Es hora que Estados Unidos invada a Estados Unidos
La principal potencia del mundo se encuentra en declive. Sus sistemas de educación y salud deficientes, y el racismo que crece son solo una muestra.
Por Martín Pastor para Rebelión
Bajo el amparo de la “ayuda humanitaria” y la lucha por la “democracia”, Estados Unidos ha justificado decenas de intervenciones militares y políticas en el mundo durante los siglos XX y XXI. En su más reciente campaña se ha centrado en Venezuela, como parte de una estrategia para menoscabar a gobiernos progresistas de la región.
Con una coordinada manipulación mediática, bloqueo económico y presión diplomática se ha tendido la ofensiva imperialista sobre la nación latinoamericana desde hace más de una década. Ha tachado al gobierno venezolano como una “dictadura”, presentándolo como un “Estado fallido” sumido en caos social, con altas tasas de pobreza, desnutrición, e inseguridad; argumentando que la causa es el modelo progresista y no los factores exógenos como el bloqueo o la desacreditación internacional.
Para Estados Unidos, y gran parte de Occidente, estos son causales suficientes para justificar una intervención política y diplomática, que incluso debería ser militar. Entonces si estos son detonantes para intervenir es momento que Estados Unidos, en defensa de los derechos humanos y la democracia, tome la iniciativa de invadir a su propio país.
La situación norteamericana es altamente preocupante y clasifica a la nación para ser un apto receptor de “ayuda humanitaria” made in USA. Según un informe de Philip Alston, relator especial de la Organización de Naciones Unidas (ONU) sobre la pobreza extrema y los derechos humanos, se reveló que en 2018, 40 millones de personas en Estados Unidos viven en pobreza, 18,5 millones viven en extrema pobreza y más de cinco millones viven en condiciones de pobreza absoluta.
El país tiene la tasa más alta de pobreza juvenil en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD) y la tasa más alta de mortalidad infantil entre estados comparables de este grupo. No es sorpresa que Alston calificara al país como la sociedad más desigual en el mundo desarrollado.
Como tampoco lo es que a Estados Unidos ya no se le pueda denominar como una nación del “primer mundo”. Según un estudio del Massachussets Institute of Technology (MIT), para la mayoría de sus ciudadanos, aproximadamente 80 por ciento de la población, Estados Unidos es una nación comparable al “tercer mundo”.
Para llegar a esta conclusión, los economistas aplicaron el modelo de Arthur Lewis, ganador de premio Nobel de Economía (1979), diseñado para comprender qué factores y cómo clasificar a un país en vías de desarrollo.
Según Peter Temin, coautor del estudio, Estados Unidos cumple con este modelo: es una economía dual (brecha incomparable entre una pequeña parte de la población y la gran mayoría) en la que el sector de bajos salarios tiene poca influencia sobre la política pública; un sector de altos ingresos, que mantiene los salarios bajos en el otro sector para proporcionar mano de obra barata; un control social que se usa para evitar que el sector de bajos salarios impugne las políticas que favorecen al sector de altos ingresos; altas tasas de encarcelamiento; políticas públicas de los sectores más ricos con el objetivo de reducir los impuestos para dicho grupo; y una sociedad donde la movilidad social y económica es baja.
Especialmente cuando uno de los argumentos principales para justificar las agresiones son el supuesto “bienestar” y los derechos humanos de los ciudadanos. Nuevamente los norteamericanos deberían ver primero la “viga en su propio ojo”.
Según un análisis trianual del Commonwealth Fund (2017), Estados Unidos, por sexta ocasión consecutiva, se posiciona como el peor sistema de salud entre 11 naciones desarrolladas. Cuenta con el sistema de atención médica más caro del planeta, con un gasto anual de tres billones dólares, que ha resultado en uno de los países con mayor disparidad en accesos a la salud basada en ingresos.
Mientras tanto, la expectativa de vida en Estados Unidos disminuyó por tercer año consecutivo, situándose en 78,1 años. Un decrecimiento porcentual comparable al periodo de 1915 y 1918, en el que dicho país enfrentó a una Guerra Mundial y a la pandemia de influenza global. En comparación, Cuba, que forma parte de la “Troika de la Tiranía”, según John Bolton (Consejero de Seguridad Nacional), tuvo una expectativa de vida de 79,74 años en 2018.
Y en educación ni que hablar. Desde 1990 al 2016, Estados Unidos cayó del sexto lugar al vigésimo séptimo, situándose como uno de los peores sistemas educativos del mundo “desarrollado”, con un gasto público que se redujo entre 2010 y 2014 en tres por ciento, mientras que economías desarrolladas la inversión crecía por sobre el 25 por ciento.
Un bienestar de vida deteriorado, un sistema de salud caro e inequitativo, y una educación que no se compara con otras naciones desarrolladas. Si esto no es suficiente para que el gobierno norteamericano y el resto de Occidente decidan intervenir, entonces las constantes violaciones a los derechos humanos deben ser un causal para movilizar tropas a la frontera e iniciar bloqueos económicos.
Estados Unidos sistemáticamente han dirigido o influenciado intervenciones en América Latina y el resto de sur global. Las operaciones cubiertas, las guerras étnicas y las invasiones militares más recientes son una prueba de la “licencia para matar” que se ha auto-concedido a este país.
Cárceles en donde se violan derechos humanos como Guantánamo y Abu Ghraib son solo ejemplos de esta realidad. Y figuras como Gina Haspel, quien estuvo directamente involucrada en el programa de tortura del gobierno estadounidense, ha subido a posiciones de poder mundial como directora de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Pero su transgresión más clara es la separación del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, órgano internacional encargado en velar que dichas violaciones no sucedan. Una decisión que vino días después de que el Alto Comisionado para los Derechos Humanos denunciara la práctica de la administración actual de separar forzosamente a niños migrantes de sus padres y encarcelarlos, en lo que solo pueden llamarse campos de concentración modernos.
A nivel interno, se ha reducido la responsabilidad de la policía sobre el uso de fuerza excesiva, especialmente en comunidades negras y latinas. La matanza sistemática de hombres negros en Estados Unidos por esta fuerza del orden, según un estudio de la Universidad de Boston, refleja un racismo estructural subyacente en la sociedad norteamericana; que también se ve reflejado en un sistema de justicia parcializado en contra de las comunidades negras.
“Si la policía patrullara las áreas blancas como lo hacen en los barrios negros pobres, habría una revolución”, comenta Paul Butler, autor de Chokehold: Policing Black men, que relata lo que significa ser un hombre negro en Estados Unidos.
Estas violaciones de derechos humanos son la realidad diaria para minorías étnicas y grupos históricamente discriminados. Lo cual está acompañado del fortalecimiento de agrupaciones con tendencia fascista, que cuentan con el apoyo directo e indirecto del gobierno central y local en varios estados. Un preocupante escenario para millones de ciudadanos negros, latinos y de otras etnias.
Sin embargo, la falsa “preocupación” por Venezuela, Libia, Siria, Irak, Yemen, Afganistán, y Ucrania, solo en estas últimas dos décadas, ha guiado invasiones y agresiones en nombre del bienestar y los derechos humanos. Acciones que a su vez llevan escondido intereses ulteriores basados en un indicador en los que Estados Unidos sí es número uno: el gasto militar.
Para 2019, este país cuenta con un presupuesto militar sobre los 680.000 millones de dólares, es decir, más que los presupuestos sumados de las siete naciones que le siguen en la lista: China, Rusia, Arabia Saudita, India, Francia, Reino Unido y Japón.
Ni siquiera en libertad económica (en el puesto 12 en el mundo) es líder, o en el crecimiento del PIB (147 de 224 países), lo cual refleja una realidad: Estados Unidos es un imperio militar, su economía se basa en la guerra y ninguna acción realizada en nombre de la “ayuda humanitaria” tiene coherencia cuando el interés de su gobierno es promover el caos para su beneficio.
Ante esta situación, lo que el mundo está viviendo es la “patada de ahogado” de una superpotencia en declive. Es por ello que con tanto esmero trata de aferrarse del último bastión de influencia, que sigue siendo América Latina; ergo su fijación con Venezuela y otras naciones de la región. Ya que si de ayuda real se tratara, es hora que Estados Unidos seriamente analice intervenir, con la misma intensidad, en su propio país.
*Por Martín Pastor para Rebelión