La pandemia como síntoma del Capitaloceno: el freno de emergencia

La pandemia como síntoma del Capitaloceno: el freno de emergencia
15 abril, 2020 por Redacción La tinta

El virus que hoy nos interpela a todxs ha venido a poner en cuestión el actual modelo de civilización. En esta serie de artículos, la Ecología Política nos ayuda a mirar las angustias y desafíos de nuestro presente y a tejer sentipensares desde la esperanza: para construir juntxs nuevos rumbos posibles, para que la pandemia valga la pena. 

Por Horacio Machado Aráoz – Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur* para La tinta 

En el momento menos esperado, pero en el más necesario y oportuno que nunca; desde el lugar más imprevisto, la Tierra ha sido políticamente convulsionada y no atina aún a reaccionar. Como un sutil y paradójico terremoto histórico y geológico, el Coronavirus lo ha cambiado todo; pero no con movimientos bruscos, sino con una parálisis masiva y global. Su irrupción en la biología humana ha provocado una interpelación mayúscula al conjunto de la población global contemporánea; el desafío probablemente más crítico que nos haya tocado afrontar en el breve lapso de nuestra aventura como especie.

Pero, aunque este virus nos interpela a todxs, debemos su visita no a causa de todxs. Ha venido a poner en cuestión un modelo civilizatorio en concreto, que mucho tiene que ver con cómo su irrupción se transformó rápidamente en una masiva crisis sanitaria mundial. Nos referimos a un modelo civilizatorio que, en el relámpago de su vigencia, ha puesto en crisis no apenas la continuidad de tal o cual forma de vida social, sino ya la de la mera continuidad de lo humano como tal.

Hoy, en su crepúsculo, podemos ver cómo y en qué medida esa civilización ha comportado un dislocación drástica en el devenir mismo del proceso de humanización. Sin embargo, esto que es evidente y crucial, no todos lo ven. Más bien, pasa desapercibido; sobre todo, para amplias mayorías que viven inmersas en su ritmo y en sus reglas. Una civilización que, con aguda lucidez, fuera caracterizada por su método viral, viene a ser interpelada precisamente por un virus.

De repente, las civilizaciones otras, que fueron infectadas por aquella civilización viral, ven, en el virus, menos un enemigo y más un inesperado aliado. Así como las otras especies y el conjunto de los seres vivos que fueron arrinconados a los extremos de la sobrevivencia, esos pueblos otros re-existentes ven este tiempo, claro, con angustia e incertidumbres, pero también como mucha esperanza.

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(Imagen: Eva Nirich)

Sintiéndonos parte de ellos, en estos textos, compartimos algunas reflexiones que hemos ido desarrollando al interior de nuestro colectivo de investigación. Se trata de textos concatenados que procuran precisar la envergadura de los desafíos y los motivos de nuestras angustias, así como dar cuenta de nuestras esperanzas. Trazamos acá una somera hermenéutica crítica de la pandemia, como sintomatología del Capitaloceno. A través de ella, queremos compartir el diagnóstico sobre el régimen de relaciones sociales que nos está enfermando y abrir nuestros sentipensares, para seguir tejiendo con nuestrxs hermanxs las rutas alternativas que nos lleven a otros rumbos.

Un virus, es decir, un lenguaje de la Tierra, nos viene a ofrecer una opción terapéutica y una práctica pedagógica. Ojalá podamos escucharle; aprender con él… Y sanar.

Paro

“Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial.
Tal vez, las cosas se presenten de otra manera.
Puede ocurrir que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en el tren tira del freno de emergencia”
(Walter Benjamin)

El año 2020 encuentra a la humanidad sumida en una parálisis apabullante, tan imprevista como generalizada. De repente, el mundo se ha parado en seco. Como si el tiempo se hubiera congelado. Todo, prácticamente todo, ha sido interrumpido. Puede decirse, en cierto sentido, que el 2020 no ha comenzado aún. La vida social del mundo globalizado está, por ahora, en suspenso. Salvo reveladoras excepciones, la inmensa mayoría de individuos que hoy conforman la población de humanos vivientes está atravesando estos días confinada en sus recintos, bajo distintos regímenes de aislamiento.

Una elemental interacción microbiológica -de las miles de millones que acontecen a diario, a cada instante, en el planeta- desencadenó semejante conmoción. Es que, esta vez, el desvío contingente de sus trayectorias zoonóticas habituales hizo que una cepa de coronavirus fuera a parar en organismos humanos, para cuya visita no estaban biológicamente preparados. Ese minúsculo acontecimiento fue el detonante. Luego, siguiendo las rutas más transitadas del turismo y el comercio internacional, se fue expandiendo a la velocidad del ritmo de vida contemporáneo, hasta encender las alarmas sanitarias del mundo entero.

Así, la irrupción de un ignoto microorganismo en la fisiología humana colocó a la especie ante una situación inédita. Nos puso a todxs bajo un mismo prisma de sensaciones compartidas. Por primera vez en nuestra breve historia, afrontamos una misma experiencia vital, compartida en simultáneo a nivel global. Una vivencia que nos embarga a todxs.

Porque, efectivamente, el virus nos afecta a todxs. Más allá de las insoslayables diferencias intra-especie (aquellas que nos distinguen y aquellas que nos separan y nos clasifican), ese ser infinitesimal nos ha afectado a todxs. A cada uno de los cuerpos de todos los agrupamientos humanos, en sus distintas escalas, alrededor del mundo.

Se trata, por supuesto, de una afectación diferencial, que, por un lado, pone al desnudo todas las desigualdades creadas y vigentes, esas que hacen de ese “nosotros-humanidad” una pirámide de enormes distancias y fronteras incólumes.


Pero que, al mismo tiempo, nos genera una afectación radicalmente igualadora; como queriéndonos enseñar que (aunque no nos sintamos y no nos reconozcamos como tales) somos parte de una misma familia, de una misma Comunidad de Vida; hermanadxs biológicamente, por el aire que respiramos; por el agua, de remotos tiempos geológicos, que corre por nuestras venas y que nos une, en un mismo destino, con todos los seres del Planeta…


Si, al menos, lográramos aprovechar este silencio, esta quietud, para percatarnos de ello, diríamos que esta pandemia valió la pena… A pesar de todas las muertes y las represiones que vinieron y que vendrán montadas en el virus como excusa, si sólo pudiéramos, aunque sea mínimamente, re-conocer-nos como delicadísimas hebras de ese tejido más vasto, que nos excede por completo y que, a la vez, nos contiene y nos hace ser… Si fuéramos capaces de sentir-nos, aunque sea por un instante, íntimamente conectadxs a la trama de la vida, diríamos que sí, que valió la pena…

 Tiempo

“Los cinco raquíticos decenios del homo sapiens”,
dice un biólogo moderno,
“representan con relación a la historia de la vida orgánica sobre la tierra,
algo así como dos segundos al final de un día de veinticuatro horas.
Registrada según esta escala,
la historia entera de  la humanidad civilizada llenaría un quinto del último segundo de la última hora”
(Walter Benjamin, Conceptos de Filosofía de la Historia).

Para una sociedad que ha hecho de la aceleración del tiempo, de la velocidad de las interacciones, del movimiento, la innovación y el crecimiento incesante, sus marcas de origen, la parálisis se le presenta como un fenómeno radicalmente disruptivo y perturbador. 

Sumergidxs ya en generaciones y generaciones nacidas bajo el imperativo de la productividad, para lxs habitantes de este mundo, vivir es correr. Ir y venir, persiguiendo siempre objetivos, fijados quién sabe por quién y para qué. Hasta para sus vacaciones, tienen tiempos reglados y metas de ‘disfrute’ (im-)puestas. Por eso, la parálisis descoloca absolutamente. “No hacer nada” está fuera de nuestro genoma societal. Y, de repente, un microorganismo lo hizo. Dejó, prácticamente, en desuso la primera y más emblemática de las máquinas de nuestra Era. Transitamos días en los que el reloj no cuenta.

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(Imagen: Ana Medero)

A los miedos epidemiológicos, se suman los de clase (es decir, de hambres de un lado y lucros cesantes del otro), los de piel y los de sexo, esos que distribuyen desigualmente las probabilidades de enfermar y de morir. El “tiempo improductivo” los aumenta a todos; provoca incertidumbres varias y desesperaciones diversas, pero generalizadas. (Mal)educadxs en formar parte de una maquinaria en movimiento perpetuo, de mercados que no cierran, de fábricas que “trabajan” las 24 horas, los 365 días del año, la parálisis es fuente de una angustia existencial inconmensurable.

Un diminuto habitante de este planeta, que sólo vive a condición de ser alojado en otros organismos más complejos, ha logrado hacer lo que muchxs, millones, hubiéramos deseado: una gran huelga mundial masiva que corte, por un tiempo indefinido, las cadenas de la explotación; la explotación de los cuerpos y de los territorios. Que detenga las maquilas que expolian capacidades; las motosierras que arrasan los bosques; los pesqueros que azuelan los mares; las cosechadoras que esquilman los suelos; los explosivos que vuelan montañas y exprimen las rocas del subsuelo… Un virus ha logrado, por unos días, detener los vertidos tóxicos y las incontables fuentes de contaminación que, día a día, envenenan las aguas y el cielo.


La revolución que soñó el más osado (y, probablemente, más lúcido) revolucionario de esta época no la hizo (hasta ahora) un colectivo humano, sino un pequeño microorganismo. Como si fuera el enviado de Benjamin, el coronavirus ha activado -al menos, por un tiempo- el freno de emergencia. Estamos así paralizados. Pero no es apenas una parálisis forzada. Es la parálisis de una sociedad que ha perdido el rumbo.


Más que parada, somos una sociedad perdida, aturdida y desorientada. Que ha errado la concepción del espacio y del tiempo; que anda así, ignorante de su geografía y desubicada en la historia. Mientras, la pequeñísima fracción de la especie que tiene el comando (si podría decirse así) cree que va en un tren de alta velocidad por un tiempo vacío y un espacio plano, sin poder ver lo que va dejando atrás ni lo que tiene por delante. Corre así, desenfrenadamente, por un camino sin rumbo y un horizonte sin sueño…

Una civilización errante nos puede convertir en una especie fallida. Una especie fallida es aquella que, básicamente, desconoce su procedencia y su lugar en el cosmos; que reniega de su pertenencia geológica y su destino.

Así, en lugar de lamentar la parálisis, deberíamos estar agradecidxs. Porque, cuando unx está perdido, nada mejor que detenerse a revisar de dónde venimos y hacia dónde realmente querríamos ir.

Si esta parálisis nos llevara a preguntarnos seriamente a dónde vamos, cuál es la razón de nuestra prisa; si llevara a cuestionarnos qué nos urge y qué nos desvela, diríamos que esta pandemia valió la pena… A pesar de las violencias aumentadas y las hambrunas extendidas que, montadas en la excusa de este virus, se provocarán, si de esas violencias y esas hambrunas brotaran rebeldías varias, que pongan en cuestión esta carrera y nos obliguen a cambiar de rumbo, diríamos que sí, que esta pandemia valió la pena….

 *Centro de Investigaciones y Transferencia de Catamarca (CITCA) –dependiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y de la Universidad Nacional de Catamarca. 

**Por Horacio Machado Aráoz – Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur para La tinta / Imagen de portada: Ana Medero.

Palabras claves: agroecología, coronavirus, pandemia

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