Mil gordas vibrando
En cada Encuentro Nacional de Mujeres, desde hace 12 años, espero una revelación, le huyo a la meseta, a quedarme en el mismo lugar. Vengo deconstruyendo desde todos los espacios que me interpelan dentro del feminismo. Este año, participé del taller «Hacer la Vista Gorda». Tenía varias preguntas: ¿Cuántas capas hacen falta para llegar hasta el fondo? ¿Cuánto pesa el patriarcado y el capitalismo? ¿Cuántos puntos sociales toca la gordura?
Por Gisela Volá para Cosecha Roja
Durante dos días, escuché y aprendí que somos un movimiento, que no importa qué cuerpo tenés, sino cómo lo llevás, que la delgadez no es ningún mérito en sí mismo. El cuerpo es social y político, y, al mismo tiempo, es una cartografía a trazar en el espacio que ocupás.
En la mochila, llevaba Cerda Punk, un libro escrito por la chilena Misoginia, un libro que me ayuda a pensarme como nunca lo había hecho: desde mi cuerpo, ese que me acompañó en todas las luchas feministas, pero que, al mismo tiempo, no había contemplado desde su dimensión colectiva. Hasta hace poco, esa dimensión estaba reservada para los grupos de Alco.
Durante el viaje, no hubo tiempo de leer. Me tocó compartir el micro con algunas de las protagonistas del taller y hablamos mucho: de fotografía, de representación y de experiencias personales. Rocío en las Inmensidades es una de las coordinadoras. Viajamos con ella, junto a Cherry y Jael, sus compañeras desde hace un tiempo, las mismas que la ayudaron a sacarse la campera de jean un verano en la playa.
En el Encuentro del año pasado, ya me había encontrado con el taller: me acerqué a un aula, miré a un grupo reducido a través del vidrio y me fui. La idea me empezó a convocar a medida que le contaba a compañeres de la existencia del espacio y lo tomaban en chiste. Un chiste similar al de la humorada que tiene que cumplir el estereotipo de gorda pidiendo permiso para entrar en el molde.
A principios de este año, hice la curaduría de una muestra junto a la artista mexicana Ana Casas Broda llamada Borrador de un cuerpo intervenido. La conocí por su obra “Cuadernos de dieta”, una obra con autorretratos de su juventud. La muestra está costando en su itinerancia. Pocos espacios se interesan en ella, nadie quiere ver cuerpos gordos ni trans ni que cuestionen demasiado el modelo hegemónico. Ver estrías y voluptuosidad resulta tan incómodo como ver cualquiera de las otras identidades disidentes.
El primer día, una chica de 14 años llamada Lola se paró y dejó en claro que era un tema que había que tratarlo en la ESI en las escuelas, que es donde comienza la educación de la burla y las dietas que enferman. Al día siguiente, Lola estaba sentada al lado mío junto a su madre. Al otro lado, estaba Paula, una chica que me pasaba mates y que estaba cumpliendo 21 años.
Alguien dijo desde un megáfono: “Me uní al feminismo porque acá me aceptan con mi celulitis, mis estrías, mi gordura, como soy sin cuestionamientos”. Lola y Paula lloraban. En medio de ellas, me sentí parte de una nueva manada hermosa.
Durante los dos días, la mayoría de las chicas comentaron sus historias, un relato que se repite una y otra vez: un espejo que va pasando de mano en mano y que permite que, al escuchar, nos miremos en él.
Las dietas por las que pasamos, la violencia de los nutricionistas por pensarnos como calorías y masa corporal, las empresas que se llenan de dinero con batidos y productos creando otros espejos de colores, los médicos famosos. Los colonizadores del cuerpo.
Hablar de la gordura parece siempre hablar de un problema, incluso cuando los triglicéridos están bajos y los análisis de sangre están mejor que el de un cuerpo magro. ¿Quién está enfermo?
Una chica se paró con un megáfono y contó que, luego de comer zapallo durante una semana, el nutricionista le dijo que pensaba demasiado. A partir de allí, no fue más. A ella le interesaba entender por qué y para qué.
Y me retrotraje al último encuentro en que vi a un médico que me dio una clase teórica de cómo los alimentos que me indicaba actuaban sobre mi cuerpo. Se fue espantado. No servís para esta dieta, me dijo. Pensás demasiado. También dejé de verlo.
Somos sobrevivientes. Nos quisieron eliminar y no pudieron, dijo Rocío.
A partir del Encuentro, empecé a pensarme para atrás. Pensé en todas las cosas que me fueron salvando del prejuicio “de lo que se ve” cuando no me sentía parte de nada, cuando no pensaba en este movimiento y cuando la mirada del otre aún regía. El arte, los viajes, el feminismo, la amistad, las fiestas, la política de los afectos fueron el salvavidas.
Mis amigas gordas aparecieron pasados los 30 años. ¿Qué pasó con la gordura durante mi infancia y adolescencia? Seguramente, me convirtió en desobediente, me hizo cuestionar mi ciudad, mi familia y abrirme a otros lugares de pertenencia. Porque cuando te excluyen de algunos espacios, aparecen siempre otros, a veces, más constructivos, otras ,más hostiles, pero que, en definitiva, son los que siempre me atrajeron.
¿Por qué no tuve amigas gordas ni novies gordos ni fotografié gordxs antes?
Cuando me respondo, aparece la palabra vergüenza, esa línea invisible que va socavando fino y hace que la gordofobia se internalice sin que te des cuenta. Creés que la combatiste hacia afuera y se vuelve una relación violenta con vos misma: te seguís pensando en un futuro en el que dejarás de ser gorda. Mientras, usás la ropa holgada.
Dejar de pensarme como gorda aislada del grupo y pensarme colectivo fue darle sentido a una dimensión política, a un salir del “closet” de la gordura. Hacerlo es politizarme y, desde allí, puedo pensar la vida cotidiana y cómo la atraviesa el feminismo. Entender que junto a otres quizás podamos liberamos de esa gordobofia internalizada que nos habita.
“El concepto del amor propio y la idea de que me amo todo el tiempo es una intención capitalista y exitista”, dice Cherry, una de las coordinadoras.
Como dice la Cerda Punk: pensarse desde el territorio de la incomodidad, desde el feminismo, desde la gordura y resignificarse, reconociéndose desde una herida hacia el deseo de la inmensidad.
Hace poco tiempo, mi madre comenzó a ser un libro de cuentos. Tiene 83 años y, a partir de asumir la finitud en la que vive, comenzó a hablar cada vez más y contarnos de nuestra propia historia. Mi tío abuelo llegó de Italia como polizonte de post guerra sin saber adónde llegaba, luego de unos meses escondido, la primer palabra que dijo al salir fue “mangiare”, comer para nosotros es migración, destierro, identidad, placer, goce, encuentro.
El concepto de la gordura es una construcción social y resignificarla tiene que ser parte de un movimiento. Reconocernos en un tiempo presente y no en un futuro flaco, repensar dónde colocar la autoestima, dónde hay una cuestión de clase, de historias familiares que no rompieron con la idea de la vergüenza y estigmatización.
*Por Gisela Volá para Cosecha Roja