El vestuario de Las Espartanas

El vestuario de Las Espartanas
11 septiembre, 2018 por Redacción La tinta

Las palabras crean mundos, no sólo historias. El de Las Espartanas es todos los viernes cuando el equipo de rugby del pabellón 2 de la Unidad Penal 47 de San Isidro se junta a entrenar llueva, truene o haya sol. Desde adentro las pibas le pueden ganar a la calle, llaman así a los equipos que no están en situación de encierro. Darle la vuelta es un poco lo que hay que hacer; darle la vuelta es poder lograr que las dejen salir de los pabellones; es prepararse para el 11 de septiembre en donde las van a ver jugar sus familias.

Por Feminista Mundial

Las palabras crean mundos, no sólo historias. El de Las Espartanas es todos los viernes cuando el equipo de rugby del pabellón 2 de la Unidad Penal 47 de San Isidro se junta a entrenar llueva, truene o haya sol. “A las 8 de la mañana levantamos a todo el mundo, vamos chicas, es el día del rugby”, dice Sabri, una de las jugadoras que esta vez se queda en el banco por una molestia en la columna.

Se sabe que es viernes porque los botines que se ventilan colgados en las rejas no dejan dudas: las pibas juegan rugby en un terrenito espartano de pasto y barro hecho colador por las marcas de los tapones. Salen del pabellón y entran a la cancha acompañadas de una oficial. Son las 10 de la mañana y es el tiempo del barro, donde circula la sangre por el cuerpo y duele el bazo porque hay que cambiar el aire para no ahogarse. Es el tiempo de usar el protector bucal porque la semana pasada ya una se rompió un diente. Arranca el calentamiento y Sabri lamenta: “me muero por entrar”, el adentro y el afuera son protagonistas mientras ella ceba el mate que le pasan por la ventana de uno de los pabellones.

Trotes alrededor de la zona marcada por conos y los tapones de los botines van renovando los agujeros en el barro, son las huellas de las espartanas que ahora piden agua, por la misma ventana de donde salió el termo sale una botella de 500. Dai es jugadora de handball y también la más chica del equipo, pide medias nuevas porque las que tiene se le caen, está toda vestida de deportista, tal como ella dice, con unas buenas medias de rugby no cabrían dudas de que es la mejor win izquierdo (o derecho) que el equipo pueda tener.

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“Tiene gusto a lavandina” dice Jesi mientras Ale -la entrenadora- trata de resaltar la importancia de mirar a quien se le va a pasar la pelota y luego apuntar. Los diálogos –como Las Espartanas– también se embarran. Si había quedado algún cuerpo duro, se afloja cuando la entrenadora, que es jugadora de rugby y tiene tatuado el dibujo de un ritmo cardíaco con forma de arco de rugby en unos de sus brazos, explica el ejercicio: los cuerpos deben chocarse unos con otros y al mismo tiempo amortiguarse. No sirve sólo rebotar, entonces ahí el entrenamiento toma otro ritmo, uno más grupal, donde visitantes y locales juegan el mismo partido, el sol ya hace transpirar y eso cambia el aire, las toxinas, el viento, todo. Transpirar lo cambia todo.

Comienza el juego del “indio”: una se pone en el medio y las otras tienen que cruzar de un extremo a otro de la cancha sin ser tackleadas. La que no pasa queda en el medio y así hasta que hay una ganadora que es la que pudo ir de extremo a extremo de la cancha sin ser agarrada.


Las Espartanas practican escurrirse, esquivar y llegar al otro lado. Correr rápido, detenerse, poner algo de estrategia, pero no salirse de la cancha. Ahí también se pierde. Los límites los conocen porque hay un montón, en la cancha son los conos, en el pabellón, todo.


Desde adentro las pibas le pueden ganar a la calle, llaman así a los equipos que no están en situación de encierro. “Ahí ganamos o ganamos”. Cuentan que fueron a un partido que jugaron el año pasado, arrancaron perdiendo y en el entretiempo estaban re calientes “salimos y lo dimos vuelta”. Darle la vuelta es un poco lo que hay que hacer, para preparar los budines y las tortas engolosinadas para el día del niño, hay que encontrarle la vuelta a conseguir los ingredientes, unos huevos al jefe de cocina, la harina por otro lado y las golosinas por otro. Darle la vuelta es poder lograr que las dejen salir de los pabellones para entrenar más durante la semana, hacer abdominales en el patio, usar una silla, crear las propias rutinas deportivas con lo que haya en el pabellón. Darle la vuelta es conseguir un protector bucal que calce justo, es prepararse para el 11 de septiembre en donde las van a ver jugar sus familias, cada una puede hacer entrar a tres a la cancha.

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Cuando Ale propone jugar un ratito, se escucha el sonido de la puerta de metal que se abre, otra que entra –o que sale– a la cancha. Es Pato que camina a paso lento y festeja la primavera pasajera, es mayor que el resto y tiene cara de madraza. Se toma su tiempo para calzarse los botines mientras las pibas la esperan en la cancha, a cada rato le gritan “Dale, Pato”, pero ella va despacio mientras habla de la torta golosinera del día del niño. Se arman los equipos y arranca la tocata: consiste en jugar con las reglas del rugby pero en un espacio más pequeño y sólo con pases. La entrenadora insiste varias veces antes de empezar con “juguemos tranquilas” ¿Qué puede salir mal si estamos jugando? Hay distintas estrategias: la que va para adelante y empuja todo aunque le griten “pasala, pasala”, avanza, avanza; la que se mueve como una gacela por los costados y tiene varios try anotados; a la que se le cuelgan de la cintura con la idea de hacerle un tackle pero no cae y sigue corriendo con pelota y una compañera agarrada a las piernas. Pato se para en la cancha con la seguridad de quien ya sabe cómo es la cosa. Ella cuida la pelota y el resto del equipo lo sabe, se sienten protegidas cuando ella está adentro de la cancha.

“Una pelota más”, pide Dai. Las piernas con rastros de barro, la brisa fría que enciende el sudor de las camisetas, el mediodía que asoma con el sol en el medio del cielo van dando cuenta de que son los minutos finales del entrenamiento. Y si, está pidiendo la última, jugar y embarrarse un poco más, abrazarse a la pelota y correr, sacarse un poco la bronca acumulada. Por eso el fútbol no les sirve tanto, es ir esquivando gente con la pelota, en cambio con el rugby algo de la sangre abarrotada se expande, en ese pedacito de tierra espartana las pibas se sacan la bronca, escupen un poco el enojo que se queda agarrado a los alambres de púa que rodean el penal. Aunque el entrenamiento es una vez a la semana y sabe a poco, cotiza en alza porque son minutos donde la libertad es para las endorfinas que tocan el aire.

Quizás por eso se piden estrategias para inventar más horas de juego, una rutina de ejercicio para hacer abdominales con una silla, tratar de dejar de fumar, anotarse en las clases de yoga. Todo es parte de un entramado de derechos, negociaciones, favores que nunca se sabe a dónde van a picar, como la pelota de rugby que es ovalada y por momentos difícil de agarrar. Estar intramuros es difícil, el encierro endurece los cuerpos, no ayuda al cuidado, el ibuprofeno no alcanza y la radiografía de la columna es difícil de hacer. Hay pabellones, policías y rejas. Pero aun así, cuando duelen todos los huesos, está el equipo que te abraza más fuerte a la noche y te banca cuando el rumor del traslado hace crecer las enredaderas de la mente. Las Espartanas fantasean con una bandera para el 11 de Septiembre, la posibilidad de que sus familias las vean jugar, de usar todas la misma camiseta, de subirse a un micro para ir a una cancha de verdad. Sin que nadie se entere, entre las gaviotas que merodean la basura del camino del Buen Ayre y con el himno que inventó Tati de fondo, Las Espartanas hacen de esa pelota ovalada la excusa para crear ese mundo de adentro para afuera.

*Por Feminista Mundial

Palabras claves: feminismo, Rugby

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