Las otras pandemias a las que la mapuche Ana Llao ha sobrevivido
En Chile, la región donde viven la mayoría de mapuche se ha convertido en la segunda zona con más personas contagiadas por coronavirus.
Por Alejandra Carmona López para Ojo Público
Antes de que el Covid-19 asolara el mundo, los mapuche extendían sus ceremonias fúnebres por días. Si la despedida era de una autoridad, de un sabio o sabia, como una persona machi, toqui o lonko, el agasajo podía durar incluso una semana en la casa de quien partía. Era la forma de acompañar a esa alma en su tránsito hacia el wenumapu; es decir, el “cielo” en la tradición cristiana, el lugar donde, desde la cosmovisión mapuche, se encuentran los espíritus de los antepasados.
Pero, ahora, la muerte no solo amenaza la vida de los winkas, como los mapuche llaman a los chilenos que no pertenecen a su pueblo. Desde que el coronavirus llegó, la orden de las autoridades es que no se deben hacer velorios en casa y, en los funerales, solo pueden participar 20 personas, como máximo, y no puede asistir nadie del círculo más estrecho o sospechoso de Covid-19. Los mapuche se tuvieron que olvidar de cualquier objeto que pueda multiplicar el contagio, como bebidas o comida; símbolos que eran fundamentales en la forma en que despedían a sus muertos.
“Hay dos mapuche que murieron de coronavirus y, en el hospital, prácticamente, les pasaron los cuerpos a sus familias, y ellos debieron llevarlos directamente al cementerio”, dice Ana Llao (55 años), dirigente mapuche y werken (vocera) de la organización Ad Mapu.
A Ana le preocupa cómo harán para mantener tradiciones, como la despedida de sus seres queridos; pero entiende la necesidad del confinamiento, sobre todo, porque Temuco, capital de la Región de la Araucanía, una ciudad al sur de Chile y también conocida como la capital mapuche, se ha convertido en la segunda zona con más contagios en el país. Si, hasta el 17 de abril, existían 9.252 casos en todo Chile, en la Araucanía, había 907 y 552 de ellos estaban concentrados en Temuco.
“Va a haber mucha necesidad, especialmente, para las mujeres, las madres, porque somos las que estamos permanentemente con nuestros hijos. Las abuelas van a volver a cuidar a sus nietos y eso, quizás, sea un riesgo”, dice Ana, porque las autoridades han insistido en que los niños asintomáticos pueden ser importantes fuentes de contagio para sus abuelos y abuelas.
Ana vive en la comunidad rural de Purén, a dos horas de la ciudad de Temuco, pero, cuando la autoridad sanitaria decretó la cuarentena, el pasado 27 de marzo, ella decidió encerrarse con parte de su familia extendida en una casa de la ciudad. Tiene un hijo y un nieto, a quienes no ve por la emergencia. Con el resto de su familia, compraron víveres para una semana y se sentaron a esperar que la pandemia pase como un tornado antes de abrir la puerta para volver a la calle. Pero ahí, en el sur de Chile, como en el resto del mundo, el virus no se va.
Los días de encierro se vuelven interminables para ella, que está acostumbrada a estar en la calle, visitando a su gente de las comunidades, averiguando si enfrentan apuros, hambre o sufrimientos. Estas medidas restrictivas afectan su labor de dirigenta y los trabajos esporádicos que realiza; pero dice que perjudican aún más a las hortaliceras mapuche, que ya habían sufrido el acoso del alcalde local, quien, a fines de 2018, adoptó una ordenanza municipal para eliminar el comercio ambulante del centro de Temuco. Al hostigamiento que las hortaliceras han sufrido desde entonces por parte de la policía e inspectores municipales, se suma ahora el aislamiento social que va a impactar aún más su economía, porque ya no podrán vender.
A Ana también le preocupa la situación de las comunidades internadas hacia la Cordillera de Nahuelbuta, un lugar donde no siempre hay buena señal de celular. En el sur, ya comenzará a bajar la temperatura, que puede llegar a -3ºC. Pero, para los mapuche que viven en Chile, hay algo que muerde más que el frío: el racismo y el clasismo. Ana teme que, esta vez, eso pueda volverse contra su pueblo.
“Nosotros tenemos el newen (la fuerza) en la sangre, pero eso no basta para que permanezcamos sanos. Estoy segura que puede haber discriminación cuando en el hospital haya que elegir quién vive, cuando llegue un winka o un joven que no sea mapuche. ¿Por quién van a decidir? Peor si es un anciano mapuche”, reflexiona Ana.
Ese miedo le provoca desamparo, una sensación de injusticia que siente como certeza. El derecho a la salud de calidad en Chile no es un privilegio del que goce todo el mundo de manera equitativa. Las personas que pueden pagar se afilian a una Isapre (Instituciones de Salud Previsional); es decir, a una de las 12 aseguradoras privadas de salud que existen y que fueron creadas durante la dictadura de Augusto Pinochet. Para quienes no pueden pagar, o no quieren estar en este sistema, existe el Fondo Nacional de Salud, Fonasa, que divide en cuatro grupos a las personas, según sus ingresos, y bonifica en un 100 por ciento a aquellos que reciben menos, o nada, de salario.
Los que están en Isapre se atienden en clínicas privadas; y los segundos pueden acceder solo a los centros privados en convenio con Fonasa y, además, están destinados a seguir el ritmo de la salud pública, que, antes del Covid-19, ya tenía listas de espera y los centros asistenciales se desbordaban de niños y adultos mayores enfermos en invierno.
Los planes de salud privada parten en los 128 dólares mensuales y, en el sistema de salud pública, puede haber indigentes; es decir, quienes no pagan nada. En La Araucanía, cerca del 90 por ciento de la población está en Fonasa. Y Ana Llao pertenece al primer tramo, al de los que no pagan nada. Sin embargo, ese mismo estatus es lo que la atemoriza.
Al igual que mucha de su gente, a veces, hace frente a las enfermedades con medicina mapuche y, solo en algunos casos, visitan a un especialista. “No tenemos seguros médicos extra a la salud pública ni ninguna garantía, vamos a estar desprotegidos”, relata con temor. La semana pasada, el gobierno estableció un precio máximo por el cobro en caso de atenciones por coronavirus tanto en la salud privada como pública.
Lo único que a Ana le da esperanza es que está convencida de que esto pasará, como pasa todo, como han pasado y sobrevivido a otras tragedias que también llama pandemias: “Las forestales nos plantaron pinos y eucaliptus, y secaron nuestros territorios. Mi madre murió hace 20 años y la tierra que ella nos dejó a mi hermana y a mí era fértil. Ahora, vivimos la pandemia de la sequía, pero igual con esperanzas”.
La líder mapuche recuerda que, desde muy niña, alcanzó a conocer los esteros de agua que ya no existen y que ahora son solamente un sueño.
“Quizás se parezca al sueño que alguna vez contarán nuestros nietos sobre esta pandemia que nos tiene a todos encerrados”, asegura.
*Por Alejandra Carmona López para Ojo Público / Ilustración de portada: