Las aldeas de los pitufos
Las policías locales del conurbano son un engendro del kirchnerismo tardío. Los polipibes rankean al tope de las preferencias laborales juveniles, junto a la peluquería y la enfermería. Primero, los tildaron de ñoquis municipales, pero, ahora, se pavonean como pitufos gruñones, en medio de una espiral de violencia que se espesa cada vez más en las tierras de la gobernadora estrella del macrismo.
Por Leandro Bartolotta, Ignacio Gago y Gonzalo Sarrais Alier para Crisis
*Publicada el 25 de diciembre de 2017
Anochecer de un viernes agitado en un kiosquito del bajo Quilmes. Un patrullero de la policía local aminora la marcha y, desde adentro, se escucha la voz del Maxi por el megáfono: “Vagos… vayan a laburar… ahora vuelvo”. Aún dentro del auto, se saca el uniforme y se queda tomando unas cervezas con varios pibes y unos laburantes cansados que improvisan un after-obra a cielo abierto.
El inquieto turro Seba, un sub veinte del barrio Don Orione que tuvo su primer laburo en “la local”, festeja el fin de jornada a todo ritmo y tribuna haciendo un posteo de Facebook sobre su trabajo de poli part time: “Me saco la pilcha de laburante, me pongo la tumba y me voy pa’ la cancha”.
La Policía Local es un engendro que porta la inconfundible marca de origen del kirchnerismo. Aparece como una salida para jóvenes que ven ahí la posibilidad de alejarse un tiempo de la enloquecedora calesita come-pibes que es el mercado de trabajos precarizados. Un empleo municipal “en blanco”, por momentos cercano a la contraprestación requerida en el Argentina Trabaja, donde te forrean menos que en el kiosko, el delivery, los locales de ropa o te desloman menos que en la obra. Una oferta laboral que engrosa la economía de servicios made in conurbano: peluquería, enfermería, policía local.
“Elegí ser policía local porque me servía el dinero y no tenía a nadie que me mande, trabajando en la calle, que para mí la calle no se cambia por nada… es como un laburo libre, no es estar encerrado en la fábrica y que te vigilen. Estás en la calle, hacés prevención y es más relajado”, dice David, que vive en José C. Paz, pero laburó en el municipio de Malvinas Argentinas antes de que lo rajaran por llegar tarde y “hacer cualquiera”.
Una fuerza de seguridad que atrae y enrola los deseos de los pibes, y les permite rellenar con sus berretines y su currículum oculto, callejero, la fallida formación que reciben. Para ser poli-pibe o poli-piba, tenés que tener el secundario completo, DNI, presentar certificado de antecedentes penales, pasar los seis meses de instrucción paga (ahora se aumentó a nueve) y ya estás listo para patear los barrios.
Jhonny tiene 24, labura en Avellaneda y entró durante la primera camada. “Ahora igual está distinto, es como más profesional, se baja otra línea”. Más profesional es más policial. La formación exprés, el disciplinamiento bajas calorías, la falta de internado (el cama adentro), el tenue, pero existente hincapié en las retóricas de derechos humanos, permitió que esos espacios vacíos se rellenen con las sensibilidades sociales extrapoliciales, pero también con la estofa de la propia biografía barrial o institucional.
Maxi, treintañero de la vieja escuela callejera, compara la formación de la Local con su paso por el Servicio Penitenciario: “Ahí te dicen que tu compañero de promoción es tu hermano al que nunca vas a traicionar y eso no se aprende en la Policía Local, esa línea no la bajaban. Por eso, lo que pasa en los casos de denuncia (se refiere al video que circuló de un policía tomando cocaína dentro del patrullero), se ve que no hay camaradería en la Fuerza”. La falta de “mística policial” es también estratégica, se la suplanta deviniendo poli-pibe, pitufo gruñón o con la memoria corporal de los verdugueos vividos. “La policía local que no tuvo internado no tuvo esa formación. En el Servicio, los jefes te podían denigrar y te decían ‘con esto se van a acordar siempre de nosotros, es por su bien’. Eso en la Local no existe, hoy, la formación aumentó en todo lo que es la parte física, pero no en la parte espiritual, digamos”.
Micro revanchismo por abajo
En marzo de 2017, en medio de intensas peleas con los intendentes por el presupuesto, Vidal anunció que, por el desfasaje entre la cantidad de postulantes –aún hay inscriptos para el 2018– y la capacidad operativa y de organización de la fuerza, se frenaban los nuevos ingresos y egresos. Se estima que hay entre 16 y 18 mil efectivos en toda la provincia. La bonaerense tiene más de 90 mil agentes, aunque se calcula que un tercio de ellos está con licencias y fuera de servicio. También anunció que, en los municipios más populosos, la Local sería absorbida por la Bonaerense, algo que, a nivel operativo, ya viene sucediendo. La ausencia de dependencias propias hace que los agentes de la Local estén atados a la suerte del comisario bonaerense de turno y de la onda que peguen en cada comisaría. Si se suma su función de prevención y de policía de “proximidad”, seguramente se entienda la falta de producción de una identidad común.
Si, en vez de llanura, la geografía física del conurbano bonarense tuviera colinas y cerros, el Siete colores sería un poroto al lado de las variaciones cromáticas del paisaje securitario: prefectos, gendarmes, bonaerenses, locales, agentes municipales de tránsito, en algunas zonas la federal, grúas como puestos de control, retenes y patrullajes a gamba, rondines de seguridad privada legales y truchos. Y posajuste, todos los colores brillan aún más: tienen presupuesto, luz verde para el micro revanchismo y sintonizan sin muchas interferencias con los ánimos barriales mayoritarios.
Al igual que los operativos Centinela y Cinturón Sur que pos-Indomericano saturaron de prefectos y gendarmes los barrios del sur de la Ciudad de Buenos Aires y del conurbano, la Policía Local fue un reflejo del músculo securitista estatal hacia el engorramiento y la agresividad civil que empezaba a mostrar el ajustecito económico del kirchnerismo tardío. El decreto del 30 de junio de 2014 que la crea es parte, a su vez, de la declaración de “emergencia en materia de seguridad pública en todo el territorio de la Provincia”.
Fierro, pantalla y parla
“¿Pero cómo querés que no roben si están boludeando con el kiosquero de lo que hicieron el fin de semana y aquel otro está mirando la pantallita?”. La señora de pelo corto y anteojos de marco grueso grita sobre una avenida comercial de Avellaneda. Mientras un poli-pibe y una poli-piba recibían el reto en silencio, un grupito de comerciantes los defendía. Un arrebato callejero hace saltar la ficha del vecino cuidado. No es la señora indignada que pasea por la cuadra ni los propietarios de la zona. Vecinos son acá los comerciantes de la avenida.
La Policía Local opera como una fuerza de custodia de las fronteras comerciales, de las avenidas abarrotadas de locales en el centro de las localidades más populosas del conurbano. Esa proximidad da lugar a una sociabilidad espontánea de la que se sacan beneficios mutuos. “Hola, buenas tardes, buen día, siempre con respeto porque son los que te dan ‘covacha’, te brindan un vaso de agua, te dejan sentarte diez minutos. Siempre los tenés de amigos y a ellos les sirve que estés parado ahí en la puerta del comercio”, cuenta David. Estar en los locales responde al impulso vital de cualquier pibe o piba que se mueve en ambiente natural: quedarse cerca de un kiosco o en la plaza, charlar con la gente o algún conocido.
“El uso del celular es libre mientras no te vean los civiles. Eso lo vas manejando, te vas a una cuevita, la ‘covacha’ le decimos, y mirás lo que quieras, llamás, guasapeás y eso”. Una rutina laboral liviana y tediosa, pero más visible y expuesta que la de otras fuerzas de seguridad o empleos estatales. Si algo proliferan son los vecinos quejosos y mirones a modo de un panóptico social incontrolable.
Pitufos gruñones
No pasó ni un mes desde que los uniformaditos y uniformaditas de color celeste comenzaron a patrullar el conurbano y, en una plaza del centro de Caseros, un pibe de menos de veinte años hace retroceder a los gritos a un pitufo. A unos metros, el grupo de amigos y amigas festejan la escena y se ríen a carcajadas.
En sus comienzos, en los medios de comunicación, también los policías locales fueron víctimas de bullying en las noticias y comentarios de lectores: “Les robaron las armas reglamentarias”; “Accidentes en las prácticas de tiro durante su formación”; “Están de adorno”; “Son ñoquis municipales”. A diferencia del desembarco de la gendarmería o la prefectura en el conurbano, aquí, su inexperiencia, su “pureza” y su novedad en territorios picantes no parecía asegurar la confianza social, sino la burla y el desprestigio público.
Pero las sociedades cambian y, en marzo de 2016, varios diarios levantan una noticia que muestra a los celestes sacando los dientes y saliendo del roperito: un pibe, que estaba haciendo un mural en la parte trasera de un monumento en la plaza de la estación de Quilmes, es golpeado y detenido por la Policía Local. En la pintura en cuestión, se ve una imagen de un pitufo caído con los ojos en blanco y la lengua afuera; en un video que circula en Youtube, el testigo que graba la detención dice que los policías locales le pegaron y lo detuvieron por ese dibujo. A esa escena de revanchismo, le seguirán varias más en las que la Policía Local detiene a estudiantes en plazas de diferentes localidades; también circularán noticias que los ligan a secuestros, abusos de autoridad y sospechas de participación en delitos complejos.
El tránsito de “ñoquis municipales” a pitufos gruñones no es de un día para el otro, pero sí muestra que las situaciones de violencia que protagonizan responden menos al aburrimiento y al tedio de la rutina laboral que a las sensibilidades gorrudas y a una violencia ambiente cada vez más espesa. Pero tampoco se entiende el revanchismo de los pitufos sin entender el acoso social que padecieron. Hace unos años, conversando sobre la presencia de la gendarmería en su barrio, un pibito nos decía “a nosotros nos hacen –el verdugueo– lo que les hicieron a ellos mientras se hacían gendarmes”. Los agentes de la policía local no padecieron ese maltrato habitual, pero sí lo absorbieron en el espacio público. El que salió ileso del bullying social y no renunció o lo despidieron, ahora está oscuramente empoderado por las mismas fuerzas vecinales que lo miraban con rechazo porque querían ir por más uso de la fuerza física, más detenciones “que saquen a los pibes y a las pibas de la esquina”, más bala y menos estética.
Esta policía sietemesina creció y cambió. El macrismo se dirime entre borrarla del mapa y colocarla en la serie de la pesada herencia, “politizarla” y usarla para pispear y apurar a militantes y pibes y pibas que toman colegios, o permitir que la adopte la imprevisible familia de la bonaerense. Como nos contaba un rati local muy serio: “La otra vez, nos decían que, si no tiene documentos o se hace el rebelde o se pone hostil, lo llevemos a la comisaría y ahí arreglamos todo. En algunas comisarías, está todo bien para ‘laburar’, te aceptan a cualquiera, no a cualquiera, digamos, pero sí a cualquiera que digas ‘este pibe se hizo el rebelde o el hijo de puta’… hay otras comisarías que vos le llevás a alguien y te dicen ‘¿qué me estás trayendo?’, no quieren quilombo. Eso depende de los jefes de la comisaría. Nosotros trabajamos con una que está todo re bien… hasta te lo cagan a palos ellos también, ja”.
*Por Leandro Bartolotta, Ignacio Gago y Gonzalo Sarrais Alier para Crisis. Foto de portada: Ezequiel Pantoriero.