Fascismo eterno

Fascismo eterno
30 octubre, 2018 por Redacción La tinta

Por Martín Fogliacco para La tinta

Como una sombra, siempre que hay sol, nos persigue de cerca, se achica o se estira según la cantidad de luz, pero siempre está. Y cuando no podemos distinguirla, es porque estamos inmersos en ella y todo se ha vuelto oscuro.

Umberto Eco habla de urfascismo o fascismo eterno para referirse a “una ideología y voluntad de gobernar que, independientemente de las circunstancias históricas, parece siempre estar ahí, al acecho, esperando un mínimo descuido para saltar y apoderarse de un gobierno nacional, una sociedad, un país”. Una sombra constante que no se presenta de la misma manera en todas partes y va mutando a lo largo del tiempo para hacer eficaz su cometido de dominar las estructuras sociales, políticas y económicas.

Hoy en América del Sur, en distintos países, el urfascismo se disfraza de maneras particulares y disímiles. En Argentina o Chile, por ejemplo, no se esconde ya tras el último gran dictador de cada caso, no aparece una figura como Videla o Pinochet, sino una cara amigable, de buenos modales y valores tradicionales. En Brasil, en cambio, entre las distintas figuras fascistas, la que mayor eco hizo en la población urfascista fue la figura rígida, militar, homofóbica y neoliberal de Bolsonaro. No es que no se hayan ensayado otros personajes más amigables, como el caso de Aécio Neves, pero de todo el menú de fascismo ofrecido a esa población, fue el discurso más áspero el que triunfó.

Con distintos matices discursivos, cada país elige su propio fascista o su propio modelo de fascismo en el que, detrás de las máscaras, siguen las mismas y viejas reivindicaciones totalitarias. Esa sombra que, cuando anochece, se expande silenciosamente hasta cubrirlo todo para, una vez que el sol se ha ido, surgir en forma de oscuridad total, ya sin la necesidad de disfrazarse.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Adentro o afuera

¿Qué es lo normal? ¿Cómo se define? ¿Quién lo determina? Michel Foucault habla de la normalidad como una relación de poder (Foucault, 2011). Es el poder quien define lo que es normal y lo que no. Normaliza y polariza entre lo que está dentro y lo que está fuera de la normalidad, constituyendo binomios normal-anormal, sano-enfermo, honesto-deshonesto y así marcando los bordes de lo aceptable para el poder. En los discursos urfascistas homofóbicos, por ejemplo, lo normal sería la heterosexualidad y lo anormal, la homosexualidad. Lo normal es el mercado y lo anormal es la intervención del Estado, lo normal es el cristianismo, lo anormal son las demás religiones (o el ateísmo), normal es aceptar, anormal cuestionar. Lo que el discurso del poder intenta imponer es su verdad como normalidad, instalar que lo normal es el trabajo flexible, que el problema del sistema son los pobres, que si no hay trabajo es culpa de los trabajadores, que es el capital concentrado el único capaz de generar riqueza y distribuirla, que la rentabilidad empresarial es la vía para el bienestar de la sociedad en su conjunto, que la educación sexual integral atenta contra los y las jóvenes, que el matrimonio igualitario atenta contra la familia.


Permanentemente y mediante el uso de todo el aparato de construcción discursiva, se nos dice cómo ser normales. Constantemente, se expulsa a todes aquelles que se escapan de esos parámetros de normalidad impuestos por el discurso del poder. Se nos estigmatiza, se exageran e inventan características que alimentan la idea de anormalidad, se construyen falacias y mitos alrededor del origen y el destino de los anormales. Buscan oscurecernos, impregnarnos de normalidad.


Permanentemente, el discurso hegemónico del poder alimenta el urfascismo; ese ciudadano ensombrecido que, a medida que pasan los días, está cada vez más normalizado, más escandalizado por la anormalidad y más dispuesto a defender a los suyos de cualquier desvío o amenaza disidente. Ese ciudadano urfascista que, en palabras de Eco, rinde culto a la tradición, rechaza el modernismo y considera que el pensamiento crítico lleva, más tarde o más temprano, a la anormalidad. Ese ciudadano que, cubierto por la sombra del fascismo eterno, acaba por convencerse de que el peligro es el Sol.

La pobreza discursiva

Para todas las cosas, hay una palabra que las nombra. Conocemos el mundo por medio del lenguaje y, de la misma manera, estructuramos el pensamiento. Un pensamiento, una enunciación, siempre responde a una estructura lingüística previa al pensamiento mismo, es decir que moldeamos lo que pensamos de acuerdo con las herramientas de uso del lenguaje con las que contamos. A través de ese lenguaje (de esa estructura por la que tamizamos el pensamiento) es como nos comunicamos con el otro, pero ese otro también va a traducir nuestro lenguaje de acuerdo con su propia estructura lingüística, que no es sólo formal (sujeto, verbo, predicado), sino que, además, es una construcción de acuerdo con su propia historia y a los distintos relatos y explicaciones previas que haya ido adquiriendo desde su nacimiento hasta el momento en que tengamos la conversación.

El poder reside en el dominio de esos relatos previos que sirven al sujeto como sustento argumentativo, como plafón de cualquier pensamiento y justificación de cualquier expresión. Dominar es dominar la previa al intercambio de palabras, es lograr que un sujeto viva y entienda la realidad de acuerdo con los parámetros de normalidad impostados por el poder hegemónico. Por ello, el poder mueve todo su aparato de construcción discursiva de manera que le brinde las herramientas (el lenguaje) al sujeto para explicar(se) los fenómenos de acuerdo con la conveniencia del propio poder.

En Argentina, es curioso, pero no casual, que tanto el presidente como la vicepresidenta, voceros del discurso del poder, utilicen un lenguaje extremadamente limitado, confuso y hasta infantilizado. Explican con argumentos pobres, vacíos, llenos de vaguedad, lo que Eco define como neolengua. Argumentos como “pasaron cosas”, “la pesada herencia”, “es que se robaron todo”, que, por un lado, coincide con el carácter anti-racionalista de sus bases urfascistas y que, por otro, los hace impenetrables. La inutilidad del argumento desmaterializa toda posibilidad de discusión y debate. El resto del relato del poder ni siquiera es necesario que lo expresen sus voceros oficiales. Para ello, existe el aparato de construcción discursiva (medios, literatura, redes, incluso en ciertas instituciones educativas) que dará y confirmará las reivindicaciones de la base urfascista como “la” familia, el nacionalismo, la reafirmación de las tradiciones, la heteronormatividad y otras sombrías sombras disfrazadas de integridad y buenos valores.

Neolengua, urfascismo y normalidad. El modelo de dominación llevado al corazón de los dominados, la creencia de que no hay alternativa, la sumisión ante lo inabarcable del poder, la promesa irracional de que lo bueno, lo realmente bueno, viene después de la muerte, siempre que mi comportamiento sea disciplinado en esta vida, ¿qué disciplina? la de la normalidad, ¿qué normalidad? la del Poder.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

*Por Martín Fogliacco para La tinta.

Palabras claves: Jair Bolsonaro, neo-fascismo

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