Cuidar, cocinar, limpiar: transitar hacia la muerte en tiempos de COVID-19
Por Alejandra Ciriza para Sin Permiso
A Ileana
Mi madre se fue en estos días, a los 90 años.
Inteligente, bella y educada, cultísima, tuvo, dentro de los márgenes establecidos para las mujeres de su tiempo, una buena vida.
Los últimos meses fueron difíciles. Varias caídas y una quebradura de cadera desmoronaron su cuerpo ya muy fragilizado. Entonces, su vida empezó a consumir la mía y las de otras personas. Con su vida no alcanzaba para la vida.
Cuidar a una persona adulta dependiente implica aceptar que, como sabiamente señaló uno de mis hijos, ella no aprenderá una cosa nueva cada día, sino que, más bien, las irá perdiendo, como quien desgrana una fruta, una granada más precisamente, o irá tirando al agua los limones redondos de Federico. Y el agua no será de oro, sino de pena.
He cuidado a lo largo de mi vida, desde que era muy joven. Pero esas experiencias procedentes de lo que alguna vez nombré, para asombro de lectoras de Beauvoir, como el mundo de las mujeres, fueron las del sorprendente aprendizaje de los sentidos abiertos al mundo, de los nuevos nombres y las sabidurías escondidas en los cuerpos pequeños de mis hijxs, que me enseñaron miles de gestos y complicidades nacidos de la leche y el cuerpo materno. Ellxs trajeron a mi vida la ternura más extrema y el aflorar de miedos desconocidos ante sus salidas intempestivas, o sus exploraciones audaces, que me enfrentaron a la fragilidad de sus vidas. Avatares de lo que Adrienne Rich nombró como la experiencia de la maternidad, con sus contradicciones de cólera y amor intensos.
Hay en el cuidar seres humanos y en la reproducción de la vida una densidad difícil de percibir para quienes viven en una sociedad dominada por la lógica mercantil del capitalismo. Como bien supo verlo Rosa Luxemburgo, el capitalismo avanza sobre la base de la canibalización de otras formas de organización de las relaciones sociales a las que devora e incorpora subalternizándolas, utilizando a las personas como mano de obra gratuita merced a la racialización y la sexualización, utilizando sus producciones como materias primas de novedosas mercancías para expandir el mercado.
De allí la relación estrecha entre capitalismo y colonialismo, de allí la articulación profunda entre capitalismo y patriarcado. Merced la división social, racial y sexual del trabajo, la maquinaria quebrantahuesos gobernada por la lógica de la ganancia se apropia de diversas formas del trabajo gratuito. Expulsa el cuerpo y la materialidad de la vida: la necesidad natural y social de alimento, descanso, afecto, la mortalidad del cuerpo que somos, el lazo con otros y otras, lo que nuestras compañeras feministas de Abya Yala nombran como la comunidad.
La escisión entre producción y reproducción invisibilizó el trabajo doméstico a la vez que lo feminizó, generando una forma de control sobre las vidas de las mujeres que articuló hondamente capitalismo y patriarcado. Edulcorado bajo la gruesa cobertura del amor romántico, el trabajo doméstico pasó a ser un servicio… de cama, cocina, sexo y limpieza.
A medida que el capitalismo fue avanzando, en las últimas décadas, miles de mujeres migraron hacia el norte global para cubrir el puesto vacante que dejaban las blanqueadas que se incorporaban al mercado de trabajo. Ellas, las blancas, las europeas, las educadas, eran sustituidas por otras, migrantes y, por eso, desaventajadas en el trabajo inevitable de lidiar con esas necesidades corporales.
En su fase actual, el capitalismo apuesta a la producción acelerada de mercancías inmediatamente desechables transformando al planeta en un inmenso contenedor de basura, acelera la apropiación del tiempo, desmaterializa las relaciones entre los sujetos merced las tecnologías de la comunicación y la información.
Sin embargo, en ese mundo inmaterial que apuesta a la extinción de la corporalidad humana resiste, empeñada en nacimientos, enfermedades y muertes, en sangre y carne real, en olores y sabores. De eso trata la vida de los seres naturales y sociales que somos.
Los tiempos de COVID-19 nos ubicaron en un registro, para muchas personas, desconocido
El virus operó de muchas maneras. Confinándonos y aislándonos, hiperindividualizándonos, si cabe, pero también como un revelador de las brutales desigualdades sociales, de lo escasamente comunes que son nuestras vidas.
Los medios repiten discursos de “sentido común”, el menos común de los sentidos, suponiendo que hay una “casa” donde refugiarse de la intemperie y permanecer a salvo del contagio, o a salvo del hambre, porque hay un salario, o a salvo de las enfermedades, porque hay un sistema de salud que responde, o a salvo de la distancia, porque hay conexión de Internet y dispositivos electrónicos. La vida, para las clases medias acomodadas, y ni decir para lxs ricxs, se llenó de zoom, jitsi, whatsapp, mientras en las barriadas, para los sectores populares urbanos, se llenó de ollas y falta de agua, hacinamiento e intemperie, desocupación y, en el mejor de los casos, magros subsidios estatales.
La imperiosa y suicida lógica del capitalismo requiere de una virtualidad intensa para reforzar el mundo de la fantasmagoría. También instaló la urgencia de la invención de una nueva normalidad construida sobre la base del expolio de lxs trabajadorxs. Allí fuimos muchxs a aprender cosas insólitas como dar clases virtuales, como si fuesen “reales”, a procurar resolver virtualmente cosas irresolubles.
Inútil. Bajo la ficción de la virtualidad, la máquina quebrantahuesos se apropia de miles de horas de trabajo gratuito bajo la ilusión de: estamos en casa, trabajamos en pantuflas.
Sería interesante una mirada precisa y determinada. ¿Quiénes pueden hacerlo? La mayor parte de las científicas mujeres han escrito menos que los varones y producido en condiciones peores que las habituales. Una larga lista de publicaciones da cuenta de esa desventaja. Los costos subjetivos del teletrabajo, en términos de estrés y presiones para quienes cuidamos seres humanxs pequeñxs y viejxs, son feroces. Las formas de presentarlo, en cambio, edulcoran la pérdida de derechos bajo la ficción de las ventajas de la no-presencialidad, que sólo ha estirado las jornadas de trabajo hasta límites insostenibles.
Los beneficiarios del mundo de la mercancía sueñan con instalar un mundo en el que todo pueda ser reemplazado por convenientes e impalpables ficciones sin miseria, ni cuerpo, con un tiempo que ya no es siquiera el de los relojes, sino el tiempo estirable de la virtualidad… Todo muy soft, mientras la vida se adelgaza hasta límites incalculables en un sistema en el que todo se calcula.
La pandemia también hizo visible el trabajo doméstico y de cuidado. Comer, limpiar, cuidar, ingresaron como asunto de debate público y preocupaciones gubernamentales. De repente, el trabajo doméstico y de cuidado fue nombrado como trabajo y miles de palabras sobre el asunto se reprodujeron en diarios, programas televisivos, radios, etc.
Todo debidamente urbanizado y convenientemente blanqueado, transformado en una aventura de escobillones en manos masculinas y experiencias culinarias en personas que no lo hacían en forma regular, e, incluso, no lo habían hecho jamás. Esta ola de discursos sobre lxs trabajadorxs esenciales no ha impedido la explotación extrema de las cuidadoras reales. En Argentina, salió a la luz a través de historias horrorosas de personas transportadas en baúles de autos de alta gama.
Muchas palabras sobre el cuidado no protegen a las cuidadoras reales, y digo las porque son mujeres racializadas y pobres, que cobran los peores salarios del mercado y pierden sus trabajos sin que se active ninguna forma de protección social. Ser “trabajadoras esenciales” no las hace esenciales en el momento de los derechos. Las leyes existentes apestan. Eso, por supuesto, no se debate. Por qué no tienen jubilaciones y cobran miseria no es un tema.
Y es que la pandemia llega bajo condiciones que no elegimos, como alguna vez señalara Marx a propósito de los avatares que, en 1848, llevaran al poder a Luis Bonaparte.
La elegía del cuidado y la saturación de discursos y debates sobre su significado no transformará la conciencia social sobre su importancia ni abrirá un espacio para considerar la corporalidad y la mortalidad humana si no nos empeñamos en sostener una perspectiva feminista y anticapitalista.
Y esto es así porque la maquinaria infernal del capitalismo no puede parar y, mientras la vida humana es frágil, vulnerable, marcada por la carnalidad del cuerpo y sus necesidades, se consume (la mía y la de mi madre, que terminó en estos días) la inercia de la maquinaria demanda tiempo y trabajo, productividad y aceleración. No importa qué sea lo que te suceda. La maquinaria ciega continúa generando inercias.
Imposible pausar
No hay espacio para la muerte, para el cuerpo, para el duelo.
Una opresiva sensación de suspensión me persigue en estos días. Es que, incluso quienes desacordamos y llevamos años de puesta en cuestión de la insensatez productivista, no podemos hallar el freno de mano.
Esta imposibilidad de pausa es hondamente personal a la vez que profundamente política. Si no indagamos en ella, si no nos preguntamos por los límites de este sistema bajo el cual se desencadena la pandemia y se nos incita a imaginar lo nuevo, lo que advenga lo hará bajo el sello de la productividad desenfrenada que impone la lógica capitalista. Lo hará imaginando tiempos flexibles en beneficio de otrxs. Lo hará suponiendo que cada unx es un individuo aislado y no un sujeto ligado a otrxs corporal, afectiva, socialmente.
La clave se halla, a mi entender, en un freno de mano que nos permita detenernos a pensar el sentido de la productividad, que nos habilite a poner en cuestión el brutal expolio de la naturaleza en/de la cual vivimos, que desnaturalice el carácter individual de las posibles soluciones, que desprivatice el cuidado y la reproducción de la vida, que nos instigue a dudar de los beneficios de la virtualidad, puesto que nos está privando de la materialidad gozosa y trágica de la vida y de la muerte.
Maria Mies lo dice de un modo sencillo: el mundo virtual ha alterado nuestra manera de percibir arrasando con las conexiones que nos ligan al mundo material, ofreciéndonos a cambio un mundo ilimitado en el cual todo es posible, en el cual se han diluido las fronteras físicas, incluso las que existen entre la vida y la muerte, y, por lo tanto, también la necesidad de los rituales, las despedidas, la morosidad del duelo.
*Por Alejandra Ciriza para Sin Permiso.
*Activista feminista y Profesora de Filosofía, Mendoza, Argentina.