¿Por qué no investiga el periodismo deportivo?
El poder económico y el poder político. La dictadura del ahora que lograron consolidar las redes sociales y nuevas tecnologías. La precarización laboral. La autocensura. «Informar es comprometido, educar es aburrido y solo nos queda entretener». En una ponencia realizada en Colombia en 2012, Fernández Moores expuso algunas de sus reflexiones sobre la labor periodística en estos tiempos.
Por Ezequiel Fernández Moores
Recuerdo un primer aviso que recibí en 1982. La dictadura militar de mi país iniciaba su declive. Investigué con dos colegas el Mundial de Fútbol de 1978. Un mundial que se jugó en medio del horror. En el estadio de River se festejaban goles. Y en la ESMA, a solo 700 metros, se torturaba gente. El trabajo cuestionó no solo a la dictadura. Apuntó también a empresas, Iglesia y políticos que se sumaron alegremente a ese carnaval insensato. La radio solo se enojó y quiso censurar cuando tocamos el rol de cierta poderosa prensa que gritaba goles en medio de elogios al dictador Videla.
Ya en democracia, un tema central durante dos décadas fue el de los contratos esclavos de televisión que cedía Julio Grondona, presidente de la Asociación del Fútbol Argentino desde 1979. El contrato era con el grupo de prensa más poderoso de mi país. Tres jueces amenazaron investigar esos contratos, que incluían a sociedades fantasma y paraísos fiscales del Caribe. Los tres jueces, curiosamente, sufrieron cámaras ocultas de la prensa. Se descubrió que habían sido deshonestos en otras causas y tuvieron que renunciar.
¿Y cómo pedirle a la prensa que investigara esos contratos? Nadie se investiga a sí mismo. Intervino el Congreso. Lo hizo –me consta porque seguí muy de cerca ese tema– después de resistir a fuertes presiones. Grondona ya rompió ese contrato. El fútbol ahora es transmitido por la TV pública y por todos los canales que quieran tomar las imágenes. Ahora sí la prensa investiga el contrato. Ya no está el citado grupo empresario de prensa de por medio. Ahora es el Estado.
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La sociedad prensa-deporte para la explotación comercial del espectáculo nos complicó. Nos redujo al rol de misioneros. Propalamos la fe, no la podemos explicar. Alguien dijo alguna vez que las misiones de la prensa eran tres (informar, educar, entretener) y que informar es comprometido, educar es aburrido y solo nos queda entretener.
Bien, el periodismo deportivo casi fue concebido inicialmente para entretener. Un show para aliviar las noticias más duras de la política y la economía. Y que precisa sí o sí del ídolo. El ídolo tiene rating, vende zapatillas, es apolítico y, en general, no cuestiona. Además, es renovable.
La prensa precisa del ídolo más que los niños. Si no surge un nuevo ídolo, lo inventamos. Para tener sus palabras y sus imágenes hay que negociar con agentes, representantes, relacionistas públicos y corporaciones de la industria. Eso no es periodismo. Es marketing.
El colega británico David Walsh hizo periodismo. Fue uno de los poquísimos periodistas que investigó a Lance Armstrong cuando el rey del tour de Francia era un intocable. Se convirtió en un paria. Sus colegas lo dejaron solo. Ahora que sabemos que Lance Armstrong se dopaba, es fácil. Todos somos David Walsh. Ahora todos estamos decepcionados. El tramposo fue el ídolo. ¿Por qué no pedirle también controles antidoping a los organizadores del espectáculo, que exigen al ídolo hasta su última gota de sangre para que vaya siempre más alto, más lejos y más fuerte? Tampoco hay controles antidoping para la prensa. Los periodistas estamos invictos. Tenemos la ventaja de hablar siempre con el resultado puesto. Vendemos primero resaltando la épica. Y, si estalla el escándalo, moralizamos luego hablando de ética.
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Las nuevas tecnologías son una herramienta formidable. Pero han precarizado condiciones de trabajo. Algunas empresas aprovechan para sacarse de encima a los periodistas más veteranos. A los que escriben noticias, no chimentos. A los que suelen leer más libros que Facebook. A los que proponen dudas en lugar de vender certezas. A los que se niegan a flexibilizarse. A los que después de un partido privilegian la crónica al tuit. A los que eligen decirlo bien antes que decirlo primero, como dice el colega colombiano Germán Castro Caycedo. A los que se oponen a que su nuevo jefe sea un gerente de marketing. “Esta gente –me dice otro colega que resiste desde Barcelona– trata como basura lo que yo amo”.
Es cierto, muchos otros se han prestado dócilmente al papel de bufones. Lucen combativos gritando tonterías en polémicas televisivas. Sé que son el hazmerreír esos debates en los que el periodista deportivo habla con un tono de gravedad impostada, como si de su palabra dependiera el futuro de la humanidad y solo está diciendo si es mejor el 4-3-3 o el 4-4-2. Pero en defensa de algunos apasionados colegas quiero decir que no sería tan despectivo con el periodismo deportivo. Los errores de nuestros infantiles pronósticos sobre si ganará Boca o ganará River, sin que nadie se ofenda, producen menos daños que muchos pronósticos económicos, formulados por periodistas formados en las mejores universidades. Y el show ya no es patrimonio exclusivo del periodismo deportivo. Hoy, con canales de noticias las veinticuatro horas y los punto.com, casi todas las noticias gritan, lloran y sangran, aunque no quieran gritar, llorar ni sangrar.
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Investigar, sabemos, es remover basura, es ensuciarse, es arriesgarse. Es quemarse noches enteras. Pero la investigación, por sacrificios que imponga, tiene mucho de virtuoso. Y lo cotidiano, no puedo dejar de decirlo, está siendo algo más miserable.
Trabajamos, en general, para empresas que dicen representar la libre expresión, pero que dependen cada vez más del poder financiero global. Difundimos la opinión de analistas o consultoras que pontifican y no aclaramos quiénes les pagan, trabajamos en empresas que, en buena hora, vigilan a las democracias pero que, en muchos casos, ni siquiera permiten la libertad sindical de sus periodistas y no responden críticas. Porque cualquier crítica, justa o no, es un ataque a la libertad de prensa. ¿Disculpas por nuestros errores o manipulaciones? No, eso sucede en la tele.
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Vivimos en estos años cambios políticos y sociales en la región. Como todo cambio, genera conflictos. Muchos de nuestros medios, especialmente los más poderosos, parecen haber tomado posición en ese conflicto. En algunos países, hay que decirlo, hasta han apoyado o alentado golpes de Estado, como ya lo hicieron en los 70. Recuerdo un grafiti que por algo se hizo célebre y que apareció en el barrio de San Telmo en pleno estallido de 2001 en mi país: “Nos mean y los diarios dicen que llueve”.
Creo que hoy, por suerte, nos es más fácil llamar a la orina, orina y a la lluvia, lluvia. Investigamos a nuestros gobiernos creo que como nunca antes. Es algo extraordinario. Pero antes, hay que decirlo, los que en muchos casos nos ataban las manos no eran exactamente los gobiernos. En los 90, la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires hizo una encuesta entre nosotros, los periodistas. Más del 70 por ciento afirmó que las trabas a nuestro trabajo no las ponían los gobiernos. Las ponían nuestros propios patrones.
No soy ingenuo. Los gobiernos, del color que fuere, casi siempre quieren controlar a la prensa. Y, justificándose en esta batalla actual, cometen numerosos atropellos. No es fácil trabajar en medio de esta batalla entre el poder político y el poder económico. El poder, por naturaleza, suele ser obsceno. Suele manejarse con las leyes de la selva.
Recuerdo el debate que se produjo cuando supimos que un referente como Kapuscinski había tal vez alterado algunos datos para mejorar sus crónicas. No fue lo mejor haber cambiado algunos árboles de lugar. Pero el maestro polaco, hay que decirlo, nunca se equivocó a la hora de contarnos cómo era la selva.
Ponencia de Ezequiel Fernández Moores en el congreso de Colpin en Bogotá, del 12 al 15 de octubre de 2012. Extracto publicado en «Juego, luego existo». Escribir el deporte. (Sudamericana 2019)