Te cura o te mata: reflexiones en tiempos de cuarentena
Por Matilde Bustos para La tinta
En los años 30, una pandemia recorría el mundo. Conocida como La Gran Depresión, sumergió a la población global en una crisis política, económica y social sin precedentes. Poco a poco, los consensos liberales imperantes, el derecho a la propiedad y el individualismo protestante abrieron paso a nuevas narrativas que auguraban por un Estado interventor y garante en materia de derechos sociales.
Se abrió allí una etapa, que no se tradujo en una forma única de Estado, pero que se caracterizó principalmente por la extensión de derechos sociales y por la intervención del Estado en la economía. Como señala Robert Jessop, el Estado de Bienestar supuso un principio organizador de la solidaridad y de la concepción de los derechos, cuyo sistema suponía seguros obligatorios que cubrían los principales riesgos de la existencia.
Sin embargo, hacia la década del 70 y 80, los Estados de Bienestar se enfrentaron a una crisis, no solo económica (derivada de los procesos de estanflación), sino fundamentalmente filosófica en la manera de concebir y legitimar el Estado. Las narrativas bienestaristas se diluyeron (o perdieron la batalla, pensando en términos de contingencias) frente al neoliberalismo que comenzaba a imponerse no solo como recetario económico, sino fundamentalmente como modo de existencia. Con el neoliberalismo, no sólo se privatizaron los servicios públicos -por citar alguna de las recomendaciones programáticas que trajo aparejada su irrupción-, sino que se produjeron cambios significativos en la cotidianeidad de nuestras prácticas, en nuestras subjetividades. Se privatizaron también los ámbitos micropolíticos, nuestras más ínfimas maneras de relacionarnos con lo social. Frente al ideario de solidaridad y construcción de lo común que surgía como pilar filosófico del bienestarismo (que, en la práctica, encontraba limitaciones relevantes que merecen un artículo aparte), la racionalidad neoliberal instituyó una forma individualizante, meritocrática y mercantilista de lo social, donde el Estado no es que deja de intervenir, sino que lo hace desde una visión empresarial, como activador de más mercado, como potencial viabilizador fundamental de la privatización de todos los órdenes de la vida.
Esa nueva razón, ese nuevo orden, que ha sido hegemónico desde la crisis de los bienestarismos, estipula que la suerte de los individuos en este planeta depende de sí mismos, de su propio esfuerzo, de su capacidad emprendedora, de su eficacia en el gobierno de sí mismos. El traslado de la responsabilidad por los problemas estructurales de las sociedades se mudó así hacia el seno de lo particular. La idea de lo colectivo, de lo común, fue, durante largas décadas, vapuleado en el debate político económico global, con excepciones relevantes como la impugnación al neoliberalismo que tuvieron los gobiernos progresistas de principios del siglo XXI en Latinoamérica.
Pero la irrupción abrupta de una nueva pandemia mundial acaba de generarle una herida a ese orden hegemónico que sólo resta ver cuán profunda es. La propagación del COVID-19, que conocemos como Coronavirus, produjo una ruptura práctica con esas ideas dominantes: la individualidad y el mercado como nociones organizadoras de lo social, se vieron arrasadas ante el avance de la enfermedad.
En línea con Jessop, podemos decir, entonces, que hay ciertos arreglos sociales que tambalean. En Occidente, se produjo una acelerada crítica a los sistemas de salud privatizados y excluyentes propios del modelo neoliberal, y la exigencia de políticas centralizadas y coordinadas como respuesta a la crisis. Lo impensado hasta hace pocos meses: una reivindicación masiva, una demanda popular mundializada de lo público como garante del cuidado ante un escenario sombrío. El mercado, vaya paradoja, sufre una exclusión parcial como ordenador.
En palabras del presidente Francés, Emmanuel Macron, un ahora insospechado bienestarista: “Lo que ha revelado esta pandemia es que la salud gratuita, nuestro estado de bienestar, no son costos o cargas, sino bienes preciosos, y que este tipo de bienes y servicios tienen que estar fuera de las leyes de mercado”. Estos discursos parecen retomar aquella vieja discusión entre liberalismo y bienestarismo que mencionamos anteriormente.
Sin embargo, no es la primera vez que el neoliberalismo colapsa exponiendo sus deficiencias y que los máximos promotores del capitalismo convocan al Estado para alivianar la crisis. Lo que recomendaba el Financial Times hace unos días (ingreso básico universal, más impuestos, más inversión pública, mejor redistribución) nos puede recordar al Informe Sobre el Desarrollo Mundial de 1997 en el que el Banco Mundial hacía referencia a las fallas del mercado y a las capacidades institucionales del Estado. Esa experiencia nos deja un aprendizaje: aquellas críticas al mercado como único ordenador no devinieron necesariamente en experiencias de contraneoliberalización y es por ello que los procesos deben ser pensados también tempo-espacialmente. Quizás, emerja como consenso hegemónico una vuelta al Estado, pero, hacia adentro de esa idea marco, habrán múltiples interpretaciones y acciones que los grandes centros de poder también querrán condicionar. La pandemia es global, pero, así como las maneras de gestionar la crisis son particulares, los escenarios futuros también lo serán.
La enfermedad y el enemigo externo
La épica política que emerge hoy puede recordarnos a otros escenarios de posguerra. La completa biblioteca de Philip Roth, en la que tuve la oportunidad de sumergirme en estos días de ansiedad, retrata a la perfección aquella narrativa norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial.
El enemigo externo era Japón y el orgullo nacional se erigía sobre aquellos soldados estadounidenses que habían dado la vida por su patria. Dice Roth: “La Segunda Guerra Mundial, el gran acontecimiento del que todos, por insignificantes que fuésemos, formábamos parte, la revolución que confirmó la realidad del mito de un carácter nacional que sería compartido por todos”.
Parte de esa épica de guerra parece invocarse hoy en la que todos, frente a un nuevo enemigo externo, somos convocados a una causa común y, en línea con Roth, por muy insignificantes que seamos, nos sentimos parte. Hace unos días, Marcelo Leiras se preguntaba cómo era posible que los discursos parcos y duros que pronunciaba Churchill a principios del siglo XX pudieran conmover de la manera que lo hicieron, haciendo una comparación con la emoción que generan ahora los de Alberto Fernández, pese a anunciar noticias y medidas complicadas. La conclusión de Leiras era sencilla, pero profunda: es la contingencia, la posibilidad de tener un liderazgo fuerte, con conocimiento y criterio para tomar decisiones en un contexto aciago. El alivio de no estar en manos de la improvisación o la ficción mercantil.
El sangre, sudor y lágrimas de Churchill fue utilizada tiempo después por Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial, quien, mediante la aplicación del programa político conocido como New Deal, sacó a Estados Unidos de la gran depresión económica originada por la crisis del 29, a la que hacíamos referencia al principio. Sin embargo, aquel nacionalismo devino para la sociedad norteamericana en Macartismo, nombre con el que se conoce a la persecución anticomunista impulsada por el senador Joseph McCarthy. El enemigo externo norteamericano, y luego también europeo, tomó las formas de políticas neoliberales xenófobas y segregacionistas. ¿Qué harán nuestras sociedades hoy con estos sentimientos de comunidad y causa común?
Oportunidad o deserción
Muchos filósofos hoy se preguntan sobre el futuro y las consecuencias de esta pandemia. Algunos como Zizek, con aferrado optimismo, ven en esta crisis global el renacimiento de una nueva sociedad. Otros, más pesimistas, descreen de la posibilidad de que esta pandemia traiga consigo cambios positivos en el sistema. Esta nota de opinión se encolumna con aquellas posturas que entienden este nuevo escenario, tan novedoso para todos, como una oportunidad sin garantías de éxito.
Quizás este nuevo virus no nos mate, pero la crisis actual presenta los síntomas de una enfermedad letal: el neoliberalismo. Como todo enfermo, nuestras sociedades podrán tomar dos caminos alternativos: ignorar sus síntomas (como buenos pacientes negacionistas) o escucharlos y tratarlos. Las críticas al neoliberalismo, sin embargo, se erigen en algunos contextos como idealización de sistemas políticos que han respondido “efectivamente” ante el virus, pero cuyo control estatal roza los límites de la democracia.
El caso de China con un estado totalitario y centralizado, o el de Corea del Sur, entre otros, muestran cómo, en nombre de la salud y la urgencia, se ponen en función dispositivos de vigilancia que, sin lugar a duda, no son nuevos, pero, como bien señala Paul Preciado, se normalizan en sociedades gobernadas también por el miedo.
Otro tanto se podrá decir respecto a la violencia institucional. Entre el control a los precios abusivos y el control de los cuerpos, podemos pensar proyectos alternativos democráticos, solidarios e igualitarios.
Tal podría ser el caso de Argentina. El gobierno goza, en la actualidad, de muy buena aceptación (incluso, por parte de sus opositores) que se explica, en parte, por la respuesta rápida y efectiva ante un contexto de crisis. La gestión política argentina frente la pandemia es ejemplo en distintas partes del mundo. Nuestra oportunidad quizás sea lograr encarnar esta legitimidad en un proyecto democrático y garante de derechos políticos, sociales y fundamentalmente humanitarios.
Las políticas del gobierno argentino dirigidas a los sectores más vulnerables, así como la advertencia con la que el presidente se refirió a los empresarios que despiden gente o suben precios, podrían marcar ese camino. El diálogo con el resto del arco político argentino parece abrir también expectativas a una parte de la población que se mostraba reacia al peronismo y a políticas distribucionistas.
Esta pandemia invita a pensar también si existen salidas individuales y heroicas, dignas de aquel personaje que interpreta Will Smith en Soy Leyenda (un hombre que sobrevive a una pandemia mundial y lucha para encontrar la cura a un virus mortal), esta vez, con litros de alcohol en gel, rollos de papel higiénicos y acuarentenados; o si, más bien, nos obliga a pensarnos colectivamente, cooperativa y solidariamente, exigiendo un Estado presente que vele por todos.
Al mismo tiempo, se ha conocido en estos días que, entre los pocos ganadores de esta crisis, además de los supermercados y las farmacéuticas, figuran el ambiente (dada la baja abrupta en los niveles de contaminación) y las otras especies con las que convivimos. Aquí, también surgen planteamientos filosóficos potentes que permiten imaginar otros proyectos comunitarios de cuidados globales, que merecen atención.
Lo que queda claro es que algo se quebró fuertemente en nuestro modo de existir y emergen así oportunidades para pensar y pensarnos distintos.
* Por Matilde Bustos para La tinta / Imagen de tapa: La tinta