o el chisme pasatista adobado con una promo turística en las sierras podrían matizar el momento. De tanto en tanto, una nota con el mismísimo, mezcladita con la actualidad futbolera de entonces, permitía colar otra vez los dones propios y las miserias, siempre ajenas. Eximirse de penas fue entonces, para él, para ellos, el modo más simple de discurrir el tiempo y los negocios; dar vuelta la página de una dialéctica casi inexistente, sin argumentos ni soslayos, y encontrar en la finitud física el único freno a la impunidad cotidiana.
*Por Santiago Somonte para La tinta / Imagen de portada: A/D.