El método Córdoba: legado de un fuera de serie
A Daniel Córdoba, autor del taller “Física al alcance de todos», le fastidiaba que se relacionen los méritos académicos con la genialidad, combatía para democratizar el acceso a la ciencia y se negaba a creer que era un distinguido. Sin embargo, su manera de trabajar nos deja una enseñanza tan potente que se hace insoslayable destacar su inmensidad.
Por Franco David Hessling para La tinta
Así razonaban todos los profesores concienzudos.
Y así razonó y actuó Joseph Jacotot, en sus treinta años de profesión.
Pero ahora el grano de arena ya se había introducido por azar en la maquinaria.
No había dado a sus «alumnos» ninguna explicación sobre los primeros elementos de la lengua.
No les había explicado ni la ortografía ni las conjugaciones.
Ellos solos buscaron las palabras francesas que correspondían a las palabras que conocían
y las justificaciones de sus desinencias.
Ellos solos aprendieron cómo combinarlas para hacer, en su momento, oraciones francesas:
frases cuya ortografía y gramática eran cada vez más exactas a medida que avanzaban en el libro;
pero, sobre todo, eran frases de escritores y no de escolares.
Entonces, ¿eran superfluas las explicaciones del maestro?
O, si no lo eran, ¿a quiénes y para qué eran entonces útiles esas explicaciones?
-Jacques Rancière en El maestro ignorante
Jacques Rancière dedica un libro completo a proponer los alcances del método Jacotot, a través del cual aquel pedagogo francés demostró que las posibilidades de aprender estaban en cada uno antes que en la intermediación con el saber que hacen los profesores. Jacotot logró que un grupo de estudiantes holandeses comprendieran un libro en francés sin que ellos manejaran ese idioma y sin que él comprendiera el holandés.
Que nadie se equivoque, no es que Daniel Córdoba no haya sabido de física, aunque, igual que Jacotot, jamás tuvo temor en mostrarse perfectible, inacabado e ignorante. Y fue el reconocimiento de esas limitaciones lo que potenció su rol docente, aquel que cultivó durante toda su vida y que lo consagró como un formador de talentos de élite, pero, sobre todo, como un puente entre las ciencias exactas y los jóvenes, un romance que antes parecía reservado sólo para algunos “cerebritos”.
Es cierto que, con su taller “Física al alcance de todos”, surgido como propuesta extracurricular del Instituto de Educación Media de la Universidad Nacional de Salta (UNSa), logró que muchos estudiantes de Salta y del interior profundo llegaran a renombrados centros especializados de formación, entre ellos, los Institutos Balseiro y Sábato de la Comisión Nacional de Energía Atómica, pero no es menos cierto que el objetivo principal que desnuda el nombre del taller se cumplió con creces, al punto tal que la cantidad de chicos y chicas que pasaron por las aulas del profe Córdoba se cuentan por miles.
Por supuesto que Daniel Córdoba no era de aquellos destacados en su oficio que encuentran cuanta excusa hay dando vueltas para decir que “la juventud está perdida”. Tampoco era de los que creen que para hacer ciencia se requiere cierta genialidad, tal como dejan entrever muchos catedráticos de las llamadas “ciencias duras”, quienes parecen esforzarse por hacer ininteligibles sus planteos, de forma tal que se termine por asumir que sólo los agraciados en el manejo del complejo mundo de los cálculos y enunciados matemáticos podrían entender y resolver ciertos problemas científicos.
El método Córdoba, una sofisticación localizada de la mirada que Ranciére destacó en Jacotot, desmitifica -ya desde su estructura- tanto la demonización de la juventud como la elitización de las ciencias exactas: el taller se dictaba los sábados por la mañana, no incluía evaluaciones que marginen o individualicen con calificaciones y se recibía incluso a quienes no tuvieran la más remota idea sobre física.
Probablemente, ninguna propuesta pedagógica de aquellos que honran lo que Sokal y Bricmont denominaron “imposturas intelectuales” tenga el más mínimo éxito si se ofrece los sábados por la mañana y no obliga de ninguna manera a los asistentes. ¿Quién podría imaginarse que adolescentes, por voluntad propia, se levantaran temprano los sábados para ir a aprender física? Aunque el profe nacido en Jujuy, pero radicado en Salta desde la juventud, lo conseguía semana a semana, también reconocía, solapadamente, que era una atipicidad y que, por eso, más tarde o más temprano, esos jóvenes podrían optar por otras opciones más “divertidas”. Debido a ello, en lugar de implementar maneras que hicieran que sus estudiantes se vieran coaccionados para asistir, los mencionaba cariñosamente como una “especie traidora”.
El aspecto humano en la enseñanza de una ciencia que se presupone tan fría como la física resultó otro rasgo distintivo del método Córdoba. Al punto tal que la traición que esperaba socarronamente no llegó jamás, al contrario, aunque algunos de sus estudiantes se convirtieron en conspicuos científicos desperdigados por Argentina y el mundo, siempre que podían se contactaban con el profe, lo visitaban en Salta, asistían al taller y llenaban de expectativas a las nuevas generaciones de estudiantes. Por eso, Daniel nunca necesitó obligar a nadie, porque la manera de mantener cautivos a las y los asistentes del taller se asentaba, entre otras cosas, en los sobrados frutos que daban testimonio de la importancia de sostener los valores que se aprendían en ese espacio.
Entre otras cosas, el método consiste en acordar en que no cabe lugar para aguardar genialidad, que lo que hay que hacer, en ese y en cualquier ámbito de la vida, es trabajar, esforzarse, ser disciplinado y no bajar los brazos cuando avienen adversidades. Fundamental en ese aspecto era el ejemplo propio que se veía en Daniel: sus clases nunca eran iguales, siempre buscaba nuevos ejemplos, ahondaba en temas de coyuntura, revisaba materiales que antes no había usado y se preocupaba por no estancarse. Como profesor, era un trabajador incansable, que distaba en sus labores de las comodidades de un conferencista y las vanidades de un divulgador que se limita a exponer, sin crear ambientes de aprendizaje cooperativo.
Todo lo dicho hasta aquí sobre su trabajo se potenciaba por el relieve de su humildad. En el método Córdoba, se evacúan toda altivez y pretensiones de superioridad. La primera vez que me tocó entrevistarlo, después de muchos meses en los que él me escribió felicitándome por artículos míos que leía con más atención que mis propios editores, cometí el error de sugerir que su trabajo hubiera sido imposible sin que él lo llevara a cabo, como si el taller dependiera de sus características personales, de sus rasgos de tipo diferente. Me sostuvo la mirada unos segundos, trasluciendo cierta decepción, y me dijo: “No, esto se mantiene porque logramos juntarnos los que creemos que a la ciencia hay que acercarla a todo el mundo”. Contumaz, insistí en mi tesitura diciéndole que, sin embargo, un trabajo sostenido como el que él encabezaba no era algo común. Volvió a mirarme fijo, ahora con cierto aire complaciente, y retrucó que era una pena que ese tipo de experiencias no fuera común. “Acá no hay nadie que sea genio, pibe”, sentenció.
En ese momento, entendí que su humildad era genuina y que, como contracara, tenía otro rasgo complementario que hoy podemos hacer extensivo al método Córdoba que nos legó: el tesón. A pocos años de haber empezado con los encuentros extracurriculares, a mediados de los 90, las autoridades de la UNSa entendieron que su propuesta era “elitista” porque la excusa formal era preparar estudiantes para competir en las olimpiadas de física. Aunque suene increíble a la luz de todo lo que sabemos hoy que significó el taller de Córdoba, la prohibición no morigeró al profe, quien sostuvo los encuentros en la clandestinidad hasta que, tarde como siempre, se hizo justicia con su trabajo y logró recuperar el espacio institucional que le había sido vedado por algún “visionario” que manejó los rumbos de la universidad salteña en aquellos años.
Pese a que, desde hacía tiempo venía consiguiendo fomentar ese romance entre la ciencia y la juventud que, insistamos, algunos quieren hacer ver como imposible o muy poco frecuente, el profe Córdoba empezó a ser reconocido sólo cuando algunos de sus estudiantes comenzaron a integrar la marquesina nacional de científicos de fuste. Egresados y docentes de institutos del más alto valor, la cantidad de pibes que formó Daniel y que luego pasaron a integrar la élite de la comunidad científica llamaron la atención, por fin, de la prensa y de la sociedad.
Entonces, proliferaron los artículos, las notas y hasta las propuestas para escribir su biografía -yo mismo me postulé, algo que él agradeció y prometió pensar, pero nunca contestó, evitando con gran astucia decirme un contundente “no”-.
Las consecuencias de su trabajo fueron tan valiosas que el profe Córdoba pasó a ser un personaje que concitaba el más solemne respeto entre quienes lo evocaban, razón por la cual ya no hubo “visionarios” que se atrevieran a entorpecer su trabajo. De hecho, hubo entidades empresariales nacionales de gran capital que, cuando empezó a combatir contra el cáncer, le facilitaron artefactos tecnológicos para que el tratamiento de su enfermedad no interrumpiera la continuidad del taller. De todas maneras, nunca recibió apoyos gubernamentales que estimulen seriamente el crecimiento de su propuesta, tanto así que no se han replicado experiencias similares ni en la provincia ni en el país. Y aquellos proyectos que pueden asemejarse en términos de dinámica de trabajo, en nada se parecieron al método Córdoba de enseñanza, que incluía, además de cuestiones didácticas, la contención humana al punto de que Daniel llegó a pagar de su bolsillo comida y pasajes de colectivo para sus estudiantes con menos recursos.
Solía hablar de vez en cuando con él, cuando lo cruzaba en la UNSa, cuando chateábamos sobre algún tema de interés común, cuando generosamente leía algo mío y lo comentaba. Hace poco, antes de sus últimas recaídas, le insistí en que era importante escribir su historia antes de que la finitud de la materia finalmente nos arrebatara su presencia física para siempre.
—De todas maneras, alguien la va escribir, profe, ya sos una celebridad.
—Ya sé que vos la escribirías con mucha dedicación. Pero me gustaría, pibe, que me ayudés en otra cosa. Tengo otra preocupación -redireccionó el debate.
—Obvio profe, lo que vos quieras.
—Me preocupa el taller. No sé, no tengo seguridad sobre qué vaya a pasar cuando yo ya no esté.
—¿Me imagino que usted, profe, quiere que siga, no?
Asintió. Estaba a semanas de que la enfermedad finalmente le pusiera un freno definitivo a su vida y no le interesaba que alguien contara su historia, lo que le interesaba era que su legado pedagógico no se interrumpa. Esa capacidad de mirar más allá, de ponerse por detrás de lo trascendente, es el elemento sustancial más potente de lo que Dani nos dejó, de su método Córdoba.
* Por Franco David Hessling para La tinta / Imagen de tapa: Infobae.