Copacabana, el camino de la Palma Caranday
Por Eugenia Marengo para La tinta
A 137 kilómetros al noreste de la ciudad de Córdoba, en el poblado de Copacabana, departamento de Ischilín, no hay nadie que no sepa cómo trabajar la palma Caranday. Desde canastos hasta escobas, la gente de Copacabana con apenas unos 300 habitantes, en esta comuna de artesanos y artesanas campesinas, admite llevar el tejido en sus manos desde antes de nacer.
El invierno invita al fuego para hacer el encuentro, al mate compartido, al tejido de las abuelas y la radio encendida hasta en la hora de la siesta. El invierno nos deja otros colores a través del camino serrano que, de a poco, va asomando los primeros matices colorados de los Orcos Quebrachos. Para entrar a Copacabana, por la ruta nacional 38, se toma un desvío al este, en el paraje llamado Las Lajas y, desde allí, se recorren 26 kilómetros de tierra hacia el poblado. En esta época, el monte aún permanece espolvoreado de la tierra seca que se deposita en sus hojas. El camino se va abriendo al oriente, descubriendo otros paisajes que conectan parajes hoy casi despoblados, Maza, San Antonio de Nunsacate y Copacabana. Entre paredones arcillosos y rojizos, la palma de Caranday aparece acompañando el recorrido, como un indicio que aventura a reconocer la llegada al pueblo de los y las artesanas.
Es cerca del mediodía, el silencio se extiende como las casas a lo largo del camino. “Hay canastos”, se puede leer de manera recurrente y así vamos encontrando este detalle en la mayoría del poblado. Solo falta adentrarse un poco más para escuchar a los canarios que quiebran el sigilo desde adentro de los hogares. Los primeros en saludar son Soña y José, al lado de su casa tienen un bar y despensa, y, a pesar del frío, el tejido y el mate los reúne en el patio.
“Somos nacidos y criados acá, como toda mi familia”, dice José mientras muestra los lazos que se hacen de la hoja de la palma. “Esto del tejido viene seguro desde mis bisabuelos, lo hemos aprendido así, en la trasmisión familiar”.
Las hojas de la Caranday se extienden como un gran abanico verde grisáceo, cubiertas de una fina capa de cera. Aparecen como islas en medio del bosque serrano, la palma se encuentra en el norte de Córdoba, San Luis y el oeste de Uruguay, su altura varía entre dos y seis metros. Se estima que las formaciones actuales son el resultado de la tala intensa, los incendios y el sobrepastoreo. La palma de Caranday puede rebrotar tras un incendio forestal con facilidad, pero se tarda unos cuatro o cinco años para poder utilizar sus hojas en el tejido.
“Puede haber cien palmas, pero, para trabajar, quizás sólo sirven veinte”, explica Soña, mirando hacia el monte, donde el material de trabajo parece abundante. “Uno ve, toca y corta. Hay que buscar, no es fácil, porque la planta sale con hojas duras o blandas, y con la dura no se puede trabajar. No tiene que ver con los años que tenga la palma”, y enseguida inicia el recorrido imaginario. “Uno se mete al monte con un gancho, cortamos y tiramos. Hay que tener mucho cuidado porque tiene una espina tremenda, es peor que si te picara una abeja el dolor que te da. Tenemos que cargar en un caballo para poder traerla. La traes verde y la extendemos en una soga para el secado”.
El corazón de la palma se llena de unos brotes amarillos que bordean la planta. A veces, se usa para matizar el color del tejido, “pero no se deben cortar -aclara José- porque, si bien la planta no muere, la Caranday nunca más vuelve a regenerar sus hojas”.
Las ventas se organizan por encomienda o directamente la gente se acerca al lugar. El problema es que no hay colectivos que entren a Copacabana y tampoco hay señal de teléfono, si bien existe una cabina pública, sus pobladores se las tienen que ingeniar para conseguir alguna señal con el celular. José cuenta que los puntos de ventas son, más que nada, los regionales de las zonas y que hace un tiempo pusieron una antena en el pueblo de Chuña, lo que les acerca un poco la señal, aunque la única posibilidad es desde arriba del techo de la casa. “Antes, teníamos que hacer unos cinco o seis kilómetros para lograr señal”, ahora es cuestión de tomar impulso.
Soña y José se despiden junto a su hijo de doce años que, como todos en el pueblo, aprendió jugando a tejer. En la escuela, enseñar el oficio no tiene sentido, pero reconocen que, entre los y las jóvenes hoy, se ha perdido un poco el entusiasmo, aunque lo saben, no lo practican como antes, el trabajo, admiten, se ha desvalorizado y tampoco se paga lo suficiente.
Marisa tiene 49 años y, al igual que sus vecinos y vecinas, ha emprendido el oficio desde niña a través de la enseñanza de su madre. En su casa, tiene algunas cabras y dos tendales desde donde cuelgan las hojas de la palma para secarse. “Todos los que vivimos aquí sabemos tejer, pero, mayoritariamente, somos las mujeres las que hoy tejemos. Muchos se fueron porque aquí no hay buena venta, pero siguen siendo artesanos”, advierte Marisa y trae una foto de su tío rodeado de un montón de canastos hechos por él cuando vivía en Capilla del Monte, “toda la vida vivió de la artesanía de la palma”.
El proceso de recolección, preparación y tejido lleva su tiempo. En cada casa, existen tendales donde se cuelgan las hojas y permanecen allí unos cuantos días para secarse. Durante el invierno, el secado puede tardar hasta unos veinte días. “La palma hay que cortarla verde y dejarla un tiempo bajo la sombra, el trabajo tiene que ser en seco, porque, si no, se afloja. Todo el año se pueden cosechar”.
Marisa hace artesanía en fino: paneras, costureros, posa pavas, posa fuentes, etc., que le lleva a Martín, el artesano que tiene el puesto en la feria de Capilla del Monte y también suele trocar con vendedores o compradores que van directamente a su casa.
Hace un tiempo, conformaron la Asociación de Artesanos de Copacabana. Esta iniciativa fue impulsada por la Universidad Nacional de Córdoba. “Hemos salido con puestos a San Marcos Sierras y Córdoba. Ahora no estamos saliendo, es difícil por los traslados”, explica Marisa y comenta que, durante el año pasado, ha dado talleres de cestería en Capilla del Monte.
El transporte es una limitación para poder salir con los productos, por esta razón, Marisa reconoce que mucha gente se ha ido. “No es fácil aquí la vida, está muy duro, porque con esto no se puede vivir, escasamente alcanza para comer”, y desea que puedan volver a proyectarse en la Asociación con más productos, “un lugar donde haya dulce, pan, artesanía. Me gustaría que siga adelante, que nos pongamos en campaña para seguir. Cuesta mucho, pero, de a poco, vamos a ver qué pasa”.
Tradicionalmente, se han utilizado diversas partes de la palma, por ejemplo, por cocción del follaje nuevo se obtiene cera vegetal, la colana, hebra que se obtiene de las hojas, también se vendía para hacer cerda de cepillos o escobas. Y hace unos años, en San Pedro Norte, departamento de Tulumba, funcionaba una fábrica que utilizaba esa fibra para la confección de suelas de alpargatas. Un ejemplo del aprovechamiento sustentable de la materia prima, ya que no es necesario matar a la palma para su uso.
En Copacabana, algunas familias tienen sembrados y cabras, una producción de subsistencia familiar. El fruto de la Caranday aparece entre enero y marzo, es una drupa carnosa y amarillenta que le gusta mucho a los animales y, además, machacada en agua y fermentada, se utiliza para destilar aguardiente.
El agua ha sido otra de las problemáticas que han tenido que resolver. Una parte del poblado se abastece del pozo que se hizo en la escuela, la otra, en el extremo norte, donde vive Marisa, está comenzando a abastecerse de una toma de agua que se ha hecho en conjunto con el INTA.
“Trabajamos entre todos los vecinos y vecinas, son doce familias las que se proveerán de la vertiente”. A Marisa ya se le habían secado dos pozos, recién ahora se ha logrado distribuir el agua con una bomba que llena un tanque en lo alto de un cerro.
Cada lunes, sale una combi de la comuna para la ciudad de Dean Funes, ubicada al norte de la provincia. Desde ahí, los y las vecinas se organizan para hacer trámites, compras y consultas médicas específicas. “Estamos, dentro de todo, bien, en la lucha”, aclara Marisa y, ya en el patio, extiende sus manos para mostrarnos los distintos tipos de hojas que tiene la palma.
“En mi caso, es medio delicado porque tejo cosas finas, cada artesano teje con su palma adecuada y a mí me cuesta mucho conseguir, escasea y hay muchos tejedores también”. Las manos son todo. Curtidas de viento y saber, distinguen al tacto inmediato el material conveniente para cada uno.
El monte, lo privado y la recolección
El Valle de Copacabana estuvo poblado por aldeas de Comechingones hasta la llegada del español, quedando sus últimos pobladores reducidos en la aldea de Nunsacat. Hoy, se encuentra la estancia Copacabana, la más conocida del lugar, dentro de la cual está la iglesia “Nuestra señora de Copacabana”, construida en 1842. A fines del mes de enero, durante nueve lunas, se celebra la fiesta del pueblo que concluye el 2 de febrero, en torno al casco de la estancia y la iglesia. Música, regionales, comidas, un encuentro entre su gente y visitantes que nunca faltan.
Sin embargo, entrar hasta allí implica abrir una tranquera que reza “propiedad privada”, si bien no hay inconvenientes al pasar, esta realidad privativa nos lleva a recordar a sus antiguos pobladores, que han dejado sus vestigios en pictografía, aleros, morteros, y se estima que el trabajo de la palma también. En las últimas excavaciones arqueológicas realizadas entre los años 1989 y 1993, se pudo constatar que estas tierras estuvieron pobladas desde hace más de 6000 años. Parte de estos sitios se pueden recorrer con dos guías del lugar.
Hoy, lo comunal pervive en la práctica de la cestería. Ningún artesano es dueño de algún campo, pero necesitan entrar para obtener el material de su trabajo. Todas y todos coincidieron en que no existen conflictos con los dueños de la tierra, está normalizado el paso por una tranquera para ir a la misa o salir monte adentro para cortar la palma. Sin embargo, es un riesgo estructural que tampoco tiene una regulación para que los y las artesanas puedan continuar este oficio sin limitaciones a futuro.
“Muchos de los dueños -dice Marisa- no quiere que se entre a los campos para cortar palma y vender, si se trabaja luego, sí”. Pero el trabajo de recolección es fundamental en el proceso y hoy también es parte de un trabajo en sí mismo.
Gladys tiene 55 años y es madre soltera de 11 hijos e hijas. Oriunda de San Marcos Sierras, llegó a los 22 años al pueblo y sabe tejer, pero se dedica exclusivamente a la recolección del material. Cuando piensa en cuándo se ha comenzado con el tejido, recuerda a su abuela, Eloisa. “Ella era indígena y tejía la palma desde hacía muchos años”.
Las puertas de la casa de Gladys siempre están abiertas. Ya adentro, se dirige a un armario, no sin antes correr al loro del camino, para sacar algunas cosas que han encontrado: bochas, punta de flechas, cuñas y un hacha de piedra. “Estas son tierras de comechingones”, dice, mientras las vuelve a acomodar. La conservación de esa memoria ancestral permanece en lo que las vecinas y vecinos protegen, como atesorando el pasado que sienten aún latiendo monte adentro, en la memoria misma de la Caranday.
En el patio, tiene colgadas 500 hojas de palma. Las recolectó con sus hijos a machete, fueron dos días de trabajo hachando en el campo y, luego, de cargarlas al hombro. Gladys invita a sentir las hojas, tocarlas para diferenciarlas, algo que sabe hacer desde hace más de 30 años. “Ya con solo verla, me voy dando cuenta cuál es la más blandita. Hay que cortarla y desorillarla, sacarle la parte más cortita de la hoja, secarla, rallarla y remojarla. Yo las entrego listas”. Los encargues pueden ser desde 100 hasta 1000 hojas -explica- y así se adentra al monte, donde tenga permiso.
Galdys puede llegar a caminar 10 km para recolectar el material necesario, “lo hago caminando, a veces, saco prestado de mi hija, María Eliana, un caballito. Ya me he acostumbrado a meterme en el monte”.
En el pueblo, se conocen todos, pero las restricciones del acceso a los campos, cada tanto, aparecen con el argumento de que permiten recolectar para trabajar, pero no para vender. Durante la temporada de verano, se vende por toneladas peperina, incayuyo y poleo, “viene un comprador con un camión, pero en los campos privados ya no te dejan juntar tanto”. Muchos jóvenes aprovechan para andar de nuevo campo adentro, “ahí se saca una buena diferencia”, dicen los hijos de Gladys, quienes, por supuesto, también saben hacer cestería con la Caranday.
Desde los patios abiertos de Copacabana, se pueden ver los matices que toman los cerros por su vegetación. Algunos cuentan que Copacabana significa mirador azul, en los atardeceres los cerros suelen verse de una tonalidad azulada, entreverada de nubes cargadas de frío y los rayos del sol descendiendo por estas latitudes.
El pueblo de artesanos y artesanas también se perfuma de jazmín durante la temporada en que florece la palma, sucede entre los meses de marzo y abril, cuando estos ejemplares se llenan de flores blancas amarillentas que se agrupan en forma de varas entre sus hojas. Todo el poblado destila aromas dulces que impregnan la atmósfera, y desde una extraña quietud, que aún subsiste en el corazón mismo del monte, se despiertan las leyendas.
La memoria anclada entre los cerros herrumbrados de tanto estar nos devuelve un cielo tejido de historia que desecha lo efímero, para hacer perceptible lo cotidiano y extender por siempre el saber que nace, desde hace mucho tiempo, entre las manos de su gente.
*Por Eugenia Marengo para La tinta / Imagen de portada: Quinua Arquitectura.