2001: una odisea al default
La restructuración de la deuda pública argentina avanza en paralelo a la propagación de la pandemia y el parate generalizado de la economía mundial. De no mediar una extensión de las negociaciones o un acuerdo con los acreedores, este viernes, el país podría entrar oficialmente en default. ¿Pagar es la única opción?
Por Iván Barrera e Ignacio Marchini para Marcha
La adhesión a la oferta presentada por el gobierno el 16 de abril rondó el 20% y distó mucho de sus expectativas, lo que obligó a extender las negociaciones hasta finales de esta semana. La cuenta regresiva empezó a correr el 22 de abril cuando el Ministro de Economía, Martín Guzmán, con aval del presidente Alberto Fernández, decidió no efectivizar un pago de 503 millones de dólares de un bono que se encuentra dentro de la reestructuración en curso, por lo que se activó automáticamente la prórroga de 30 días para pagar o declarar la cesación de pagos.
Según Infobae, portal oficioso de los intereses norteamericanos, la oferta inicial del gobierno fue contestada el día de ayer por el total de los bonistas, con una propuesta bastante alejada de la oficial. La oferta inicial que presentó Guzmán propone un nuevo calendario de pagos (se empezaría a pagar recién en 2023), una quita no menor del monto adeudado en intereses (62%) y una pequeña quita de capital (5,5% en promedio), que, combinándolas, darían una reducción total de la deuda cercana al 33%.
Por su parte, los acreedores privados (distribuidos en tres grupos), contestaron con el bolsillo. Propusieron un año de gracia (en vez de tres), que se les reconozcan en el futuro los intereses no abonados durante ese tiempo y una quita en términos generales mucho menor a la propuesta por el gobierno.
Esta negociación sucede en paralelo mientras se agudiza la crisis social, sanitaria y económica que acarrea la expansión del coronavirus en todo el mundo. La profundización de la recesión, la sistemática devaluación de la moneda, la crisis del sector productivo y la destrucción del salario en estos últimos años pusieron de manifiesto la necesidad de contar con fondos para hacer frente al estallido. Pero los inversores privados no hacen concesiones y poco entienden de pandemias.
“Me dejaron firmar cheques con un sello”
Durante el gobierno de Cambiemos, pasaron cosas. Muchas cosas. Entre ellas, está el endeudamiento masivo que llevó adelante en poco más de dos años, que tiene tres características principales. El primer punto es el incremento del peso de la deuda en relación al PBI. En 2015, el peso de la deuda representaba la mitad del Producto Bruto Interno. Para 2019, este porcentaje llegó al 90%. Esto ya es preocupante, pero si pasamos a la segunda característica, el panorama empeora. Este aumento de la deuda se hizo principalmente en moneda extranjera, representando un 80% del total, lo que implica que tenemos que pagar casi toda la deuda en dólares, una moneda que por estos días escasea mucho en el país y sin que se vislumbre un boom de la soja como el que permitió salir de la crisis de 2001. Pero si hasta acá era preocupante, todavía hay lugar para más espanto. La tercera característica es que esta deuda se tomó bajo jurisdicción extranjera. Es decir, en caso de litigio, Argentina deberá enfrentarse a tribunales internacionales que raramente fallan a favor del deudor, como ya demostró el recordado juez Thomas Griesa en el conflicto con los fondos buitres en 2016.
La deuda Argentina hoy está principalmente en manos de fondos de inversión y organismos internacionales como el FMI. Este último tuvo tal vez su primer gesto de honestidad (¿o de supervivencia?) en la rica historia que tiene con nuestro país, cuando a principios de año catalogó de insostenible la deuda argentina, dadas las características de la misma, su calendario de pagos y la realidad económica de nuestro país.
La crisis económica, potenciada exponencialmente por la pandemia y el aislamiento social, preventivo y obligatorio, obligó a los Estados de todo el mundo a aplicar planes de salvataje enormes para frenar la caída histórica de la economía mundial que se estaba gestando desde mucho antes que el coronavirus irrumpiera en la escena pública. A finales de marzo, Estados Unidos, punta de lanza del neoliberalismo, aprobó un plan de estímulo a la economía de 2.2 billones de dólares, el más grande de su historia y más de doble del aprobado durante la recesión de 2008 y está evaluando aplicar uno aún más grande. Este plan contempla ayudas directas a familias, fondos para desempleo y miles de millones en préstamos para las empresas, para tratar de compensar así las debilidades de una seguridad social estadounidense altamente privatizada.
Las medidas adoptadas por el gobierno de Alberto Fernández van en este sentido, con el fin de desacelerar la caída de una economía que ya venía estancada hace varios años y que la gestión de Mauricio Macri destruyó, con dos años de recesión a cuestas y con pronósticos para el actual año que hablan de una contracción del PBI de hasta el 8%. En el gobierno empieza a ser un problema la recaudación, que se desplomó por el cese brusco de la actividad económica.
El plan económico del gobierno, cuyo monto ya llegó a casi 5 puntos del PBI, promete continuar durante todo mayo y junio, y consiste en beneficios para empresas, como el pago de la mitad de los salarios y la reducción de cargas patronales, créditos a tasas bajas para las Pymes (con bastantes problemas para acceder) y asignaciones de emergencia para familias y monotributistas, como el Ingreso Familiar de Emergencia o los bonos a la AUH y las jubilaciones, solo por nombrar algunas de las medidas encaradas.
Argentina no puede acceder a crédito internacional aun así resuelva la deuda con los acreedores privados, por lo que para financiar este paquete está acudiendo a la emisión monetaria y la reasignación de partidas presupuestarias. El tan discutido impuesto a las grandes fortunas impulsado por el kirchnerismo (hubo un proyecto presentado por el FIT que fue rechazado por casi todo el arco político), todavía no tiene una forma del todo definida y no encontró aún su lugar en la agenda del recientemente reabierto Congreso. Otras grandes fuentes de financiamiento, como aumentar la presión tributaria sobre los bancos, ganadores de todas las crisis, no se barajan por el gobierno, por lo menos públicamente.
A medida que la cuarentena se extendió y la crisis económica se fue volviendo cada vez más grave, hubo que echar mano a otros recursos para reducir los gastos de una economía que no produce. El más notorio fue el acuerdo firmado por las cúpulas de la CGT y la Unión Industrial Argentina, en el que se aceptan suspensiones con una rebaja salarial de hasta el 25%, más allá de que el gobierno cubre hasta la mitad de los salarios de las empresas.
¿A quiénes les debemos?
Muchas veces en la terminología de la deuda, sobre todo cuando su uso mediático corresponde a los intereses de los bonistas, terminamos entendiendo que Juan Pérez le prestó amablemente los ahorros de su abuela al gobierno argentino, este los despilfarró y ahora no quiere devolverlos. Es importante entender quiénes son los fondos que están negociando la reestructuración de la deuda. Por un lado, tenemos a BlackRock, liderado por el banquero demócrata Larry Fink, fondo de inversión que administra 7 billones de dólares, 15 veces el PBI anual de Argentina. Incluso es propietario de recursos naturales: reservas de litio en Australia y México, minas de cobalto en el Congo, gigantescas extensiones de campo en el Amazonas y miles de departamentos. Por otro lado, también podemos nombrar a los fondos de inversores Vanguard, Ashmore, Gramercy y Fidelity, que si los sumamos al primero totalizamos una cartera de 16,5 billones de dólares, lo que a la economía Argentina le demoraría unos 37 años en producir.
Detrás de todo movimiento económico y financiero hay también un interés político que muchas veces supera a los dos primeros. Más allá de hacer negocios con las necesidades de un país, el rechazo a la oferta oficial también responde al interés estratégico de que países como Argentina mantengan una disciplina económica (llámese ajuste), buscando mantener una mayor influencia sobre la política y las decisiones soberanas de un país.
“Miles de auditorías para todos”
Hay que recordar que la negociación actual es sobre un total de 66 mil millones de dólares, apenas un quinto de la deuda pública argentina. A las negociaciones sobre la deuda en legislación extranjera le sobrevendrán las conversaciones con los organismos internacionales de crédito, principalmente el FMI, al que se le deben 44 mil millones de dólares, nuestro segundo mayor prestamista.
Son muchas las aristas que se abren a partir de estas negociaciones. Por un lado, es legitimar una deuda sin poner en cuestión las condiciones en las que fue tomada, los responsables políticos y el fin que tuvo esa deuda, además de la responsabilidad del FMI -que prestó fondos para la fuga de capitales y entregó cuotas por encima de los límites fijados para nuestro país, decisiones que contradicen sus propio estatuto interno- y de los inversionistas privados.
Según Francisco Cantamutto, investigador de la Sociedad de Economistas Críticxs e integrante de la Autoconvocatoria por la Suspensión del Pago e Investigación de la Deuda, poder hacer frente a este acuerdo “da por descontado un crecimiento del país en los próximos años, un aumento de las exportaciones y superávit fiscal. Por más que se aplacen los pagos, la lógica de la oferta tiene que ver con profundizar los sesgos de la estructura productiva que siempre declaramos como insostenibles: el extractivismo, la producción de materia prima para su exportación y la contención del gasto público, justamente cuando venimos de niveles récord de pobreza y hambre que se vieron profundizados por la cuarentena”.
Si desde el gobierno, como expresaron en sus últimas manifestaciones, la prioridad es llegar a un acuerdo, se entiende que Alberto Fernández y su gabinete están dispuestos a ceder más para lograrlo, lo que nos dejaría en una situación todavía peor, sobre todo si tenemos en cuenta que la oferta inicial no puede ser considerada “dura”, ya que superó las expectativas del mercado, lo que se vio reflejado en el alza de las cotizaciones de los bonos de deuda y la caída del riesgo país. A eso se debe sumar que el riesgo de caer en default no parece tan grave cuando se tiene en cuenta que se espera que una enorme cantidad de países se declaren en default.
¿Es la peor opción posible dejar de pagar?
Para Cantamutto, “la mitad de las negociaciones que se han llevado a cabo en las últimas décadas incluyen un default como parte de la negociación. En este sentido, no debe generar miedos ni presiones esa posibilidad. La diferencia está en qué se hace con ese default. Algunas organizaciones venimos insistiendo en la necesidad de suspender los pagos e investigar la deuda, sobre todo teniendo en cuenta que es un contexto de crisis global. Es una oportunidad histórica para detectar aquella parte que sea odiosa e ilegítima”.
Al día de hoy, seguimos pagando y reestructurando la deuda contraída durante la dictadura cívico-militar-eclesiástica, deudas privadas que fueron estatizadas, como las del Grupo Macri. A lo largo de los años se le fueron sumando las obligaciones que tomaron los sucesivos gobiernos, hasta llegar a las últimas tomadas por la gestión de endeudamiento compulsivo de Mauricio Macri. Seguir la cadena de pagos, de buenos gestos, de guiños cómplices con los responsables de la debacle económica y social es legalizar el robo de empresarios, políticos, organismos internacionales, bancos y fondos privados de inversión.
Es imperiosa la auditoría sobre la deuda externa y el juicio y castigo para los que lucraron con ella. Tomar deuda no es simplemente contraer una obligación legal, es sumir la política económica y social a los intereses de grupos multimillonarios. Es destinar fondos necesarios para el desarrollo humano, productivo y social del país a cumplir con dichas obligaciones. Ni el FMI ni Larry Fink ni ningún otro acreedor se va a conmover por las muertes por desnutrición de niños y niñas wichis, no van mirar con compasión a la jubilada que no llega a fin de mes ni al laburante que sale en plena pandemia a ganar lo necesario para parar la olla. No van a desesperar por los hoteles porteños estallados de villeros y villeras contagiados por la desidia del gobierno ni van a mirar con pena cómo colapsa el sistema sanitario. La soberanía económica es imprescindible para afrontar las necesidades del pueblo y sustentar la voluntad política de ir hacia un mundo siquiera un poco menos desigual.
Un fantasma recorre las pantallas televisivas: el fantasma del default. El reality show que tiene como personaje principal al COVID-19 solo se interrumpe ante el temor del posible default. Este fantasma nos trae reminiscencias obvias del 2001 y un olor a caos social. Hay dos puntos claves para entender este momento. El primero es la situación económica mundial. En plena crisis global, la cesantía de pagos resultado algo evidente y esperable para cada economía que deba afrontar obligaciones. A su vez, tanto los organismos internacionales como los bonistas contemplan la idea del default en cada contrato que firman con cualquier economía, no es una situación ajena ni extraña a ellos.
La segunda es el resultado del default para nuestra economía. Pagando o no pagando, la economía argentina no tiene perspectivas de acceso al crédito hasta, al menos, 2027, por lo que la clausura al mercado de crédito se dará con o sin arreglo.
El default no debería considerarse como algo terrible. El default es una opción, es una herramienta de negociación y es una posibilidad de soberanía económica. El problema radica en para qué se usa esa cesación de pagos: si como una oportunidad histórica para cambiar de rumbo o para negociar las condiciones de una nueva rendición.
*Por Iván Barrera e Ignacio Marchini para Marcha / Imagen de portada: Charo Larisgoitia.