El reencuentro
«Quería tener botines, usar medias de fútbol, camisetas, canilleras y demás. Quería jugar al fútbol», escribe Marianela Ponce. Sus padres la bancaron desde niña. Sin embargo, como le sucedió a todas, después de esa edad tuvo que dejar. Hasta que un día volvió y se dio ese maravilloso reencuentro.
Por Marianela Ponce
Desde que tengo uso de razón reconozco mejor a una pelota que a una muñeca. ¿Siendo nena? Sí, siendo nena, ¿Qué loco no? Seguramente en aquel tiempo muchos habrán pensado “pobre madre, a la hija le gusta correr atrás de una pelota en vez de jugar con las muñecas, como debería ser”. Por suerte en casa no regían esas reglas y mi hermano me dejaba jugar con él, aunque no fuera tan divertido como jugar con sus amigos.
Yo quería ser como “el Eze”, mi hermano, y hacer todo lo que él hacía. Quería tener botines, usar medias de fútbol, camisetas, canilleras y demás. Quería jugar al fútbol. Y así fue como me llevaron a mi primer entrenamiento por el año 1996, imagínense mi felicidad. Mi mamá me acompañó durante toda la práctica y yo feliz de andar corriendo atrás de una pelota con mis compañeros varones, obvio, porque en el pueblo a qué nena se le iba a ocurrir jugar al fútbol si era una “locura”. Y déjenme decirles que es una hermosa locura.
Al principio no entendía mucho de posiciones, marcas y esas cosas de fútbol, pero sí, sabía que estaba haciendo algo que me gustaba mucho. Pasó el tiempo y para mí, ir a entrenar, se convirtió en una responsabilidad. Recuerdo que me gustaba llegar siempre temprano, no faltaba nunca, iba llena de energías como la mayoría de los niños y durante el entrenamiento no paraba un segundo. Disfrutaba de cada uno de ellos y no saben la locura del partido del domingo, contaba cuántos días faltaban para ponerme el equipo y jugar.
La cancha era una fiesta. Mi mamá o mi papá me ayudaban a cambiarme y antes de entrar a la cancha siempre hacía lo mismo, miraba mis medias y veía que me quedaban enormes, el pantalón casi me tapaba las rodillas, abría los brazos y podía sentir lo grande que me quedaba la camiseta, pero miraba mis pies y encontraba siempre algo bien ajustado, mis botines. Mis botines no podían estar flojos, ni un poquito grandes, ni un poquito chicos, siempre perfectos en los pies.
Así entrábamos todos, uno atrás del otro, empezaban los bocinazos de los autos y los papás gritando como locos. Recuerdo que la mayoría de los árbitros me trataban un poco diferente sólo por ser nena, a veces me perdonaban alguna falta o cobraban cuando me chocaba alguien, pero la verdad, mucho no me importaba porque yo sólo quería jugar al fútbol. Sonaba el silbato, la pelota de un lado al otro y yo corría para todos lados, jugaba en la defensa y terminaba como delantera, pero, así como subía, también bajaba. Finalizaba el partido y recibía el amor inmenso de mis padres que me esperaban del otro lado del tejido y también el afecto de los papas de mis compañeros.
Soy una afortunada por eso, siempre me trataron con mucho cuidado. Tuve la suerte de que me dirigieran excelentes profes de los cuales aprendí muchísimo, un gran grupo de compañeros que me respetó siempre, y el cariño de la gente del pueblo que iba a la cancha.
Así pasaron cinco años con victorias y derrotas, pero más allá de los resultados siempre disfrutando de lo hermoso que era jugar al fútbol. En el año 2001, por diferentes razones, dejé de jugar en mi tan querida Liga Infantil 25 de Mayo, y a partir de ahí pasaron muchos años en los que no volví a jugar. Practiqué otros deportes, pero fui inconstante en todos y terminaba dejando.
Después de catorce años volví a jugar al fútbol y, como siempre dije, caí en el mejor equipo, Fusión Fútbol Club. Un equipo muy joven, con apenas un año de trayectoria, con buena gente y con muchas ganas de crecer. Así fue como comenzaron nuevamente mis entrenamientos y los domingos de fútbol. Volver a jugar después de tanto tiempo fue como revivir mis primeros pasos en la cancha, cuando tan sólo tenía seis años.
Siento una vez más que soy una afortunada por haber llegado a Fusión, a este club del cual conocía sólo el color de su camiseta y los festejos postpartidos, aunque se gane o se pierda. Es tanto lo que aprendí y me llevo de este equipo, de mi EQUIPO, que siempre voy a estar totalmente agradecida por todo el cariño, amor, contención y apoyo que me brindaron durante estos hermosos años de fútbol, donde me tocó caer más de una vez y donde odié una y mil veces a la pelota, pero la volví a elegir siempre.
Mis lesiones eran bastantes frecuentes, siempre aparecía alguna contractura, desgarro o distención que me frenaba. Y tener que lidiar constantemente con lesiones y con comentarios típicos del ámbito del fútbol como “¿otra vez lesionada?, qué pecho frío”, “al final vos pasas más tiempo afuera que adentro de la cancha”, “en los partidos que el equipo te necesita desapareces”, a veces ponía algo difícil la situación. Pero ahí estaba el equipo para levantarme y no dejarme caer; ellas siempre hicieron que nos volvamos a elegir una vez más.
De a poco fui encontrando un lugar importante adentro y afuera de la cancha. Hacerme cargo de esa situación, asumirlo, me costó tiempo y más de una pelea. Así como recibía halagos también recibía duras críticas, pero esas críticas siempre las interpreté desde un lugar constructivo, para hacerme ver lo que podía dar y no lo estaba haciendo y lo que esperaba el equipo de mí.
Sentir que tu equipo confía en vos y en lo que podés hacer es totalmente gratificante y es una responsabilidad enorme. Que tu técnico te pida siempre más y que tu compañera te mire cuando las cosas no están saliendo bien y te diga “dale Mari que podes” son sensaciones maravillosas y todas me las dio el fútbol.
En el 2017 nos tocó quedar afuera en cuartos de final enfrentando al mejor equipo que tiene la liga, Universidad Verde. Describir las sensaciones que tuve ese domingo es imposible, era un volcán de emociones. Como equipo lo dimos todo y conseguimos llevar al último campeón a los penales. Me tocó convertir y a los minutos errar. Todavía recuerdo el 2 a 1 faltando no más de quince minutos que nos ponía en instancia de penales, y cómo nuestra hinchada lo gritó, mi vieja estaba como loca y yo podía sentir su voz. Generalmente no grito mis goles, pero a ese gol si lo grité, puesto que convertirle al mejor equipo y a la mejor arquera es extraordinario, y tuve la oportunidad de hacerlo dos veces.
Pero también me tocó errar un penal. Cada vez que me acuerdo de ese momento es como si la herida volviera a sangrar. Pero a pesar del resultado nos fuimos con la cabeza y la frente bien alta. Perdimos contra el campeón, pero haciendo y dejando en esa cancha la mejor versión de Fusión.
Te reunís en ronda, mirás a cada una de tus compañeras y te das cuenta que perdiste, sí, perdiste un partido, pero ganaste durante todo el campeonato con esa piba, con ese técnico que siempre pretendía más y más de vos porque sabía que lo podías dar. Entonces, ¿te animás a decir que perdiste después chocarte con el abrazo de tus viejos, de tus amigos, de los que siempre están haciendo el aguante? No sé ustedes, pero yo no, claro que no.
En este 2018 tuvimos buen campeonato. Llegamos nuevamente a cuartos de final. El equipo estaba bien, tenía mucha confianza en lo que podíamos hacer, me sentía con ganas de ganar, con ganas de tener la pelota en mis pies y de darle a mi equipo lo que esperaban de mí. Siento que ese domingo les dejé mi mejor versión, la Mari que querían ver. Disputé cada pelota como si fuera la última, sin saber que en realidad era la última pelota que iba a disputar este año. Mi cuerpo resistió varios golpes durante los setenta y algunos minutos que duró el partido, pero luego llegó la fractura. Una de mis costillas se había quebrado y me dejó sin la posibilidad de jugar el partido de vuelta. La tristeza, la impotencia, el enojo, me invadieron por completo, me dolía más el pecho por la angustia que sentía que por la fractura misma. Fueron semanas difíciles en las que no encontraba explicación, ya sabía que no iba a poder estar adentro de la cancha en ese partido tan importante, pero sí podía acompañar y apoyar a mi equipo desde el lugar que me estaba tocando.
Llegó el domingo y el partido de vuelta, yo afuera muriendo por dentro, pero mostrándome entera para apoyar y alentar a mi equipo. Salimos a jugar, y digo “salimos” porque yo siento que jugué y corrí al lado de mis compañeras en cada pelota. Pasaron diez minutos de juego y otra fractura dejaba afuera a una amiga, uno de los pilares de Fusión y como equipo sentimos el nuevo golpe. El partido tenía que continuar, las chicas adentro de la cancha lo intentaron todo, pero el resultado no nos acompañó. Nos quedamos afuera, pero esta vez con un sabor diferente, un sabor amargo por la manera en la que perdimos. Merecíamos seguir, no dejar el campeonato así.
Se me terminó el fútbol por este 2018. No fue de la mejor manera ni la que hubiera elegido, pero seguramente fue así porque la pelota todavía guarda algo para mí.
Es tanto lo que me genera jugar al fútbol, estar adentro o afuera de la cancha como simpatizante o como hinchada, es tanto lo que me apasiona correr atrás de una pelota. Siento que soy una fanática del buen juego, me gusta y disfruto ver buen fútbol, de ver jugadoras que bailan con la pelota en los pies, que tienen una pegada diferente, que tienen ese plus, que juegan distinto y que lo hacen con el corazón, dándolo todo por su equipo.
Muchos no entienden por qué un partido que no es de mi equipo me genera ese estado de nerviosismo, de ansiedad, como si yo fuera a jugar, y la verdad es que la única respuesta que encuentro es que no me importa qué color tenga la camiseta de determinada jugadora o de un equipo, pero si me cautiva su juego y me emociona lo que hace con la pelota, yo estoy ahí esperando que convierta para gritar su gol. “Cómo podés gritar un gol así de ese equipo”, me preguntan y la verdad es que sólo lo siento. Soy una amante del buen fútbol y amo que la pelota me haga sentir.
Ojalá todos tuvieran unos papás como los míos, que dejaron de lado los prejuicios y me regalaron la posibilidad de conocer que la vida es más bonita jugando al fútbol.
*Por Marianela Ponce, del libro “Miralas Gambetear”.