“El terrorismo tiene figura masculina”

“El terrorismo tiene figura masculina”
25 marzo, 2020 por Redacción La tinta

En este 44° aniversario del último golpe cívico, militar y eclesiástico de Estado, entrevistamos a Ana Mohaded para evocar su tiempo como militante en los años 70 y como víctima de la represión en Córdoba. Desde su casa, echó a rodar, a través de un celular, la memoria que mantiene activa en toda su historia de vida y de lucha.

Por Redacción La tinta

“La alfombra resultó también hecha de restos de otras alfombras, pero cada hilo se ve nítidamente. Cada hebra canta una nota distinta. Cada una, cosida con otras, es todavía ella”. 
Circe Maia (“La pesadora de perlas”) 

Ana Mohaded es docente, actualmente, decana de la Facultad de Arte de la Universidad Nacional de Córdoba, con su tonada catamarqueña, nos hace audios que achican la distancia, en medio de esta crisis sanitaria, que nos obliga a poner en el centro la vida y quedarnos adentro. Parece que estuviéramos tomando mate juntas, despliega sus recuerdos y los echa a rodar entre los celulares que nos acercan.

Intercambiamos mensajes, el mismo 24 con su voz cálida entre estas pantallas, se presenta como militante de derechos humanos, documentalista, mamá de dos maravillosas jóvenes y abuela. Cerca de los 60 años, se siente una mujer con esas múltiples pertenencias interconectadas en comunión y tensión a la vez, siempre.

Militar en Córdoba en los años 70

La invitamos a traer la memoria de los movimientos revolucionarios de nuestra provincia en aquellos años, sobre todo, pensando en los espacios disponibles o accesibles en Córdoba para las mujeres. En un contexto donde eran quienes sostenían el orden doméstico por mandato patriarcal, y sobre el cual no había cuestionamientos y, menos aún, consensos sociales para la participación política de ellas. Quiénes eran las mujeres que podían militar y de qué manera lo hacían. “Debo decir que no he reflexionado de manera social sobre este tema, de modo que no tengo una mirada abarcadora, pero lo voy a plantear desde un lugar mucho más personal y diré que, en ese momento, mi mirada naturalizaba lo que sucedía. Podría decir que, en aquel tiempo, la militancia apareció como una necesidad, una emergencia, como una posibilidad ineludible casi y, además, como un derecho», cuenta.

«Yo encontré mi lugar ahí, era una joven adolescente, entonces, desde ahí, tomé la militancia como el lugar más cómodo de mi vida, no me cuestionaba qué era lo que no podía ser, sino qué era lo que sí podía ser. Y quisiera decir que, más que hablar de cuáles mujeres podían militar y cómo lo hacían, creo que todas y cada una, en su lugar, siempre hemos encontrado modos de militancia, algunas veces, más activas y visibles o de militancias más extendidas y, otras veces, de modos más invisibles”.

Ana trae una foto mental, dibuja la figura de su mamá a través de este audio, la recuerda vestida con pantalones largos, fumándose un cigarrillo en la vereda de un pueblo muy chiquito, en esa época, dice, repite, en esa época, esa imagen era un modo de resistencia política.


Continúa Ana contando que “sí es importante decir que, en aquel momento, los partidos políticos eran un espacio dirigido por varones y las mujeres no tenían lugar. Nuestra protesta, incluso contra los partidos desde la militancia de izquierda en los 70, fue irreverente en todos los sentidos e, incluso, para nosotras. En algunos espacios de izquierda, ni siquiera se preguntaba si eras varón o mujer, pero esto es, en mi experiencia, posiblemente, porque el grupo en el que yo militaba era menos verticalista o quizás porque yo no he alcanzado a mirar eso, era adolescente. Pero sí hay otras memorias que plantean las tensiones que existían dentro de la militancia de izquierda”.


Interrumpe el audio y envía unas fotos, son los pañuelos y flores rojas que colgó en la puerta de su casa, en uno de ellos, dice: “No podrán detener la primavera”.

Después, sigue, “creo que la edad, en ese tiempo, funcionó como un principio de irreverencia, tengo registros de otras historias, por ejemplo, hay compañeros que me contaban hace poco, ellos eran más grandes, tenían familia con hijos e hijas, y recuerdan que, en las discusiones de conducción, una compañera les discutía que ella estaba cansada de actitudes en el hogar como que el compañero no le lavaba los calzones a ella, mientras que ella sí a él. Esa discusión sobre lo doméstico en el espacio de lo público, en aquel tiempo, es para asombro, porque había demasiadas cosas naturalizadas. Imaginate, eso, en ese momento, hacía poner todas las alertas de qué es lo normal y qué es compañerismo y cómo se construye eso”.

—¿Cuáles eran los límites dentro de la militancia para las mujeres? ¿Qué lugares ocupaban y cuáles no? ¿Quedaban evidenciadas relaciones de dominación en las lógicas de participación? ¿Qué tipo?

—Para mí, la militancia, como yo la concebía, no le veía limitantes, sino, en todo caso, habilitantes, como un espacio que me habilitaba para una incidencia respecto de todo el sistema en relación a los órdenes políticos, económicos y socioculturales. Los límites de las mujeres en la militancia tenían que ver con los límites de la sociedad en general. Eran pocas las que salían a trabajar, menos las que tenían trabajos reconocidos y remunerados. Pero sí hubo varias fábricas que tenían mujeres y construyeron una línea de trabajo en relación a la organización sindical muy importante. En muchos casos, los compañeros eran los dirigentes sindicales y las compañeras acompañaban de manera silenciosa, pero de una manera fundamental para que esa lucha se diera.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Estar detenida en un Centro de detención, tortura y exterminio

Me detuvieron el 11 de noviembre de 1976, íbamos caminando con una compañera de filo, yo era de artes, y otro compañero de medicina. Tres jóvenes, caminando a las 5 de la tarde por Barrio Alto Alberdi, y vimos que venía la patota. Caminar de a tres era audaz. Militaba en la Corriente Universitaria por la Revolución Socialista (CURS), emparentada políticamente con la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO). Nos llevaron directamente a La Perla, a los otros dos compañeros los pasaron rápidamente a la cárcel, a mí, después de un tiempo, me trasladaron a la cárcel de San Martín y me pusieron bajo el Poder Ejecutivo Nacional a finales de diciembre. Luego, estuve un año en el Buen Pastor sola, aislada. En el año 82, me llevaron a la cárcel de Devoto. Salí en diciembre de ese año”.

—Según el Informe Nacional sobre Desaparición de Personas, el 33% del total de desapariciones fueron mujeres. Nos ha llevado tiempo como sociedad hablar de la violencia específica que se expresó en los cuerpos de las identidades feminizadas. María Sonderéguer, coordinadora de la investigación “Análisis de la relación entre violencia sexual, tortura y violación a los derechos humanos”, publicado por la Universidad Nacional de Quilmes, plantea que el castigo de la dictadura hacia las mujeres era no sólo por “subversivas”, sino también por ir en contra de lo que la sociedad patriarcal esperaba de ellas por ser mujeres. Recuperando tu experiencia de militancia y detención, ¿creés que fue así?


—Es claro que el terrorismo de Estado estuvo sostenido por los varones. Ayer, vi un pequeño video del Colectivo Historias Desobedientes de Familiares de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia, los relatos son de padres y abuelos torturadores, hay una sola persona que menciona el silencio de su madre. El terrorismo tiene figura masculina, es un varón, es como la canción feminista que se viralizó, “El violador eres Tú”. Aunque había un par de mujeres dando vueltas, la Cuca Anton, en general, los que sostuvieron el terrorismo de Estado fueron varones. Alguien podrá decir era lógico, eran ellos los militares, pero yo no sé si hubiera sido otra la composición de los ejércitos, si hubiésemos llegado a ese nivel. Todo esto es contrafáctico, pero, afirmo, el terrorismo tiene bota de varón.


Tiene fusil empuñado por varones, tiene picanas sostenidas por manos varoniles, golpes que eran realizados por manos masculinas, vendas puestas por ellos. Ellos ejercieron la violencia, el asesinato, los secuestros, las apropiaciones ilegales. Y, por otro lado, la resistencia tiene nombre y rostro de mujer: las madres y abuelas, aún cuando hubo compañeros y padres abuelos, es muy significativa esta dicotomía.

Tengo la percepción de que, cuando ellos se enfrentaban a nosotras, al menos yo, no he sentido que me miraban distinto por mi condición de mujer, aunque sí tenía mucho más para perder en ese entorno. Creo que ellos percibían nuestra fuerza como militantes, como mujeres empoderadas y es ahí que ellos no se sentían habilitados a decirnos algo sobre nuestro lugar en la casa, yo no lo he escuchado, quizá porque yo me sentía par con mis compañeros.

Ana habla pausada, va hilvanando sus recuerdos, entramados en los recorridos más dolorosos de esa memoria, volver al horror de su tiempo de detención. Ana sigue enviando audios y dice de una manera tranquila.

—Sonderéguer también afirma que hubo un plan sistemático, planificado y aplicado en casi todas las detenidas, en los diversos Centros Clandestinos de Detención (CCD) del país. ¿Por qué creés que, durante tantos años, se hizo silencio sobre la violencia sexual cometida en las detenciones y torturas que, hace poco, empezaron a juzgarse en los juicios como delitos de lesa humanidad?

—Creo que, en esto, aparece una cuestión general de lo que las mujeres vivimos en relación a las violencias. Cuando alguien va a narrar una violencia, se la mira en ese lugar de exposición y fragilidad, es como una doble exposición, una doble fragilidad y una sensación de indefensión, no encuentro las palabras, es una doble, triple, cuádruple exposición.

Siempre es difícil exponer la violencia que aparece por tu condición de mina, que aparece como una violentación individual y del orden de lo privado, creo que eso es lo atroz, tener que reconocer esa terrible situación. Porque el golpe, el dolor tiene una dimensión, pero la vejación, la violencia sexual tiene un nivel de repugnancia sobre el mismo recuerdo, que entramos en lo inenarrable y, ahí, me quedo sin palabras.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Testimoniar

—En la Megacausa La Perla/La Ribera, sí se juzgaron los delitos sexuales como delitos de Lesa Humanidad, tratados como tales y no simplemente bajo la figura legal de tormentos. Hubo siete condenas por abuso deshonesto, figura jurídica que se refiere a actos sexuales que atentan contra la libertad sexual y no necesariamente llegan a la penetración. También los militares fueron juzgados y condenados, por primera vez en Córdoba, por el robo de bebés. Vos fuiste testigo en esa Megacausa, ¿qué significó y significa eso en tu vida?

Yo siento que he sido testiga desde que salí de la cárcel, primero, yendo a hacer las denuncias a los organismos, luego, a CONADEP, luego, en el primer juicio a la Junta Militar, después, tratando de pelear que no se cerraran los juicios. Son trayectos y, luego de tantas idas y venidas, la reapertura de los juicios. Que, como sociedad, pudiéramos condenar, construir el día 24 de marzo, de memoria, verdad y justicia. Eso fue una síntesis de años de lucha, un enorme reconocimiento a los pañuelos blancos. En ese momento, en mi vida, fue como redoblar el sentido de la vida, la memoria de mis compañeros y compañeras, no solo los 30.000, sino aquellos con nombre y apellido, con rostros, a los y las que extraño, con las que quisiera estar ahora.


Que el Estado argentino ponga en acción un juicio en el cual los genocidas van presos, para mí, era también, en lo personal, sanador y liberador. Me permitió dejar de lado esa constante cuestión en la que estaba guardando los nombres para el momento en que se pudiera trabajar, ya está, ahora es el Estado el que se encarga, ya no dependía solo de nosotras y nosotros. Podríamos, entonces, ponernos a trabajar codo a codo en todos los demás derechos, en la educación, salud, los pañuelos verdes, el arte. Si no, lo otro era una cuenta pendiente, algo que estaba ahí y no se terminaba de cerrar. Yo sentí que descansé, ya no era la custodia de esa memoria, sino que estaba el Estado haciéndose cargo.


—En 2008, estrenó el documental “Palabras” donde, en primera persona, relata las vivencias de testigos, en un ejercicio personal y colectivo, de lo que implicó ser parte de los juicios. Comienza preguntando: “¿Para quién es el juicio? y vos respondés que «el olvido sirve para protegerse. ¿Y la memoria para qué sirve?». En todos estos años de compromiso por mantener la memoria activa, ¿para qué nos ha servido la memoria? ¿qué nos queda aún como desafío?

La memoria, en sentido amplio, construye, proyecta y reclama un rol protagónico en la sociedad y en la propia vida. Siempre la memoria fue, para mí, una inspiración grandiosa sobre a dónde ir. Yo necesité reconocerme de donde venía, en la historia del pueblo, reconocer mis ancestros ligado a lo árabe, pensar en los pueblos palestinos ahora. En las épocas de los 70, yo estaba muy impresionada por la historia del anarquismo y con la lucha del movimiento obrero.

A veces, siento que se toma con liviandad la memoria, como si fuera algo partidario circunscripto al terrorismo de Estado y no como algo constitutivo, constituyente de cualquier protagonismo social o personal. Me gusta pensar, como alguna vez escuché de una comunidad originaria que ahora no recuerdo, que la memoria es lo que tenés al frente de tu vista, es lo que ya sabés, el futuro está hacia tu espalda. La memoria es la que te indica cómo moverte y hacia dónde ir. Me parece hermosa esa metáfora.

Ya hacia el final, Ana compartió las fotos de los pañuelos que había pintado su nieta y compartió un video de la marcha del año pasado. Aquí, un fragmento del documento leído por ella, esa memoria de la calle, del encuentro, del abrazo, a la que, pronto, volveremos.

“En cada abrazo colectivo, afirmamos y repetimos que hay algo que no nos van a poder quitar, nunca, la alegría de la participación política, del abrazo compartido, de salir a la calle, de marchar hasta vencer. Una alegría que nos viene de todas las resistencias históricas de nuestros pueblos que levantan el amor como bandera, como nos enseñaron las viejas, con la tenacidad de sus pañuelos blancos. Hay otro camino, la patria que nosotros y nosotras soñamos, la que soñaron los 30.000. Es patria justa libre y soberana que vamos construyendo con cada abrazo, una patria que tiene sentido y que es posible realizar, en la que quepamos todos y todas, una patria que nos espera con los brazos abiertos y hacia ella vamos. Arderá la memoria hasta que todo sea como lo soñamos”.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

*Por Redacción La tinta.

Palabras claves: Ana Mohaded, Día de la Memoria, Dictadura Cívico-Militar

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