Pistas para una salida más humanizada del Capitaloceno
El virus que hoy nos interpela a todxs ha venido a poner en cuestión el actual modelo de civilización. En el último artículo de esta serie, la Ecología Política nos ofrece algunas claves para pensar y construir juntxs nuevos rumbos posibles: nutrir la tierra, sanar los cuerpos y alimentar comunidades políticas democráticas.
Por Horacio Machado Aráoz y Leonardo Rossi – Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur* para La tinta
“Deberíamos haber construido las civilizaciones de la huerta y el jardín
–en vez de ello, hemos levantado las economías de la mina a cielo abierto”
(Jorge Riechmann, 2018)
Sin terminar de procesar la etiología de la pandemia, los análisis del presente están precipitadamente enfocados en cómo vamos a salir de la “crisis”. Tanto en lo económico como en lo político, predominan los discursos que hablan de la vuelta a la “normalidad”. No se termina de comprender la envergadura de la crisis; por tanto, no se cae en la cuenta de que una “vuelta a la normalidad” no sólo no es posible, sino que tampoco sería deseable.
Mientras que, en lo económico, el debate está planteado en términos de una todavía mayor intensificación neoliberal o un retorno a alguna forma de keynesianismo como presunta alternativa, en lo político, las discusiones están centradas en torno al tipo de Estado (o de gubernamentalidad) que se están gestando. Las perspectivas críticas han centrado mayormente sus preocupaciones en los nuevos o mayores peligros que, para la democracia y los derechos ciudadanos, se incuban en el gobierno de la crisis.
En su mayoría, las advertencias se han dirigido a marcar el sobregiro de la biopolítica hasta los umbrales de nuevas formas de totalitarismo digital. La concentración del poder de vigilar y castigar a manos del aparato estatal, y cómo ese reforzamiento biotecnológico de seguimiento minucioso de la población -de lo que hace, piensa, dice, siente y por dónde y cómo circula, que parece poner los cuerpos bajo regímenes de algoritmos autocráticos- ha hecho que se pongan todos los ojos en el “estado de excepción”, como si fuera ese el locus desde el cual se ejerce efectivamente el poder concentrado de hacer vivir y/o dejar morir.
Muy agudas para describir sus tecnologías, las miradas foucaultianas suelen ser, sin embargo, insuficientes para ver las raíces de ese poder totalitario en ciernes. No se vislumbra en toda su dimensión en qué medida décadas de hegemonía neoliberal han reconfigurado la tierra en un sentido más bien hobbesiano; un mundo donde se ha exacerbado el individualismo competitivo, las desigualdades segregacionistas, el miedo y la violencia discriminatoria hacia las alteridades. En fin, un mundo donde la figura del conquistador ha impregnado los imaginarios como modo natural-izado de ser y estar en el mundo, y como paradigma del “éxito” social y el sentido de la existencia. Y la verdad es que un mundo de conquistadores, donde encima ya queda poco y nada que conquistar, no es precisamente un ecosistema propicio para la vida democrática; incluso, ni siquiera, para la co-existencia pacífica.
Las raíces ecológicas del autoritarismo
A juzgar por los análisis sobre los impactos de la pandemia, la teoría política contemporánea parece seguir presa de los presupuestos antropocéntricos de origen. Sigue pensando lo humano como excepcionalidad. Sigue concibiendo la historia como exclusividad humana. Así, no atina a advertir en qué medida la salubridad de los regímenes políticos está radicalmente imbricada en la matriz de relaciones materiales y energéticas que el cuerpo social establece con la Tierra, como soporte básico de la reproducción de la vida en general.
Desde nuestra perspectiva, además o más allá de las mudanzas en la estatalidad y/o en las formas de gubernamentalidad, los actuales acontecimientos y procesos en curso requieren ampliar la mirada tanto a las raíces ecológicas del autoritarismo y la violencia política como a las raíces políticas de la pandemia. Nos parece necesario percibir la pandemia misma como producto y síntoma del grado de descomposición de los sistemas políticos de nuestras sociedades contemporáneas.
Es decir, es preciso poder vislumbrar hasta qué punto las posibilidades de la democracia se empiezan a erosionar decisivamente en los procesos de concentración de la tierra y de monopolización de los flujos energéticos que nos constituyen como cuerpos vivientes, en particular, los flujos energético-alimentarios. Hasta qué punto la concentración de la capacidad de disposición sobre las dietas (el agua, las semillas, los saberes, los sabores), la uniformización y sobresimplificación genética y sociobiocultural de los territorios-poblaciones, son aspectos clave que están operando como vectores de fondo de las tendencias neofascistas del presente, la intensificación de la violencia racial, machista y clasista, el surgimiento de liderazgos autoritarios con apoyo electoral y la regresión general de los valores democráticos en las sociedades contemporáneas.
En este plano, se hace evidente que no estamos apenas ante “crisis sanitaria” que ha desencadenado una crisis política o el peligro de los autoritarismos. La biopolítica opera sobre el trasfondo histórico y como contrapartida sistémica de la necro-economía. Esto significa que ni la pandemia es un “desastre natural” ni estamos ante una enfermedad que apenas afecta a los cuerpos biológicos. La noción de Capitaloceno alude, justamente, a la idea de una crisis sistémica multidimensional; un evento límite que marca la crisis terminal de un modelo civilizatorio. La pandemia, como síntoma del Capitaloceno, está marcando la crisis terminal de la salud tanto de los cuerpos biológicos como del propio cuerpo político, lo que, a su vez, remite a la crisis más general de la salud de la Tierra.
Como planteamos, en el meollo de esta crisis, situamos el régimen de plantación; la matriz agroalimentaria moderna que progresivamente se fue imponiendo y mundializando como hegemónica a fuerza de cacerías de “brujas” y cercamientos, tráfico de cuerpos humanos esclavizados, masacres coloniales y neocoloniales para el despojo de tierras y la generalización de regímenes de trabajo forzado, misiones civilizatorias y campañas “nacionales” de conquistas de “desiertos” contra los pueblos indígenas y campesinos del mundo.
Desde sus orígenes hasta nuestros días, la mundialización de esta matriz agroalimentaria hegemónica ha engendrado una ontología (agro)tóxica cuyo flujo de insalubridad sistémica circula entre la tierra, los cuerpos y las energías sociales siendo fuente de enfermedades biológicas, ecológicas y políticas. Desde una perspectiva de salud integral, un grupo de científicos hablan de una “sindemia global” para referir a los problemas correlativos y sinérgicos entre “obesidad, desnutrición y cambio climático” como efectos de este modelo.
Desde la perspectiva de los pueblos originarios, se habla de “terricidio”, para referir al curso exterminista de este modelo civilizatorio en general y, en particular, de su régimen agroalimentario. A nuestro entender, ese concepto advierte muy bien sobre el papel clave de la violencia como combustible político de ese régimen y sobre sus consecuencias inseparablemente ecobiopolíticas. Es en este contexto que cabe preguntarse: ¿A qué tipo de democracia podemos aspirar en un mundo de híper-concentración de la tierra; en un mundo en manos de pocos dueños? ¿Qué tipo de pluralismo y respeto de la alteridad podemos esperar ante la descomunal homogeneización de los ecosistemas, la uniformización de los paisajes y los sueños, el desmonte de la diversidad biológica y sociocultural del mundo? ¿Qué tipo de poder y de libertades queda en manos de sujetos individuales y colectivos cuyos principales bienes y servicios vitales se hallan bajo el control oligopólico de grandes maquinarias globalizadas de abastecimiento y producción de necesidades?
La mercantilización del alimento y la apropiación concentrada de la tierra no sólo degrada la biodiversidad, el clima y las dietas; erosiona las condiciones más elementales de la democracia al horadar los propios procesos de producción y sustento de las comunidades políticas.
La comunidad (política) de vida: el origen
“La historia nos demuestra que producir común
es el principio mediante el cual los seres humanos
han organizado su existencia durante miles de años”.
(George Caffentzis y Silvia Federici, 2018)
La discusión por la democracia no puede omitir una teoría de la tierra, que involucre también una comprensión sobre nuestra vinculación específica como comunidades políticas con ella.
Desde los orígenes de nuestra especie, producir la vida ha significado producir comunidad; porque la vida, materialmente hablando, es una producción; y una producción comunal. La vida humana es producción comunal en la Tierra, con la Tierra; de la Tierra. De ahí, la naturaleza intrínseca e insoslayablemente política de la condición humana, y también el carácter primordial que tiene el vínculo que se establece entre una comunidad humana con la tierra en la procuración de su subsistencia.
La Tierra en su dinámica vital ha sido el útero material en cuyo seno se ha gestado la irrupción de nuestra especie. Entre otros millones de especies, fuimos misteriosamente habilitados a co-habitar este planeta y, desde esos orígenes, los procesos específicamente humanos no han dejado de estar radicalmente conectados y afectados a la dinámica geometabólica de la Madre-Tierra en general.
Históricamente, nuestro propio proceso de constitución como especie no fue sino el resultado de esa interacción metabólica entre tierra y trabajo, principalmente, orientada a obtener y asegurar la alimentación. Así, a lo largo de miles de años, la humanidad se lanzó, entonces, a co-habitar y desplegar la aventura de la vida en la tierra, lo que implicó resolver el requerimiento básico de asegurarse la provisión de alimentos. Habida cuenta de sus transformaciones socio-cognitivas, estas colectividades humanas diversificaron sus prácticas alimentarias, ampliaron sus horizontes geográficos y, de forma paulatina, echaron raíces en las más diversas geografías. De la selva al ártico, las poblaciones humanas se fueron asentando bajo el principio ecológico-político de priorizar la satisfacción de las necesidades alimentarias de todos los miembros de la comunidad.
La irrupción de la agricultura -entre 10.000 y 15.000 años atrás- no hizo sino intensificar ese vínculo inseparablemente material y simbólico de flujos energéticos y materiales entre tierra y trabajo, como matriz fundamental a través de la cual tuvo lugar la producción y el despliegue de la vida social humana. La diversidad ecológica de los territorios fue la materia prima a partir de la cual se fue moldeando la extraordinaria diversidad sociocultural de los pueblos. Desde tiempos inmemoriales, la diversidad de las dietas constituyó un elemento emblemático de las culturas. Las dietas, en efecto, expresan sintética e integralmente todos los aspectos y dimensiones del modo de vida de los pueblos: su cosmovisión, sus saberes, sus modos de organización del trabajo y de la cooperación social en general. Es en este sentido que los sistemas agroalimentarios constituyen un nudo vital tanto en la configuración de las sociedades humanas como comunidades políticas, como en la socialización de la Naturaleza, como modo humano de habitar la Tierra.
Más allá de esa extraordinaria sociobiodiversidad, los sistemas agroalimentarios pre-modernos se estructuraron bajo el mismo principio compartido de organización comunal de la producción. Esto, básicamente, significa que el proceso general de producción social de la vida en estas comunidades estaba regido y regulado por los principios de reciprocidad y redistribución.
Tales principios tenían el efecto de asegurar el balance energético entre todos los miembros -humanos y no-humanos- de la comunidad-de-vida. En concreto, reciprocidad y redistribución son la fórmula a través de la cual la comunidad es el alimento de sus miembros, así como cada miembro provee, a su vez, a la nutrición de la comunidad. Reciprocidad y redistribución se materializan en cadenas tróficas circulares y biodiversas, complementarias, donde el alimento fluye como medio de común-unión que hace al sustento de la vida.
La orientación prioritaria a la autoproducción para la satisfacción de necesidades vitales tenía el efecto de regular los ritmos y niveles de producción, ajustándolos a las posibilidades de los ecosistemas y los requerimientos energéticos básicos de cada miembro. Era lo que marcaba el límite, el freno que la comunidad humana tenía que considerar para que sus tasas de consumo energético no sobrecargaran los ecosistemas ni los cuerpos.
Estos principios básicos eran el soporte material y espiritual de estas agro-culturas; la clave de su economía y de su constitución política. Su efecto, el balance energético, era el modo de ajustar la producción a la vida y era el modo de (re)producir la comunidad política. De allí que, en estos sistemas comunales, el alimento y el trabajo (los flujos energéticos vitales) se concebían y producían más como bienes políticos antes que “económicos”; sus reglas de reparto y acceso estaban sujetas -como el mercado mismo- a la economía moral de la comunidad.
La ruptura
Por contraste, se torna evidente la gran fractura que involucró la transformación capitalista de la agricultura, con la irrupción del régimen de plantación. La Gran Transformación -como la nombrara Karl Polanyi- fue, en realidad, un proceso drástico y traumático de destrucción de la economía moral que, hasta entonces, regulaba el metabolismo social de la vida comunal. La ruptura de las reglas de reciprocidad y redistribución abrió paso a la economía de guerra; inauguró una era donde la producción de los medios de vida se transformó en una maquinaria de destrucción de las fuentes de vida y de producción de desigualdades abismales y crecientes, al interior de la población humana y entre ésta y el resto de las comunidades bióticas. “Producción” pasó a significar explotación; explotación de los cuerpos y de los territorios. La prioridad de las necesidades vitales se suplantó por la ganancia como combustible de las subjetividades que dirigen el “aparato productivo”.
Los primeros estudiosos modernos del suelo, ya a mediados del siglo XIX, se percataron de que la agricultura capitalista no era agricultura, sino una forma extrema de minería. Marx habló de la ruptura metabólica que representó la irrupción del capital en las comunidades agrarias. La producción agraria se desentiende del sostenimiento de la vida; se producen commodities, no alimentos. El suelo deja de ser organismo vivo y pasa a ser tratado como cantera. En el principio desencadenante de esas transformaciones, tenemos la violencia expropiatoria que se ejerce sobre la tierra y los cuerpos; el alimento y el trabajo pasan a regirse bajo las reglas del mercado. En el colmo, dejar de orientarse por el valor de uso y orientarse al valor de cambio fue como romper la brújula: echar a andar una maquinaria poderosa y veloz, pero sin rumbo y sin freno.
Las consecuencias de este proceso ya las sabemos: la destrucción de las economías comunales fue el punto de partida de la necroeconomía del capital. Por eso, más que ruptura, cabría decir que se trató de un profundo y drástico trastorno geosociometabólico. La irrupción del capital afectó los ciclos de vida, tanto a nivel geológico, como antropológico. Todos los desequilibrios que hoy vemos y padecemos tienen su raíz en ese trastorno originario.
Desequilibrios tróficos a nivel biosférico y de las comunidades humanas: eso que llamamos cambio climático, erosión de la biodiversidad y sexta extinción masiva de especies, crisis de los ciclos de nutrientes. Desequilibrios drásticos en el balance energético de los organismos humanos vivientes: a la que, a la geografía del hambre, hay que sumar ahora la geografía de la obesidad, de la intoxicación y del cáncer. Y los desequilibrios en el cuerpo no son sino un reflejo de los desequilibrios en la Tierra. Vivimos inmersos en una geografía más que desequilibrada, desquiciada, que se nos muestra, de un lado, como “planeta de ciudades miserias” (Mike Davis) y, del otro, como un mar de “desiertos verdes” (Alimonda).
Pero, en el fondo de todos los desequilibrios, está la propia di-solución de la comunidad política: la invención/creación de una sociedad de individuos, autoconcebidos como dueños absolutos de “sus vidas” y “sus propiedades”; llamados a transformarse en conquistadores; y que definen el sentido de su existencia en términos de un camino infinito de compra-venta.
La ruptura de las cadenas tróficas por los monocultivos, de las reglas de reciprocidad y responsabilidad mutua, la abstracción del valor, ha terminado, así, afectando la conciencia de la interdependencia, la necesidad y la centralidad de la economía de cuidados y de crianza; la sensibilidad vital de la especie. Ha creado individuos que se creen el principio y el fin de todo. Que la vida empieza y termina con ellos. Que la felicidad es una ecuación de consumo. Que la vida de los demás y las relaciones con los demás –los de la propia especie y los de las otras especies- sólo valen en tanto y cuanto le reporten alguna utilidad/ganancia. En fin, individuos que creen que se valen por sí mismos y que viven como si todo el mundo que le rodea le fuera absolutamente prescindente, in-significante, sólo medible por su precio.
En nuestra región, tenemos un ejemplo de estos procesos. La drástica transformación de las eco-regiones pampeanas y chaqueñas en un mar de soja, la abrupta y soterrada reconfiguración de la geografía política sudamericana para dar lugar a la constitución de la “república unida de la soja”, ha dado lugar a conformación de una “ciudadanía sojera”; una subjetividad sojera. Una subjetividad política que bien se ajusta a los moldes del individuo hobbesiano. He ahí la especificidad regional de la cepa viral que nos está infectando.
Volver-nos humus… Para alimentar un nuevo horizonte político
«Hablar del fin del mundo es hablar de la necesidad de imaginar,
antes que un nuevo mundo en el lugar de este mundo presente nuestro,
un nuevo pueblo; el pueblo que falta.
Un pueblo que crea en el mundo que deberá crear con lo que le dejamos de mundo»
(Viveiros de Castro y Danowski, 2019)
De alguna manera, el coronavirus nos devuelve la imagen del mundo que hemos creado y nos hemos creído. En la raíz de la necroeconomía del capital, yace la antropología imaginaria de la filosofía política liberal y la “economía moderna”: el individuo “racional”, maximizador de sus intereses/utilidades, titular de “derechos” y que, ahora, en el epílogo de la carrera armamentístico-tecnológica, pretende controlarlo todo a través de pantallas táctiles y algoritmos; el individuo que cree que todos los vínculos pueden reducirse a lo virtual y a la agenda de contactos de un celular; que el mundo digital es el presente y el futuro; ese individuo es el que hoy está puesto en cuarentena.
Aislados, con medidas de “distanciamiento social”, acuartelados en las respectivas condiciones de clase; ensimismados y cada vez más enfrascados en el “mundo virtual” y la industria global del entretenimiento, el virus refleja la imagen de una sociedad perdida. Perdida en la historia y en el cosmos; pero también perdida como sociedad, como comunidad política. Porque la disolución de los principios de reciprocidad y redistribución es la disolución misma de la sociedad humana como tal, como ámbito y sistema de con-vivencia política.
Nos hallamos en el umbral de una crucial encrucijada civilizatoria: o seguimos por la senda del mundo hobbesiano que esta crisis develó o nos atrevemos a avanzar por la senda contraria de re-crear y cultivar la comunidad, a cultivar un mundo de solidaridades ampliadas y de reciprocidades intensas, que esta crisis también ayudó a visibilizar en los mundos re-existentes, confinados a los márgenes.
Así, lo que está en juego no es apenas el grado de autoritarismo de los sistemas políticos, sino las condiciones elementales de reproducción de vidas humanamente reconocibles como tales. No es posible detener una ola de autoritarismos y pulsiones neofascistas que degradan las democracias realmente existentes sin des-adueñar el mundo. Sin restringir radicalmente los “derechos de propiedad”. Sin desmercantilizar los dos principales flujos energéticos en los que nos va la vida, el alimento y el trabajo, y sin desmercantilizar la tierra en sí, como la fuente primaria de todas las energías.
Hoy más que nunca, se hace evidente que los principales desafíos políticos son eminentemente (agro-)ecológicos. Necesitamos recuperar esa memoria ancestral que nos enseña que “producir común” es la ley de la vida, expresión de una racionalidad encarnada, arraigada. Recuperar el saber transmitido por generaciones de que la salud de la tierra, de los alimentos, de los cuerpos y de las comunidades políticas forman todos una misma trama; son parte del complejo tejido de la vida.
Para (tener chances de) recuperar la democracia, necesitamos, primero, sanar la Tierra. Volver a las prácticas agroculturales de cuidado, crianza, reciprocidad, mutualidad, respeto de la diversidad biológica y sociocultural. Es preciso re-aprender nuestro lugar en el mundo. Volver a re-conocer-nos como humus, hijas e hijos de la Madre Tierra, en comunión de interdependencia vital, existencial con la comunidad de comunidades bióticas que la habitan.
Un camino así no es ni utópico ni romántico ni idealista. Es la topología de la vida que respira en los pueblos reexistentes; marginal y acechada, sí, pero que confronta y nos muestra alternativas frente a la distopía hegemónica. Si tuviéramos la suficiente humildad epistémica, podríamos aprender de ellas y ellos. La situación de vulnerabilidad extrema en la que nos ha colocado un microorganismo debiera estimularnos a ello.
Un camino así tampoco es romántico y, mucho menos, idealista. En su análisis sobre la crisis en curso, el investigador británico Naffez Ahmed plantea que “superar el coronavirus será un ejercicio no sólo para desarrollar la resiliencia social, sino también para reaprender los valores de cooperación, compasión, generosidad y amabilidad, y construir sistemas que institucionalicen estos valores”. Estos valores, remarca, no son simples construcciones humanas o preferencias ideológicas. Se trata, en realidad, de principios vitales y categorías cognitivas que orientan a la materia viviente en general en su curso de evolución y adaptación.
En tanto principios ecológicos que orientan la dinámica de la evolución de la Vida en la Tierra, la reciprocidad y la solidaridad ampliada son, hoy, un requisito de sobrevivencia. Como ya en 1949 advertía el ecólogo norteamericano Aldo Léopold, precisamos entablar una relación ética con la Tierra, no ya para “salvar el planeta”, sino para recuperar nuestra propia condición humana.
Así, mientras no abramos la posibilidad de reconsiderar el estatuto ontológico, político y ético de la Madre Tierra, veremos vedado el camino hacia una sociedad plenamente democrática, que aspire de modo realista a conjugar justicia, libertad, igualdad y con-fraternidad.
Ante el panorama de tanto sufrimiento revelado y provocado, esta pandemia nos ha venido a ofrecer también, sin embargo, una acción terapéutica y una lección política. Nos ha mostrado el origen de nuestros males, de nuestra enfermedad civilizatoria. Pero nos ilumina también sobre caminos de sanación posibles. Nos muestra la posibilidad terapéutica de dejar de comportarnos como conquistadores y empezar a concebir-nos y comportar-nos como nobles y humildes cultivadores de la Madre-Tierra. Volver a reconocernos humus para alimentar otros futuros posibles; horizontes que sean dignos de nuestro nombre.
*Centro de Investigaciones y Transferencia de Catamarca (CITCA) –dependiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y de la Universidad Nacional de Catamarca.
**Por Horacio Machado Aráoz y Leonardo Rossi – Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur para La tinta / Imagen de portada: La tinta.