El lucro en las universidades chilenas
Desde la dictadura militar, el sistema educativo chileno se fue privatizando a paso acelerado pese a las crecientes protestas.
Por Osvaldo Fernández Díaz para Cuadernos de Educación
Hasta el período de la dictadura militar, la universidad chilena era principalmente estatal y gratuita, porque según los principios del “Estado docente”, la educación era un deber del Estado y un derecho de los ciudadanos. La aplicación brutal de los principios neoliberales, que se impusieron en Chile durante el período de la dictadura, estableció la subsidiariedad del Estado con respecto a todo lo que era propio de su función pública y que beneficiara a los ciudadanos. Estamos hablando de la previsión, la salud y la educación. Era preciso introducir en todas estas funciones propias del Estado, las leyes del mercado. Lo que implicaba su privatización, y la introducción en ellas del incentivo económico, que es lo que llamamos aquí el lucro. Entonces surgieron, en la previsión las AFP, en la salud las Isapres, y en la educación superior las universidades privadas con fines de lucro.
Esta política comenzó con la intervención directa de las universidades por parte de las Fuerzas Armadas. La dictadura designó a los rectores y pasó a controlar las distintas universidades chilenas. Buena parte de la planta docente fue expulsada, reprimida y perseguida, debiendo salir al exilio. En segundo lugar, se instaló un proceso de desmantelamiento y fragmentación de la Universidad de Chile, que de ser una universidad nacional pasó a ser local y limitada a la región metropolitana. En tercer lugar, se intentó eliminar de la formación universitaria todas aquellas disciplinas que pertenecían al ámbito de las humanidades, como la filosofía, la historia, la sociología, etc. En cuarto lugar, se aplicó un rápido proceso de reducción del aporte fiscal que, durante los últimos años de la dictadura, bajó en un 50 por ciento, dejando un vacío en el presupuesto universitario que debió ser llenado con el aporte de las familias.
La llegada de los gobiernos de la Concertación culminó este proceso, eliminando el otro 50 por ciento, y lo que era la universidad estatal y pública chilena dejó de ser una universidad gratuita para convertirse en una institución librada al lucro.
Desde ese momento, el mercado pasó a ser el elemento regulador de todos los componentes de la educación superior. La inmensa mayoría de los males que aquejan a nuestras universidades vienen de este hecho: alumnos endeudados de por vida; alumnos sometidos a la represión bancaria por la morosidad en sus pagos; alumnos eliminados de las universidades por no pagar; cuotas de alumnos por curso dictadas por lo que es económicamente más rentable; la aparición de los profesores a honorarios (los llamados “profesores taxis”), que en otros rubros de la economía son los subcontratistas; reducción del académico que tenía obligaciones universitarias en el plano de la docencia, la investigación y la extensión, a la mera condición de docentes. De ahí la tendencia a transformar todo los institutos en escuelas.
Por otra parte, la investigación dejó de ser una actividad propia de la unidad académica a través de un aporte regular de fondos, para pasar a ser centralizada a nivel nacional, fuera del espacio específicamente universitario, y regulada por concursos anuales, cuyos criterios de selección siguen siendo ajenos a los intereses de las unidades académicas y muchas veces a los propósitos de las mismas universidades.
Por último, la extensión que significa la salida de la universidad al medio quedó reducida a dos cosas: buscar aportes financieros de las empresas u otras instituciones, y transformar la vinculación con el medio en marketing.
Por otra parte, la relación que en el ámbito de la educación superior existía entre profesor y alumno pasó a ser regida por el dinero, y el alumno se transformó en un cliente y la educación en un bien de consumo, que quien lo quiera debe pagarlo, y caro. El dinero invadió así de lleno la esfera de la educación y pasó a regularla. La universidad chilena quedó reducida, entonces, a la condición de una empresa que vende sus productos a un tipo de clientes que son los alumnos. La condición de alumno-cliente se universalizó no solo a nivel de pregrado, sino también en el posgrado. Diplomados o actividades de extensión se hacen buscando rentabilidad. La formación continua, la proyección de la universidad hacia quienes no pudieron pasar por sus aulas, el perfeccionamiento, todo está regido por las leyes de la ganancia. La marca del neoliberalismo es una huella que será muy difícil de borrar en la educación superior chilena, porque ha convertido la calidad en cantidad. Si una práctica pedagógica regida por criterios de calidad supone pocos alumnos por profesor, la ley del mercado impuso criterios cuantitativos económicos que impone que haya muchos alumnos por profesor, avanzando a los límites más negativos de esa práctica, es decir que la clase debe ser principalmente expositiva. De donde se desprende que no podremos hablar de calidad en la educación chilena mientras la práctica pedagógica misma esté regida por criterios cuantitativos. Los alumnos deben escuchar, no investigar.
Pero no solo la ley de la ganancia es hoy en día la marca distintiva de las universidades chilenas; también están aquejadas por una carencia de democracia, que es resultado directo de la huella que la dictadura militar dejó en ellas. De los tres segmentos que comprende la vida universitaria, solo los profesores, y con gran dificultad, han podido estar presentes en la gestión universitaria, pues tanto los alumnos como los administrativos, que son los otros estamentos básicos de la comunidad universitaria, quedaron excluidos e imposibilitados por ley. El otro componente de este déficit de democracia universitaria, atañe a la forma en cómo se dirimen los asuntos universitarios: el sentido de la gestión de lo que podríamos llamar el poder universitario. Los criterios democráticos que tanto la reforma universitaria de 1968 como el período de Salvador Allende habían instalado en las universidades, y que se distribuía entre la comunidad universitaria buscando un equilibrio entre la decisión unipersonal y los cuerpos colegiados, se abolieron para instalar una gestión puramente vertical de poder. Algo que operaba, y aún sigue operando, solo de arriba hacia abajo. Esto determinó que, gracias a la dictadura, rectores y decanos pasaron a dictar la ley a su criterio. Las luchas estudiantiles y de los otros sectores de la sociedad han modificado en algo esta situación, pero todavía son modificaciones muy insuficientes.
En este proceso, las universidades estatales quedaron encerradas, reguladas y controladas presupuestariamente, teniendo que competir con las universidades privadas creadas por la dictadura, pero sin las granjerías de ésas, en donde la regulación y control por parte del Estado es casi mínima. El objetivo era la desaparición de la enseñanza estatal y gratuita. Ya había dejado de ser gratuita, lo que faltaba era privatizarla. Con tal fin, se les instaló el lucro como una bomba de tiempo que a la larga convertiría a todas las universidades chilenas en privadas, regidas por criterios neoliberales y sujetas a la regulación del mercado. Todo esto llevó a que las universidades estatales casi colapsaran en los años 2007 y 2008.
Esta transformación de la educación superior atrajo inversionistas nacionales y extranjeros al lucrativo negocio de las universidades. Las universidades comenzaron a ser transadas, cotizadas en la bolsa, compradas y vendidas. Hoy lo que se compra son carteras de alumnos. Empresarios, consorcios universitarios, partidos políticos, connotados personajes de la política nacional, comenzaron a invertir y lucrar con la educación superior. Sin importarles si este hecho incrementaba las lacras que tal situación implicaba en el ámbito universitario. No era la calidad lo que importaba, sino la rentabilidad del negocio que se estaba haciendo.
A raíz de esto, las universidades chilenas quedaron repartidas entre universidades abiertamente destinadas al lucro (Santo Tomás, de las Américas), universidades ideológicas (Universidad del Desarrollo, Universidad de los Andes) que están destinadas a la formación de la élite gobernante, universidades tradicionales (Católicas, de Concepción, Austral) y universidades estatales (todas las universidades regionales que antes habían pertenecido a la Universidad de Chile). Todo lo que lleva a la aberrante situación de que en Chile haya cerca de sesenta universidades. A lo que se agrega lo que ocurre en los institutos técnicos, que se han convertido en el negocio orientado a los jóvenes trabajadores, bajo el atractivo del ascenso social a través de la educación. Un indicio evidente de esta situación es el enorme gasto de las universidades en propaganda, en financiar programas de televisión, en costosos avisos en los periódicos, etc.
El movimiento estudiantil de 2011 tomó el relevo de la “rebelión pingüina” y pasó a ser la primera embestida seria en contra del lucro. Si bien no logró erradicarlo, motivó un cambio de mentalidad, un cambio en los criterios del sentido común de la época al respecto: es decir, la idea que quien quería educarse debía pagar por su educación. Idea popular que tanto la dictadura como la Concertación habían logrado que arraigara la sociedad chilena. Es decir, que este pago era un deber y responsabilidad exclusiva de las familias.
A pesar de lo logrado por ese movimiento, el lucro sigue rigiendo. Los gobiernos que se han sucedido desde el 2011 hasta hoy no han logrado erradicarlo, y siguen actuando como si la educación chilena fuera un bien de consumo personal y no un deber del Estado.
*Por Osvaldo Fernández Díaz para Cuadernos de Educación